PERSONAJES Durante mucho tiempo, Alberto Ajaka trabajó en la imprenta de su familia, en el conurbano oeste. Antes, había intentado ser jugador de básquet en Vélez. Pero cuando descubrió la actuación, todo cambió. Y así muy pronto tuvo trabajo con Mauricio Kartun y Ricardo Bartís, fue dirigido por Javier Daulte en el Teatro San Martín, tuvo su propia sala y ahora su propia compañía. Y desde hace poco es además famoso gracias a su trabajo en la serie Guapas, con su personaje Donofrio. Ahora mismo se lo puede ver en la película La parte ausente, una estilizada producción de ciencia ficción local, y en unos meses su compañía Colectivo Escalada estrenará El hambre de los artistas. Mientras tanto, Ajaka elige cómo manejar esta popularidad recién llegada a los 40 años.
› Por Walter Lezcano
La casa del actor, dramaturgo y director Alberto Ajaka en Villa del Parque, donde vive junto a su mujer y sus dos pequeños hijos, es elegante y austera. Salvo por un detalle. En un rincón del living hay unos tachos de iluminación antiguos. Es una excentricidad en medio de la sobriedad estilística que eligió Ajaka para su hogar. “Así como están, te pueden dar unos diez mil pesos”, asegura mientras saborea un café sin azúcar y le da una pitada potente a su cigarrillo negro. Y lo suyo no suena como jactancia ni como demostración de poder económico. Es, simplemente, el recordatorio en la cotidianidad hogareña de un camino elegido, arriba del escenario o en un set de filmación, a fuerza de constancia y elecciones, por momentos dolorosas. Pero también es la confirmación de que las pasiones reales, a veces, tienen manifestaciones materiales y las personas necesitan tenerlas cerca para saber de qué está hecho todo eso que tuvieron que atravesar para vivir un presente donde los proyectos se concretan.
En el presente de Alberto Ajaka hay una película de ciencia ficción en cartel que lo tiene como protagonista, La parte ausente, y los ensayos de la nueva obra de su compañía Colectivo Escalada, El hambre de los artistas, que se estrena a comienzos de julio en el teatro Sarmiento. Es un gran momento de su carrera. Pero esto de vivir de lo que le gusta y elegir dónde poner el cuerpo, no siempre fue así. Más bien todo lo contrario.
Alberto Ajaka es oriundo del oeste, Ramos Mejía, y dentro de la familia es el mayor de tres hermanos. En su casa, cuenta, no había mucha relación con el arte: “Tuve una relación extraña con lo que tuviera que ver con lo artístico porque de chico era buen alumno y me gustaba mucho leer. Para el contexto de mi barrio, de mi circuito de gente, tenía ciertas inquietudes que por ahí no eran de las más compartidas. Pero tampoco es nada del otro mundo. Iba al cine un poco más de la media sin ser cinéfilo, leía un poquito más que mi entorno pero sin ser un bibliófilo. Leía lo que me caía en mano: Arlt, Sabato, Borges. Tuve una infancia y adolescencia muy de pibe de barrio y de estar en el club. Por ahí hacer un viaje cultural, para mí, era ir a la Bond Street a comprar un casete de los Dead Kennedys. Era un pibe muy común, de estar en la barra, pero con un costadito freak que se corría de la cultura del aguante”.
Cuando ya pudo manejarse solo, en la adolescencia, Alberto Ajaka ensanchó su mundo de opciones porque iba de Ramos Mejía hasta Liniers, al club Vélez Sarsfield. Ahí jugaba al básquet y quería destacarse, encontrar un lugar donde desplegar lo que era. Pero supo, luego de ver compañeros que hacían jugadas inesperadas e increíbles, que en ese universo de deportistas exigentes no estaba su destino.
Lo que vino después fue terminar el secundario y romper con una parte de su existencia. Se trató del adiós a la juventud para ingresar en la adultez: era hora de ponerse a trabajar en la empresa familiar. Explica Ajaka: “Empecé en la imprenta una semana después de haber terminado el secundario, en diciembre del ’90, tenía 17 años. Y rápidamente encontré un espacio de desarrollo personal que tenía que ver con algo que me gustaba mucho hacer: salir a vender a la calle y comprar materias primas para la imprenta. Y me gustaba porque tenía que ver con la posibilidad de construir un sueño industrial, algo que estaba en mi familia como deseo. Quería crecer para que el laburo fuese algo para todos, meter e incluir a la mayor cantidad de gente posible. Esa era mi vaina. Era una ambición que no tenía que ver con la guita, con la acumulación, sino con poder producir. Si querés, era romántico: edificar algo y sostenerlo en el tiempo”.
Fueron diez años duros de trabajo en la imprenta. Hasta que Ajaka percibe un ligero desperfecto en su entorno. A nivel económico, su vida estaba pasando un buen momento. Sin embargo, con ese logro no le alcanzaba. Sentía que algo de la vida se le estaba perdiendo: “Tenía 27, 28 años y dicen que es una edad de cambio. No sé muy bien por qué. Me parece que también había sido un desarrollo de una década donde estaba encendido y apasionado por mi trabajo. Por ahí tuvo que ver con una sensación de que me quedaba corto lo que hacía en la imprenta. Tal vez fue eso. No estoy seguro en realidad”.
¿Pudo haber sido teatro como pudo haber sido cualquier otra cosa?
–Probé con varias cosas no vinculadas al arte. Tenía una mirada bastante despectiva de lo artístico en general y con la actuación en particular. Yo era un entusiasta de la música en realidad. Y seguía leyendo además, también iba al cine y todo eso. A veces pienso, en relación con la actuación, que yo actué toda mi vida, desde siempre. En algún momento me di cuenta de eso. Actuaba en los ámbitos sociales donde fui un bufón, o era el que podía decir ciertas palabras, el que le tocaba expresar las ideas del grupo, el que habla en el colegio, esas cosas que se le dan al actor al encarnar una posición, en definitiva: representar. Desde la primera vez que me metí en un taller sentí que había puesto los dedos en el enchufe o me hubieran inyectado LSD. Fue un fuego impresionante y me dije: me cagué la vida. Yo era un muchacho que conocía muchas cosas de la vida en la calle, con mucho roce en todas las clases sociales, sabía lo que era el amor, la vida rockera, el reviente y el laburo extremo. Pero se ve que algo de lo vinculado a lo expresivo de mi humanidad detonó con la actuación. Cuando actúo siento que soy mejor persona, que me afirmo, soy más inteligente, más lúcido, me manejo por la moral de la escena. Y en la realidad me organizo como puedo. Tal vez cuando laburaba en la imprenta me faltaba eso: un lugar donde afirmarme y destacarme. Yo también sentí desde el primer momento con la actuación que me iba a poder destacar. Generé de pendejo, gracias mis viejos, un sentido de la autocrítica importante. Y en muchas que hice sentí que no podía destacarme. Cuando empecé con la actuación sentí que todo era posible para mí. No acepto el límite.
Así como en Birdman de Alejandro González Iñárritu el protagonista buscó en Raymond Carver la posibilidad de revitalizar su carrera, Alberto Ajaka encontró en un cuento de Carver el comienzo de su carrera. Así nació Michigan. Una obra que actuó y dirigió (“porque no me llamaba nadie para actuar”) y se representó durante unas pocas semanas en el Rojas. Ese inicio marcaría en Ajaka, que nunca pensó que iba a poder vivir de la actuación ni tenía una noción de carrera, un modo de encarar la profesión: por prepotencia de trabajo y creando las condiciones materiales para poder mostrar lo que le interesaba.
Su siguiente paso situó a Alberto Ajaka en el mapa. Ingresó al elenco de De mal en peor, de Ricardo Bartís. Una obra exitosa que lo llevó a viajar por festivales de España, Francia, Bélgica y Alemania. Y que le dejó experiencia y algo más tangible en términos prácticos: algunos euros. Con ese dinero, Ajaka pudo abrir su propio espacio en Villa Crespo: Sala Escalada. Dice: “Muy rápidamente me di cuenta de que necesitaba un espacio propio. Y quise tener un lugar cuando no tenía ni un amigo teatral. A los dos o tres años de estudiar teatro ya quería mi espacio y no tenía a nadie en realidad para que me ayude a conseguirlo o que me diera una mano o que le interesara lo que fuera hacer. Escalada era una casa chorizo que había estado ocupada. Vivían adentro 40 peruanos, familias enteras. Los sacaron y lo que quedó era un escándalo. Me la entregaron sin limpiar. Y ahí vomitábamos por el estado de putrefacción en el que estaba. Me puse a levantar paredes, hice de albañil sin saber nada. Durante dos meses estuve sin luz picando paredes. Pero lo hicimos y se puso en funcionamiento. Nunca gané guita con la sala. Pero me propuse no perder plata. También eso lo mantuvo, al espacio, en un lugar sano y particular ya que yo no tenía que vivir de la sala porque todavía seguía en la imprenta”.
Luego trabaja con otra gloria del teatro nacional: Mauricio Kartun. La obra Ala de criados llevó a la vida de Ajaka dos novedades: su primer trabajo profesional y un ACE.
Sobre el hecho de haber trabajado con Bartís y Kartun expresa lo siguiente: “Fueron experiencias fundamentales. De Bartís lo que tiene que ver con cómo hice las cosas: en cuanto a lo artístico y la forma de producción. Bartís tiene el mejor método de enseñanza que es el de la expulsión: te expulsa todo el tiempo a que salgas a actuar. Tuve la ventaja de aprender en acción. Y tenerlo a Bartís para mí, diferente a la situación de la clase y laburar con él. Kartun fue una afirmación importante para mí como actor y fue la entrada al ámbito profesional. Para mí son como faros, como referencias. Aprendí de esas experiencias por una fisura, más por una herida que por felicidad. No me gusta la idea de maestro o algo de eso. Son faros”.
Y luego de recorrer todo el circuito del under, Ajaka llega en el 2012 con una adaptación de Macbeth, dirigida por Javier Dualte, a la calle Corrientes: al Teatro San Martín. Lo que podría verse como una consagración, él lo toma como un espacio más donde poder hacer lo suyo: “En términos simbólicos tiene un valor enorme. En términos concretos de laburo la experiencia con Javier [Daulte] estuvo buenísima. Fue una experiencia intensa. No tengo miedo ante esas cosas: no me planto con miedo ni con temor ni con respeto reverencial ante esas cosas. Voy con lo mío y a adueñarme de la escena como pueda. Me puede salir mal. Pero voy a afirmar mi individualidad. Digo, todo el entorno no me intimida porque me parece que el encuentro ahí es amoroso. Si Shakespeare era un atorrante total”.
A los 37 años, un mes antes de que naciera Pedro, su primer hijo, Alberto Ajaka decide hacer otro movimiento arriesgado para su modo de vida: después de 20 años ininterrumpidos decide dejar la imprenta, que representaba la estabilidad económica, y tratar de vivir exclusivamente de la actuación. Lo que coincidió con sus primeros papeles en televisión, Contra las cuerdas, El puntero y Lobo, entre otros. Pero el toque de gracia de la fama y reconocimiento popular le llegó con el personaje de Donofrio en la serie Guapas. De pronto, las revistas del espectáculo, que se aferran a los estereotipos con la fuerza arrasadora de la pereza mental, comenzaron a hablar del “galán menos pensado” y cosas por el estilo. Dice Ajaka: “En la tele, ‘galán’ es un mote. Muchas veces está vinculado a ser de madera pero fachero. Siempre traté de mantener la dignidad. No necesito ningún tipo de afirmación de ningún estilo. Además soy un tipo grande. De modo que después de que pasaste los 17, 18 años pensar que el atractivo de las personas pasa exclusivamente por su apariencia física y... es medio de subnormal. La fama lo viví con total tranquilidad. También lo masivo es algo fuera de mí. No estoy blindado y no me voy a blindar. Es parte de mi laburo. Hay que surfearla todo el tiempo como se pueda”.
La parte ausente, de Galel Maidana, es una película de ciencia ficción con un estilo noir, y que también puede verse como un canto de amor a la ciudad de Buenos Aires. Alberto Ajaka, el protagonista junto a Celeste Cid, interpreta a Chockler, un asesino a sueldo con una personalidad contenida, precisa y silenciosa, donde la reconocida intensidad de Ajaka se manifiesta a partir de la interioridad y la mirada: “Me gustó este papel como desafío. Lo logré estando bien concentrado, tratando de entender en todo momento por dónde iba lo que sentía o pensaba porque era ahí donde se jugaba su fuerza. La facha y el look del personaje organizaban una temperatura. Yo soy muchas veces un actor dramático que manipula el humor, pero este personaje no permitía eso. Lo bueno que tiene la peli es la mirada que tiene sobre Buenos Aires: estilizada, gótica, retrofuturista y que no deja de ser esta ciudad. Y a pesar de ser una película súper personal y chica se logra eso. Avanza sobre el género, pero como buena película no es de género. Quedé contento con mi laburo. Estoy feliz de que pudimos meter una fantasía sin especular. Es redifícil hacer eso. Parece más fácil hacer la del barrio o un dramita”.
A comienzos de julio, la compañía Colectivo Escalada estrena El hambre de los artistas. Pero lo que más alegría le da a Ajaka, que dirige esta obra, es que la compañía, que tiene 15 integrantes estables, pudo seguir funcionando. Algo impensado en ese comienzo tardío y contundente de su carrera.
Tuviste muchos cambios en tu vida. ¿Te da miedo el futuro?
–Me hacés pensar en algo que no venía pensando este último tiempo. Tuve cierto temor, sí. Pero ya aprendí a vivir la vida del actor. Me costó mucho igual. Por este año lo tengo cubierto. Aprendí a pensar así. Igual, me sigue pareciendo una locura. Pero no tengo miedo: tengo dos brazos, dos piernas y estoy preparado para cualquier cosa. Va a estar todo bien. Para el actor si no laburás es porque no te quieren, como en cualquier laburo. Siempre es mejor mantenerse digno. A mí me conviene así. No puedo convivir mucho con una situación que no me cabe. En una parte de esta obra que vamos a estrenar dice: Que el carpintero sea juzgado por su mueble, el juez por su sentencia y el artista por su arte y chau, Pichi. Bueno, yo estoy en eso.
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