› Por Martín Pérez
Un día como ayer, pero veinticinco años atrás, se hizo un agujero en el cielo de Montevideo. Después de dos semanas de internación en el Hospital de Clínicas, media hora antes de la medianoche que marcaba el fin del miércoles 16 de mayo de 1990, el músico Eduardo Mateo murió rodeado de muchos de sus seres queridos. Aquel divagante místico, el niño que recordaba haber sentido un temblor por todo el cuerpo al escuchar el “Bolero” de Ravel a los tres años en el parque Rodó de la mano de su madre, el méndigo –así, con acento, como se definió en una época– que cobraba sus derechos de autor pidiendo dinero por la avenida 18 de Julio, el adelantado que podría dejar fascinados a los músicos y también a cualquier ocasional oyente con sus creaciones, el delirante cotidiano que terminaba agobiando incluso a los más cercanos, el autor de un puñado de himnos inmortales de la música popular uruguaya, pudo morir satisfecho y acompañado, en la misma fecha que tenía pautado un show con Fernando Cabrera y Los Terapeutas del Mandrake Wolf. “Los días en que estuvo Mateo en el hospital fueron los días en que se lo veía más normal y más lúcido”, recuerda Mariana Ingold en Razones locas, la indispensable biografía del autor de temas como “Príncipe Azul”, “Canción para renacer” o “Amigo lindo del alma”. “No se hacía el que estaba en otra, ¿viste? El tipo sabía que se iba, ya estaba el pato cocinado.”
El heroico autor de Razones locas, el musicólogo y periodista brasileño Guilherme de Alencar Pinto –que se mudó definitivamente a Montevideo en 1986, después de escuchar la música de Mateo, y llegó a conocerlo y trabajar con él–, cuenta en el libro que el velorio duró las pocas horas de la mañana de ese jueves, y fue casi agresivamente normal para la forma de ser de su biografiado. “Eramos cerca de veinte en su entierro, a las dos de la tarde del 17”, escribe Guilherme, que describe cómo la naturaleza lo ambientó magníficamente. “Un cielo con un profundo color de plomo, una llovizna fría que no llegó a mojar pero hizo brillar el piso cuando se abrió un agujero en las nubes, dejando pasar un círculo de netas columnas de luz solar. Creo que fue Urbano quien empezó, y otros siguieron, una versión susurrada del ‘Yulelé’.” Con una cuarta edición recién distribuida en Argentina, cuando Razones locas apareció originalmente en Uruguay, en 1994, Jaime Roos lo definió como “un acto de justicia, sólido monumento, prodigio de montaje testimonial, reflexión sobre la esencia del arte, pieza infaltable de la genuina historia de treinta años de música uruguaya, inesperada clave para la comprensión sociológica de los años sesenta”. La cita ocupó la contratapa de aquella primera edición, y se repitió –cada vez más apropiada– en las sucesivas reediciones. Pero tal vez el mejor elogio del libro esté en su remate: “Este es el libro que durante años he querido leer”.
Al recorrer nuevamente las páginas de esta hermosa nueva edición a cargo de La Edad de Oro (Argentina) y Perro Andaluz (Uruguay) –sin dudas la mejor encuadernada de todas–, esa confesión final de Roos se mantiene y multiplica. Porque no sólo cualquiera que haya disfrutado de la música de Mateo no podrá abandonar su lectura hasta el final, sino que incluso los que mantengan cierto escepticismo ante ese gran sponsor que es la muerte –mítica definición de Horacio Buscaglia, coautor junto a Mateo de “Príncipe Azul”– deberán reconocer que otro de los grandes méritos de Guilherme es haberle escapado a la biografía oficial, y buscar la iluminación explorando todos los rincones, incluso los más prohibidos, de la vida de un artista con muchas facetas. De manera valiente, el autor de Razones locas explora con honestidad la relación de Mateo con las drogas y su estigmatización pública por eso, y también despliega e interpela las críticas que recibió en su momento su biografiado por haberse negado a politizarse en una época que –dictadura mediante– las definiciones de ese tipo eran casi obligatorias.
Una de las anécdotas que mejor resumen al personaje es también una de las gemas del volumen: sucede en un espectáculo en que, a poco de empezar, Mateo anuncia un solo de guitarra, apoya el instrumento en una silla y baja del escenario. Guilherme cuenta que el público primero rió ante la ocurrencia, luego se pusieron incómodos en sus butacas cuando pasó el tiempo y no lo veían regresar, y finalmente se terminaron retirando en silencio, sintiéndose estafados por el músico, al que incluso algunos aseguran haber visto cómo los saludaba a la distancia, copa en mano, acodado en un bar cercano. Ese recorrido, que va de la admiración y termina en la presunción de estafa, con escala previa en la incomodidad, resume de manera increíble todos los efectos que puede producir el repaso de la vida de Mateo, aunque la sucesión no sea necesariamente ésa. Por eso es que Guilherme pregunta todo y no le tiene miedo a ninguna respuesta. Sabe que es probable que el camino termine siendo el inverso. Porque Mateo –su obra, y también el personaje– siempre se termina imponiendo por peso propio. Un peso que Razones locas disecciona, se permite poner en duda, y completa de manera tan admirable como sus mejores canciones.
La imagen del pedazo de cielo que pareció faltarle a Montevideo el día de la muerte de Mateo es obra de Jaime Roos, que siempre recuerda aquel sentimiento que lo embargó al enterarse del fallecimiento de su ídolo, maestro y amigo. Lo hizo en una entrevista realizada para este suplemento a fines del año pasado, y también aparece en el libro de Guilherme, que destaca que las dos semanas siguientes a la noticia de su muerte, la prensa uruguaya le dedicó a Mateo un espacio apenas inferior al que mereció un músico mucho más difundido y menos controvertido que él: Alfredo Zitarrosa. “La noticia de la muerte de Mateo fue uno de los golpes más fuertes que he tenido en mi vida”, recuerda Roos en Razones locas. “Me acuerdo que llovió todo el día, y a la noche teníamos que hacer un show en La Barraca. Fue la peor noche de mi vida sobre un escenario. No se lo dijimos al público hasta la última canción, porque muchos de ellos no lo sabían, y luego tocamos ‘Amigo lindo del alma’. Y después de ese tema, escuché de la gente un aplauso que no había escuchado nunca en una vida sobre el escenario. Un aplauso que recordaba a una llovizna, muy tranquilo y suave, y que parecía que no terminaba jamás.”
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