Hace treinta y siete años, la alianza entre un director tan audaz y renegado como George Miller y un desconocido muchachón norteamericano, pero crecido en Australia, de nombre Mel Gibson, lanzó al mundo una curiosa película que casi no tenía diálogos y en la que el desierto y las motocicletas eran los verdaderos protagonistas. Así nació Mad Max, joya exótica del nuevo cine australiano de los ’70. Con el tiempo y las secuelas, se convertiría en uno de los ejemplos más acabados de cómo representar la lucha del héroe solitario frente a todas las adversidades, las que lo enfrentan a la naturaleza y las que genera el propio hombre. Ahora, dirigida por el mismo Miller, pero protagonizada por Tom Hardy (Mel ya está mayorcito para andar a los saltos por polvorientas carreteras) es el turno de Mad Max: Furia en el camino, que se estrena esta semana y donde las viejas peleas tribales por el territorio y el petróleo son reemplazadas por la más candente lucha por el agua. Aunque el espíritu bizarro, solitario y heroico sigue siendo el mismo de tres décadas atrás.
› Por Mariano Kairuz
La última vez que vimos a Mad Max y los chiflados del desierto australiano nos despedimos con Tina Turner cantando con voz aguardentosa “No necesitamos otro héroe”. Era otro el cine; pasaron treinta años y hoy parece no haber lugar para películas como la cruda, barata pero visceral producción ultraindependiente que dio a conocer a Mel Gibson al mundo, contribuyó a lanzar internacionalmente al vital, violento y sensacionalista cine australiano de los ’70, y que ahora regresa a los cines –esta semana, el próximo jueves, acá, en Cannes y en buena parte del planeta– convertida en un blockbuster multimillonario. ¿Qué quedó del loco Max Rockatansky, del solitario guerrero que se mandó a las rutas primero para vengar a su familia asesinada por una banda de forajidos motorizados y devino la imagen épica, mítica y hasta mística del héroe, en este regreso aumentado a un universo de la cultura popular, en el que la industria parece haberlo absorbido todo y ya no hay espacio para la vieja clase B? Mucho, porque ése fue siempre el proyecto de su creador y su director, el renegado australiano George Miller, quien 45 años atrás, tras filmar casi sin experiencia y en estilo “guerrilla” la que fue durante dos décadas la película más redituable (en términos de costo-beneficio) de la historia del cine, se alejó de Hollywood harto de las imposiciones y demencias de los estudios y volvió recién cuando lo dejaron trabajar con total libertad. La canción sigue siendo la misma, dice Miller: el mundo se está yendo al carajo tanto como hace treinta años, cuando estrenó la tercera Mad Max, y como hace 37, cuando filmó la primera, y no parece haber desacelerado su pulsión autodestructiva, así que el loco Max vuelve fiel a sí mismo. Mad Max: Furia en el camino (Mad Max: Fury Road) –tal el título adoptado para esta suerte de tercera secuela/reinvención de la saga, con nuevo actor pero básicamente el mismo personaje y el mismo escenario– aspira a ser, dice Miller, como su original y sus secuelas, una pieza de “puro cine”, es decir, de cine casi mudo, con escasos parlamentos y mucha acción física y coreografías imposibles a lo largo de dos horas que, ha dicho, consistirán básicamente en una larga, pesada y brutal persecución por un espacio idéntido a aquel Outback australiano en que transcurría el original, esa vasta, hostil porción de miles y miles de kilómetros cuadrados de tierra pelada; insondable espacio de leyenda que al parecer sume en la demencia a quienes pasan demasiado tiempo expuestos a ella. Un género en sí mismo, el movimiento continuo, imparable, una experiencia cinética perfecta –que rastrea sus raíces hasta El maquinista de la General, de Buster Keaton, y más atrás–, una aventura plástica, y un regreso brutal a la naturaleza, al hombre enfrentado a su propia naturaleza, despojado de casi todo vestigio de civilización, reducido a su expresión más elemental, munido apenas de dos patas y unas cuantas ruedas.
En ocasión de su estreno estadounidense, el periodista Tom Buckley escribió en el New York Times que Mad Max era una película “fea e incoherente apuntada, probablemente con mucha puntería, a los espectadores menos críticos”; con un argumento torpe que sin embargo ofrecía el marco adecuado para “algunas vívidas secuencias de persecuciones y choques” y una “gran dosis de sadismo y obvios trasfondos homosexuales”. La película no fue un éxito en EE.UU., no debido a la poca elogiosa crítica del Times sino, al parecer, a los problemas financieros que enfrentaba entonces su legendario distribuidor, la independiente American International Pictures, pero sí lo fue en todo el resto del mundo, para sorpresa de sus propios responsables. Por suerte, el tiempo pone las cosas en perspectiva, y hasta el NY Times eventualmente incluyó aquella película extraordinariamente instintiva en sus listados de mejores films de todos los tiempos. Pero por encima de todo, a medida que el cine fue volviéndose cada vez más correcto (por no decir careta) y la violencia se multiplicó, pero cada vez menos significativa y más superficial e inconsecuente, Mad Max se consolidó como una de esas películas-signo-de-los-tiempos que reflejan un estado de cosas, retratan un aspecto esencial de su época, desnudan una relación con el mundo real que su cáscara de fantasía distópica parecía estar ocultando al momento de su estreno.
El argumento de Mad Max es efectivamente muy escueto y ése es efectivamente uno de sus atractivos y de los motivos de su potente funcionamiento: ambientada en un futuro cercano pero indeterminado (“dentro de unos años” dice un texto al comienzo), la historia encuentra las carreteras que surcan el enorme desierto australiano asoladas por pandillas de automovilistas y motociclistas que roban, violan y matan. El malón de villanos va vestido con cueros y tachas, con raros peinados y actitudes punk y un líder maquillado para la guerra. También vestido en cuero negro, pero con un diseño un poco menos ostentosamente sadomaso, el agente Max Rockatansky (Gibson) integra una fuerza policial con atribuciones especiales (por decirlo eufemísticamente) para frenar a sus peligrosos enemigos en una región en la que ley parece no funcionar. A Max los forajidos le hacen de todo: primero queman vivo dentro de su auto a su mejor amigo policía, y luego a su esposa y su pequeño hijo. Sobreviene la más violenta venganza, con algún detalle sádico que le valió su prohibición en varios países, como su vecina Nueva Zelanda. Mad Max no salía de la nada. Durante toda la década del ’70 Australia, un país con una historia cinematográfica muy breve, había empezado a producir algunas películas con ambiciones “artísticas” y unos cuantos pequeños grandes films independientes de exploitation, con niveles de sexo y violencia inauditos para los estándares actuales, como bien se describe de manera muy gráfica en el divertido documental Not Quite Hollywood: The Wild, Untold Story of Ozploitation (Mark Hartley, 2008). Uno de los ejes de este cine violento era, justamente, el Outback: el desierto dio para todo, pero esencialmente para filmar terrores (humanos, como en Wake in Fright, de 1971, o fantásticos, como el de Razorback, una suerte de Tiburón del desierto con un jabalí sobrenaturalmente gigante). El desierto y los automóviles y motos que lo surcan, otro gran tema omnipresente en el cine australiano de la época, desde por lo menos The Cars that Ate Paris, del más tarde célebre Peter Weir. El principal entrevistado de Not Quite Hollywood, Quentin Tarantino, se expresa con un entusiasmo desbordante sobre las animaladas que solían poner en escena este tipo de peliculas –que tenían su correlato en el cine norteamericano de la época, como la gran Reto a muerte de Spielberg, la existencialista Vanishing Point, o en la clase B Carrera mortal–, describiéndolas como la sublimación de pulsiones sexuales y letales: “Nadie filma autos como los australianos. El cine norteamericano tiene su slasher, con machetes”, se excita Tarantino: “pero ellos tienen sus autos y sus camiones. Uno ve algunas escenas y piensa: ¿A quién se le ocurrió esto? Y ¡¿en qué estaban pensando cuando la filmaban?!”. “El auto es prácticamente un arma acá en Australia –coincide Nico Lathouris, amigo de toda la vida de George Miller y su coguionista en la flamante Mad Max–. George Miller, que a principios de los ’70 se ganaba la vida como médico de guardia, se encontró, atendiendo a los chicos que llegaban todo el tiempo destrozados, “con que lejos que tomarse sus accidentes en serio, se mandaban la parte por la experiencia que acababan de tener y en la que muchas veces había muerto alguien”. “Uno es la suma de sus experiencias y no hay dudas de que Mad Max se vio influida por mi infancia en la rural Chinchilla, en Queensland, un lugar de rutas chatas, suelo arcilloso y tierra quemada”, dice Miller, un hijo de dos familias de exiliados griegos, que nació en Queensland en 1945. “Había una cultura automovilística muy intensa, y para cuando llegábamos a la adolescencia, muchos de nuestros amigos ya habían muerto o se habían lastimado severamente en accidentes. Las rutas eran largas y planas, no había límite de velocidad. Cuando empecé a trabajar en la sala de emergencias, viendo el tipo de carnicería que estaban provocando los autos y las motos, la cuestión empezó realmente a perturbarme.” Al desierto vienen unidos los autos y a los autos, entonces, otro gran tema de los ’70: el petróleo. Aunque la relación con la crisis del petróleo que sacudió al mundo en 1973 no fue explicitada hasta la segunda película, al momento del estreno de la primera Mad Max, en 1979, el tema seguía tan en el aire que no hacía falta enunciarlo. El coguionista de aquélla, James McCausland, escribió: “He visto, en plena crisis petrolera, las señales más fuertes de las medidas desesperadas a las que podían llegar los individuos para asegurarse su movilidad. Un par de huelgas petroleras que tuvieron efecto sobre muchas estaciones de servicio revelaron la ferocidad con la que los australianos defenderían su derecho a llenar un tanque. Había largas filas en las estaciones que sí disponían de nafta, y cualquiera que intentara colarse se encontraba con la más cruda violencia. George y yo escribimos el guión de Mad Max basados en la tesis de que la gente haría casi cualquier cosa para mantener sus vehículos en movimiento, y la asunción de que las naciones ni siquiera considerarían la costosa posibilidad de proveer infraestructura para una energía alternativa hasta que fuera demasiado tarde”.
La producción de Mad Max fue hecha a pulmón, sin aportes oficiales –que en ese momento estaban destinados a los films exportables “de arte”–, con unos 350 mil dólares que Miller y sus amigos rascaron acá y allá, la participación de motoqueros verdaderos como extras, sin permisos oficiales para bloquear las rutas y caminos a la hora de filmar: los productores eran sus propios cadetes y por las noches se quedaban barriendo los desastres que el rodaje había dejado en las carreteras. Aun así, el dinero no les alcanzaba para terminar el film una vez que concluyó el rodaje, por lo que el montaje fue una tarea casera y ardua que hicieron en la casa de un amigo a lo largo de un año en el que, dice Miller, no le quedó otra que confrontar todos los errores de lo que habían filmado. “Creí que la película no se iba a estrenar jamás y que no la iba a ver nadie. Para mí era un desastre.” Pero no sólo no fue así, sino que creó una estrella: nacido en EE.UU. pero criado en Australia, Mel Gibson era un estudiante recién graduado con una sola película en su curriculum y que originalmente se presentó al casting con la cara deformada tras una noche de borrachera y pelea de bar. Por su aspecto algo freak, los productores le pidieron que volviera, y cuando lo hizo, con la jeta ya sanada, vieron en él el tipo de masculinidad clásica y la seguridad y crudeza que buscaban para el protagonista. A pesar de los pésimos augurios de su máximo responsable, Mad Max ganó en su país más de diez veces lo que había costado y unos 100 milones de dólares norteamericanos en el mundo. “Algo pasó –dice Miller–. A medida que se veía en el mundo entero, parecía tener una resonancia particular para gente de todas las culturas: para los franceses era un western posmoderno sobre ruedas y Max, un pistolero; para los japoneses era un samurai, para los escandinavos, un guerrero vikingo. La película había tocado la cuerda del mito del héroe. Eso nos llevó a los estudios de Joseph Campbell e influyó en la conciencia con la que elaboramos Mad Max 2 (1981) y esta idea de una narrativa universal. De pronto era mucho más que un simple personaje; era más una figura mitológica. Fue como si la primera película hubiera sido un ensayo para la segunda.”
Cada nueva película incorporó algo que aumentaba la mitología original y desplegaba la idea de un mundo postapocalíptico. Si la primera, por razones de presupuesto, parece transcurrir ahora no más, en el futuro cercano de 1979, con restos de civilización en sus pequeños pueblos emplazados al costado de la ruta, la segunda describe una comunidad de sobrevivientes de la posguerra y el apocalipsis, que intenta autoabastecerse (de alimento y de nafta) mientras se defiende como puede de los forajidos del camino, esta vez una pandilla aun más estilizada de muchachos musculosos con trajes leather y mohawk. La diversidad de personajes se amplía con la aparición de una suerte de amazona (las mujeres casi no existen en el primer film) y hasta una suerte de niño salvaje, que se expresa con gruñidos y se defiende con su boomerang, con el que Max entabla una relación que resulta, muy a su pesar, sentimental, inspirada en el clásico Shane, el desconocido. La legendaria crítica Pauline Kael apreció –como casi todos los críticos en su momento– el “imparable chorro de energía” que desplegaba la película, aunque sentía que su autoconciencia de estar trabajando sobre el concepto universal del héroe la resentía un poco. Hoy MM2 sigue siendo, por muchas razones –entre ellas su descripción de un mundo sórdido y oxidado– una favorita de casi todos los fans de la serie. Con su éxito, Miller había dado por terminado el arco argumental de su héroe, pero cuando, en medio de ofertas de Hollywood (rechazó hacer la primera Rambo, filmó un capítulo para la versión cinematográfica de La dimensión desconocida, producida por Spielberg) le daba vueltas a la idea de filmar una suerte de versión futurista de El señor de las moscas de William Golding, en la que un adulto encontraba la comunidad de niños perdidos, alguien le sugirió que fuera Max dicho adulto. “Imaginátelo –le dijo su coguionista Terry Hayes–, ¡Mel Gibson como un Jesucristo en ropa de cuero!” Así nació Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno, que además del original y salvaje domo de lucha a muerte del título (“dos hombres entran, solo uno sale”) incluía a Tina Turner como una amazona con pinta de dominatrix, morena y de tremenda cabellera rubia; y al deforme líder de la herrumbrada BarterTown, MasterBlaster, personaje bestial en el que un enano chillón monta a un gigantón con retraso mental. La película, financiada con más seguridad con fondos hollywoodenses, se estrenó en 1985. Cuando terminaba todo el asunto, con el héroe renuente y romántico otra vez salvando a una comunidad entera y yéndose como un verdadero cowboy, empezaba a sonar Tina Turner: “No necesitamos otro héroe”. Y corte a treinta años más tarde.
Tras Mad Max III, Hollywood volvió a tentar a Miller, que entró de cabeza, “y me estrellé con toda mi ingenuidad” en el sistema de estudios. Fue su experiencia en Las brujas de Eastwick, adaptación de la novela de John Upidke, lo que, mientras muchos de los directores australianos de su generación se afianzaban en Hollywood, lo alejó de los estudios. “Fue lo peor de mi carrera, tuve grandes peleas con Cher, que se comportaba como una estrellita caprichosa y me fue impuesta por los productores. El proyecto sacó lo peor, yo no me gustaba a mí mismo; si no me fui fue por el apoyo de Jack Nicholson. Pero ésta fue la razón por la que luego me quedé en Australia.” Allí fue que llevó adelante la produccion de importantes miniseries televisivas como Bangkok Hilton (la de mayor rating en la historia) y otras que son consideradas pioneras de la televisión más arriesgada que en ese momento fomentaba el magnate Rupert Murdoch, así como películas de otros directores, entre ellas el thriller Terror a bordo, de Philip Noyce, que lanzó al mundo a Nicole Kidman. Miller volvió a Hollywood para hacer El milagro de Lorenzo, drama basado en la historia real de una familia italiana y su lucha contra la severa enfermedad del sistema nervioso de su hijo (con Nick Nolte y Susan Sarandon). Luego concibió y produjo Babe, el chanchito valiente (que fue nominada al Oscar a mejor película), y más tarde dirigió él mismo Babe 2: un chanchito en la ciudad, que para buena parte de la crítica resultó aun mejor que la primera. Y tras aquellos trabajos con tecnologías digitales tuvo una experiencia redentora en Hollywood, con Warner, haciendo sus dos superproducciones animadas sobre Happy Feet: El Pingüino (Miller, que había estado nominado por los guiones de Un milagro para Lorenzo y la primera Babe, ganó finalmente su primer Oscar a mejor película de animación por Happy Feet). De los escasos ocho largometrajes como director que había estrenado para entonces en casi treinta años de carrera, cinco al menos parecían no tener nada que ver con el que lo puso en el mapa, pero, dice Miller, para él no hay una verdadera diferencia entre su chanchito, su pingüino y Mad Max. “Ya sea que estén enfocadas en una sociedad humana o en el reino animal, transcurran en las arenas del desierto australiano o los suburbios de Washington, D.C., o el casco polar antártico –resumió con precisión el critico Scott Foundas–, siempre se trata de la misma historia: el viaje arquetípico del héroe, el que canonizó Joseph Campbell en El héroe de los mil rostros e inspiró las obras de Homero a Tolkien y a George Lucas (en el que el guerrero renuente deja el hogar para embarcarse en una búsqueda que es menos el objetivo del viaje que un recorrido de sabiduría personal).” “Cada uno a su modo, todos estos personajes son –dice Miller– agentes de cambio. Agentes que no quieren serlo en un principio.”
En cualquier caso, para Miller las aventuras de Mad Max ya estaban terminadas cuando estrenó la tercera película. Pero unos cuantos años atrás (unos quince), se le ocurrió una idea para regresar a ese mundo polvoriento, y pronto se obsesionó con ella. En 2001, cuando las cosas estaban dispuestas para iniciar la preproducción de Mad Max 4, con Mel Gibson de nuevo a bordo, ocurrieron los atentados del 11-S, el dólar se desplomó, y ya no parecía tan buena idea poner 100 millones de dólares en un film sobre guerras del petróleo ambientado en territorios arenosos. Miller se zambulló durante cuatro años en Happy Feet, y en 2009, reactivó el proyecto, pero esta vez pasó lo que no pasaba hacía décadas: lluvias torrenciales inundaron el desierto australiano llenándolo de flores, pelícanos y ranas y el paisaje de los films originales quedó irreconocible. “Esperemos a ver si se seca”, se dijeron, pero no ocurrió, y entonces salieron a buscar nuevas locaciones, hasta que dieron con una vasta región de Namibia “en la que no hay nada”: ahí es donde finalmente se filmó, pero recién dos años más tarde. Para entonces Mel “La pasión de Cristo” Gibson –que repitió, con variaciones, el personaje del padre de familia vengativo que inició en Mad Max durante veinte años, de Arma mortal a El patriota pasando por Corazón valiente– había envejecido un poco de más para este nuevo Max, había tenido un par de recordados brotes en público por los que se convirtió para la prensa en Mad Mel: Mel el Loco, o Mel el Iracundo (o ambas cosas). “Diez años atrás –dijo Miller en los ’90– me hubiera sorprendido si me decían que algún actor australiano se iba a convertir en una estrella del mainstream de Hollywood. Dicho lo cual, no me sorprende que haya sido Mel. Es un actor aun más grande que lo que se ha podido ver en pantalla hasta ahora, y, como él mismo admite, un católico torturado, que es lo que genera sus demonios. Mel es un tipo muy bueno que cree ser un mal tipo. Y eso le da la complejidad que hace a las estrellas de cine.” Eventualmente, apareció el británico Tom Hardy, un ex rugbier de aspecto rústico que, para Miller, podía darle la intensidad, temeridad y vulnerabilidad que necesitaba para su “héroe renuente”. Hardy se preparó físicamente para un rodaje en el que sabía que no tendría más que un puñado de líneas de diálogos y unos cuantos gruñidos para definir a su personaje; se juntó con Gibson, que le dio algo así como su bendición. Este jueves pasado, para sorpresa de todos, incluyendo la producción de la película, Mad Mel se hizo presente en la premiere internacional de Mad Max: Furia en el camino y se dejó fotografiar con su sucesor.
Y la cosa es así: el rodaje de la nueva Mad Max tuvo lugar hace poco más de dos años, sobre un guión que consistió antes que nada en un storyboard con 3500 viñetas, porque esa era la manera adecuada de contar lo que esencialmente era una aventura puramente cinética, una larga persecución, mucho movimiento y pocas palabras, fiel a sus tres predecesoras y, como quería Hitchcock –cita Miller– “una película que puedan entender hasta en Japón sin leer los subtítulos”. El cine puro que impresionó en los comienzos al director. Y aunque el rodaje fue esencialmente físico, con los autos y camiones y sus guerreros coreografiados ahí, en el lugar real (es decir, no dibujados en una computadora) en la larga ruta en medio del desierto, los dos años siguientes fueron necesarios para poner a punto la posproducción de una película casi imposible. A un millón de años luz de la primera, baratísima Mad Max del ’79, Furia en el camino tuvo todos los recursos del mundo a su disposición, empezando por múltiples cámaras digitales tan adaptables que pueden meterse en cualquier lado (incluyendo interiores, techos y chasis de vehículos), y por ende, filmar autos y camiones y seres humanos desde varios ángulos simultáneamente, de arriba a abajo e izquierda a derecha, a toda velocidad, e incluso adentro de piezas móviles que vuelan en pedazos. Como resultado, al final del rodaje Miller y su montajista Margaret Sixel debieron lidiar con 480 horas horas de grabaciones, ver cómo darle sentido a todo eso, mientras el equipo de efectos especiales hacía todo lo que no se había podido hacer físicamente: borrar los cables de seguridad que sujetaban a los protagonistas y a los extras en las vertiginosas y superpobladas escenas en la ruta, así como las vías que permitían seguir en travelling todo lo que ocurría todo el tiempo, y recrear al menos una tormenta de arena de proporciones bíblicas. Dicho lo cual, el nuevo Mad Max es de algún modo el mismo de siempre, el lobo solitario en la tierra desolada, desconectado del resto del mundo. Y el asunto del petróleo sigue estando ahí pero hay otro que se le impone, pasando a primer plano: la guerra por el agua. Las notas de producción de Furia en el camino indican que todo esto ocurre dentro de 45 años, pero Miller prefiere seguir hablando de un futuro indeterminado. “Porque lo que nos importa no es el apocalipsis sino destilar la humanidad, retratar el regreso a un estado medieval, sin reglas, ver quiénes somos. Una de las cosas más interesantes y tristes de volver tanto tiempo después es que las cosas no han cambiado tanto, que muchos de los temas siguen vigentes –dice Miller–. Estamos condenados a repetir la historia. Mad Max 2, estaba basada en guerras por el petróleo que hemos estado peleando todo este tiempo. Pero ahora mismo, en algunos lugares del mundo como Pakistán e India, hay guerras por el agua. En Australia no tenemos guerra, pero sí una gran disputa por este mismo asunto.” Mientras Miller completaba la posproducción de su película, y se encaminaba hacia su estreno mundial en Cannes el próximo jueves 14, y casi como si fuera una campaña pagada por sus productores, la crítica sequía que está atravesando el estado de California –y los severos recortes a los que habrá de obligar a sus habitantes en el futuro próximo– ha tomado la agenda de los diarios norteamericanos, como puede comprobar cualquiera que ingrese a la página del Los Angeles Times de las últimas semanas. El tema no es nuevo, claro, en la costa Oeste, y hasta estuvo en el centro de un superclásico de los ‘70, como es Chinatown, de Polanski. Pero ahora cobra una fuerza y urgencia sin precedentes. El líder de la tribu guerrera al que debe enfrentar el nuevo Max, un mostrenco que se hace llamar Immortan Joe, detenta el poder en su Ciudadela gracias al control del único suministro de agua (obtenida de las profundidades de la tierra) en una región vastamente deshidratada. Con las mezquinas porciones de líquido que abre cada tanto mantiene su dominio sobre sus pauperizados súbditos en una pequeña comunidad de gente enferma, repleta de tumores y enloquecida. Con ese mismo, preciado bien, negocia con las otras dos tribus el desierto para hacerse de armas y combustible. Sobre la propiedad del agua erige su dominio.
Pero más allá de las múltiples lecturas que habilitará la película –algunas con fuertes resonancias en lo que Occidente ha llegado a conocer del fundamentalismo islámico estos últimos quince años–, la idea central no deja de ser esencialmente la misma de los films previos, potenciada: la noción de que, con la caída de la civilización, con la desesperación, asoman el fascismo, ascienden los impulsos religiosos y los radicalizaciones más violentas. El trabajo técnico encuentra, como definen con una precisión inusual las notas de producción de la película, “belleza y caos” en este mundo postapocalíptico, y un argumento destinado a ir desplegándose no como un ensayo sino a través de una vertiginosa secuencia de escenas de acción; de autos y camiones que saltan y chocan y estallan. “Cuando uno se dedica a estrellar vehículos en el desierto se produce una rara, intensa sensación de euforia –dice el ex médico de guardia Miller–. Uno pierde todo sentido de sí mismo, y trabaja de manera instintiva, visceral. Lo que no quiere decir que no sea una locura. Uno no tiene que estar loco para hacer una película de Mad Max. Pero ayuda.”
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