› Por Juan Carlos Kreimer
Cuando alguien saca del tacho de residuos lo que quedó de un BigMac y se lo come porque tiene hambre, ¿eso es basura o alimento? En el prólogo del Enfoque Gestáltico, Joel Layner habla de “ese temperamento que favorece la gracia y lo sensible” y desarrolla “tu modo propio de responder al mundo”. Este soy yo y quiero que recuerdes esto, o me recuerdes por esto. Cuando ese temperamento, que no pertenece al mundo de los cálculos, se introduce en este mundo (en el caso del punk el showbiz) lo altera. Pero el artista no viene a resolver los dilemas de la realidad: gracias que los puede vivenciar/procesar/vomitar a través de su canal expresivo. En el músico (y en los actores, bailarines, atletas...) esa digestión artística no puede darse mientras está sentado en la quietud y crea su obra, como en un escritor, un pintor o un científico: su cuerpo y su mente deben reproducir la maestría en cada ocasión. Cuando termina el show, termina y sanseacabó. El acontecimiento es inesperado, imprevisto, irrepetible: ocurre, produce un cambio dentro de otros cambios, se vuelve representación colectiva. Lo más que el artista puede buscarle al acto es una continuidad en la reiteración. A no ser que esté siempre alerta y a la caza de las nuevas respuestas que le llegan desde ese temperamento, tiende a volverse un artista de su propia copia. Cuando los punks de la primera hora y los que se subieron a su balsa empiezan a pasear ese grito por todo el mundo, por más que hagan travesuras en los hoteles, lo que muestran es la obra, no la creación. Provocan parodiándose.
En los ’80 te puedes hacer el sota, los cadáveres todavía respiran y te hacen creer que su sufrimiento es parte de su alegría, o viceversa, pero los tatuajes empiezan a arrugarse y entre el cuero cabelludo y los jopos perioxidados relucen milimétricas sombras blancas. Y gracias a la naciente globalización, en todas las superficies asfaltadas del planeta surgen clones: look + actitud da una portación de imagen que te hace creer que sos uno de veras –y te autoconvencés de que sos eso–. La forma se mete adentro de ti mismo, recoge tus detritos y te adhiere a esa identidad. Lo mismo pasó con los hippies. Hasta que la postal que te devuelve el espejo, empieza a no reconocerte. Cubierto por el polvo de fascinaciones de una ráfaga planetaria punk hiperrealista, llega entonces el Neoliberalismo. Margaret Thatcher y Ronald Reagan son los Vivienne Westwood y Malcolm McLaren de una lluvia ácida que diluye todo rastro de disidencia. Pensamiento único. Fin de las ideologías. Sólo dime cuánto dinero puedes gastar y te diré si eres. Las marcas con las que te identificas. Curra, hijo mío... De este tenor son todos los salmos de la nueva fe que gana (más bien pierde) a los recientes exjóvenes, sus hijos, sus utopías. En ese Sálvese quien pueda, el pibe punk, que en el fondo es alguien que cree habérselo pensado todo y entrevisto que no hay ninguna salida, se vuelve más lo que siempre fue: un perdedor.
En los ’90 las mayorías quieren distracción, fun, pum para arriba, nada que huela a depresión. Ni ver lo que quedó detrás. A la máxima punk Antes-que-el-mundo-me-mate-me-mato-yo, la desplaza un Vivamos-todo-al-mango-antes-que-acabe-todo. Que ahora el futuro no existe más lo demuestran hasta los políticos. Los gigs tampoco necesitan más del músico, usan djs que mezclan. Recrear reemplaza el crear.
El mayor problema del adolescente, y del joven, es que crece. Ahora soy un hombre de otra época y cada vez que trato de recordarme en aquel entonces, al mismo tiempo me felicito y me espanto por mi falta de conciencia. Cuanto me parecía eterno era en verdad fugaz, pasajero. Perdonen, muchachos, pero con cada velita la mirada se te radicaliza en lo relativo. Y te pasa lo mismo que a la rana que cayó en la olla: dejás de sentir que el agua se calienta cada vez más, necesitás de otras ranas (nuevos jóvenes) que al entrar en contacto con esa ebullición, salten, reaccionen y te hagan recordar lo que vino a decir el punk: que todo se está quemando. En verdad, tú también ya eres parte del agua caliente y de lo que se hirvió.
Las propuestas de rescate, exploración, representación o fusión de otras músicas (o artes) que tanto me gustan ahora le deben algo al agotamiento de las formas y a lo que a veces produce lo aleatorio. Veo focos de creatividad y resistencia en algunos poetas y performers que pasaron por el Hip Hop, en creadores polirrubros que se niegan a entrar en el sistema, o que si entran no se la creen y lo hacen para seguir cuestionándolo. Pibes que hacen esténciles callejeros o teatro alternativo o videítos con sus celulares. O que enseñan a leer y escribir en las villas miseria. O cuando escriben o dibujan lo hacen descarnadamente. Miles sin prensa que siguen explorando el impulso en forma aislada, fragmentada y hasta anónima. Sin responder a rótulos.
Después de los ’60 y los ’70, el capitalismo se erige como el verdadero vencedor, el único patrón oro de nuestras vidas, lo queramos o no, y “permite” que haya culturas alternativas pero como meras dis-tracciones, no ya como resistencia. Nos entre-tiene ahí, en algo así como en la teoría del arenero: ese espacio que hay en las plazas para que los niños jueguen y no molesten a sus mamis.
Cuando vivía en Inglaterra conocí a varios estudiantes de instituciones tipo Royal School of Arts en las que cuanto más cuestionaban las reglas establecidas, más les palmeaban la espalda. Rebelde vende. Y los apoyaban. La maquinaria cultural también siempre necesita nuevos pedazos de carne fresca para sus hamburguesas.
Aunque sigamos sonriendo, es como dice Darío Sztajnszrajber, el filósofo argentino más punk que muchos de los punks sobrevivientes: “Después, todos, absolutamente, un día nos morimos... en definitiva, todo lo que hacés en esta vida después del naufragio que es nacer, da cuenta de una especie de búsqueda infructuosa de aferrarte a un madero. Y eso es el arte. También la filosofía, la familia, el amor”.
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