ENTREVISTA A los 26 años, Agustín Guerrero ya dejó atrás su etapa de niño prodigio del tango y con su Orquesta acaba de lanzar un disco llamado XXI, que en más de un sentido, y ya desde el título, habla del futuro: son todas obras de compositores actuales. En el borde del género, XXI sigue la idea del inquieto Guerrero, que enlaza el tango con la música contemporánea, un lenguaje propio cuyos faros son tanto Schoenberg como Salgán. Y, además, tiene tiempo de trabajar en barrios pobres de Lomas de Zamora –vive en Burzaco–, de reivindicar a Piazzolla y considerar que este tiempo es mucho mejor para vivir y experimentar el tango que los míticos años ’40.
› Por Mariano del Mazo
Agustín Guerrero es un gallito que apunta con sus espolones al corazón del tango. Tiene la provocación de Astor Piazzolla, la foto de Horacio Salgán sobre el comando y una precocidad que comparte con su hermano Emiliano y cuyo señalamiento lo tiene algo cansado: Guerrero salta sobre los decorados de simples datos etarios y plantea otro tipo de detalles. El niño prodigio ya cumplió 26 y en su nuevo disco puso bajo su batuta obras de varios de los mejores compositores del tango actual. El concepto del álbum titulado no vanamente XXI se debate, en el borde del género, entre el homenaje, la apropiación y la puesta en foco de un concepto popular y al mismo tiempo academicista, de cara a un porvenir probable.
Guerrero honra a su apellido: para él el futuro del tango no tiene que ver con la orquesta típica (“un formato limitado”) sino con la necesidad de sumar lenguajes y elementos. Es uno de los pocos que reivindica hoy abiertamente a Piazzolla (que de tan canonizado fue dejado de lado por cierta inteligentzia) pero dice que al lado de Salgán finalmente fue un músico conservador; es indiferente al rock pero dice que sueña hacer algo parecido a lo que hizo Frank Zappa pero aplicado al tango. Tiene la soberbia justa: una soberbia menos relacionada con la vanidad que con la capacidad de trabajo, con cierta claridad en su estrategia y con su volcán interior en erupción.
“Cuando tenía 6 años la madre le regaló un piano de juguete y automáticamente se puso a sacar canciones de oído. Ahí vislumbramos que tenía una aptitud natural hacia la música. Averiguamos por un profesor y nos aconsejaron que esperemos unos años para mandarlo a estudiar. A los 9 comenzó piano junto con su hermano menor, Emiliano. El profesor fue Julián Peralta, uno de los fundadores de la Orquesta Fernández Fierro y actualmente director de Astillero. Los dejé con Julián a las tres de la tarde y cuando volví a las cinco estaban tocando perfectamente la ‘Zamba de Vargas’. Agustín en piano, Emiliano en un teclado y Peralta en guitarra. No lo podía creer.” El que habla es Camilo Guerrero, guitarrista aficionado y padre de la criatura. Es el sostén ideológico de muchos de los planteos que su hijo mayor lleva a los extremos. En la casa familiar de Burzaco se escuchaba tango y folklore: Gardel, Troilo, Yupanqui, Cafrune, Larralde, Zitarrosa. Ese fue el origen de Agustín. Después el estudio lo puso frente a obras de la música contemporánea. Si existiese el progreso en la música, digamos que Agustín Guerrero partió de la guitarra criolla templada de su padre y de las voces severas de Atahualpa y Cafrune, pasó al tango, se detuvo en Salgán con la obsesión de conocer de adolescente las mínimas variaciones de sus partituras y, ahora, intenta un idioma propio vía Schoenberg, Boulez, Stockhausen.
Hace una década los diarios sacaban notas sobre el fenómeno Cerda Negra. Sorprendía la edad de su director y de los integrantes de la orquesta. Agustín Guerrero asomaba a las grandes ligas como un Messi de 16 años, que conducía con pulso firme una típica de chicos de su misma edad. No era, ni lejos, una postal análoga a la caricatura de Guillermito Fernández haciéndose el simpático con Silvio Soldán. Guerrero sabía lo que quería y no tuvo problemas en calzarse una mochila pesada que, concede ahora, llegó a hacerle daño. “No me daba cuenta, pero me estresaba”, dice. El indómito de Burzaco era visto por algunos como la gran esperanza del tango. Cada palmadita en la espalda, cada “bien, pibe”, representaba un par de kilos de densidad tanguística que se sumaba a esa mochila.
Con un orgullo que enfatiza, el disco de la orquesta Cerda Negra se llamó Quiebre y traía todos tangos nuevos. Lo único que versionaron fueron dos piezas folklóricas de Alberto Ginastera, “Malambo” y “La danza de la moza Donosa”. “Fue un gesto. Pero todo me costaba mucho. Estaba terminando el secundario, quería entrar en la Universidad, y tenía que lidiar con un montón de cosas. Sobre todo con los padres de los músicos de la orquesta. Me cuestionaban, me decían qué repertorio teníamos que hacer. Insoportables. Nos iba bien. Viajamos a Alemania a un festival, a representar a la Argentina, salíamos en los diarios. Los grandes productores se me acercaban y me ofrecían el oro y el moro.”
¿A qué llamás “grandes productores”? Si algo falta en el tango son productores...
–Te hablo de Gustavo Santaolalla. El quería que grabara otras cosas, se metía con lo artístico. ¡Que se vaya a cagar Santaolalla! Si me traiciono a los 17 años, ¿qué me queda? Yo priorizo mi libertad y mi posibilidad de expresarme ante el mundo. Eso lo sé de pibe.
¿Qué te queda de ese chico de 16? ¿Qué creés que conservás hoy de la Orquesta Típica Cerda Negra?
–Siento que ya no soy aquél. En estos años no paré de estudiar. Profundicé ideas que entonces estaban sugeridas. No tenía los conocimientos técnicos para enlazar el lenguaje del tango al de la música contemporánea. Con Cerda Negra estaba muy metido con la orquesta. La típica, si bien es una formación clave en la historia del tango, es pobre en varios aspectos.
¿Por qué?
–Tímbricamente es pobre. El violín y el bandoneón quedan empastados, porque muchas veces lo que se hace son simples duplicaciones de sonidos. En una época tenía lógica, porque no había amplificación. ¡Por eso tenés cinco o seis bandoneones! Ahora es anticuado. Yo tengo en la agrupación dos bandoneones y podría tener tranquilamente sólo uno. Te da más libertad.
Guerrero estudió con Julián Peralta, con Cristina Pería, Cecilia Methler, con Ana Stampalia y con Néstor Ibarra, músico de inspiración contemporánea con quien tomó clases puntuales de armonía, contrapunto y composición. Cursó en el conservatorio Julián Aguirre de Banfield, y estudió dirección orquestal en la Universidad Maimónides. Se podría suponer que vive inmerso en una suerte de abstracción estética; sin embargo, Guerrero tiene una arista social. Trabaja en diferentes proyectos comunitarios. Hace tareas en el Centro Cultural Padre Mugica y suele tocar y enseñar en barrios pobres de Lomas de Zamora. Su labor se desliza en un arco que va de cerrar el Festival de Tango Independiente a abrir el Festival de Tango de Buenos Aires. Su concepción política es clara y amplia: “Soy peronista, mi viejo fue un militante alfonsinista, mi abuelo un cabecita que vino sin nada de Entre Ríos y que logró tener su casa gracias a Perón. Más allá de lo partidario, manejo una idea de lo nacional y popular. Le hago muchas críticas a este gobierno, pero en gran parte me identifica. Me cansa la cuestión de la división. Hay quienes siguen creyendo, por ejemplo, que existe una diferencia clara entre lo popular y lo que se llama ‘de elite’. Y no son así las cosas. Hay músicos que tocan en el Colón y viven en mi barrio, en Burzaco. Vuelven en bondi ¿y? Menos creo en la división entre la música popular y la clásica. Mi disco un poco apunta a esa idea”.
XXI es el segundo disco de la Orquesta Típica Agustín Guerrero, cuyas iniciales O.T.A.G. definen el arte de la tapa: la imagen de un gato, un espejo. La propuesta fue simple, audaz y ambiciosa: tocar obras de compositores contemporáneos. Guerrero se guardó para sí el tema de apertura y el de cierre: “XXI” y “Fragmentos”. En el medio, un muestrario de una escena variopinta y proteica un tanto oculta –y mezclada– entre los pliegues del tango canción. Hay obras de Sonia Possetti (“Aire de tango”), de Pablo Agri (“Bailango”), Diego Schissi (“Milonguita”), de Osvaldo Suárez (“Sonambulina Nº 1”), de su maestro Néstor Ibarra (“Tango laberinto”), de Silvina Shifman (“Un soplo la vida”) y Fernando Otero (“Globalización”). Se trata de una música totalmente heterogénea, que va de una rítmica que se acerca en su esencia al tango –como el tema del violinista Agri– a piezas que se escapan del género, dejando como leve señal de pertenencia el sonido del bandoneón de su hermano Emiliano Guerrero. “Creo que el tango nunca fue más allá de los límites del romanticismo –apunta Agustín–. Piazzolla sumó cosas del siglo XX, pero no utilizó el serialismo ni el dodecafonismo. Tomó elementos de algunos compositores, pero hasta ahí llegó. Yo creo que el tango puede absorber otras músicas que todavía no absorbió. Esa es mi búsqueda. Yo amo a Gardel, soy gardeliano desde siempre, pero mi camino es otro. Quiero hacer obras, no canciones. Todo lo voy a hacer a través del tango, porque es el lenguaje que me identifica. Pero a mi modo.”
Cuando se le pregunta a Agustín Guerrero con qué músico actual se siente más afín no duda: dice Diego Schissi. Y Diego Schissi dice: “Agustín es uno de los tipos más inquietos, comprometidos y talentosos que conozco en la escena del tango actual. Está equipado de sobra para hacer lo que precisamente está haciendo, eso que ha convertido en su misión: encontrarle un nuevo color a la música de tango. Su mirada es incisiva, hay una decisión de pasar al género por un tamiz contemporáneo en el sentido estético, con disonancias, instrumentaciones y ritmos inéditos en el tango. Lo que logró con XXI es excelente, de alto nivel interpretativo. No tiene el regusto de un intento experimental: no, acá se escucha música que recorrió un largo camino desde el papel a lo que está grabado y todo suena verdadero, logrado. El disco tiene una gran variedad estética, un lugar para las distintas miradas de los compositores. El trabajo de la orquesta con ‘Milonguita’, mi tema –al fin y al cabo, uno de los más tradicionales–, es impecable. Como compositor doy fe de la fidelidad a la partitura y a la vez, es increíble cómo la orquesta la hace propia. Suena a Guerrero”.
Piazzolla estuvo toda su vida tratando de salir del tango; Salgán estuvo toda su vida tratando de quedarse en el tango. ¿Qué te pasa a vos?
–Ni salir, ni entrar. Igual, yo tengo mis diferencias sobre esa idea. Salgán fue respetuoso de los cánones establecidos hasta que le tocó ser protagonista. Desarrolló cada uno de los aspectos del género, sobre todo el aspecto rítmico. Avanzó sobre esa cosa tan cuadrada que tiene el tango. Ahondó mucho en la orquestación, en el trabajo contrapuntístico, en lo armónico. Pero no rompió violentamente con nada. A nivel rítmico Piazzolla es más conservador que Salgán: hizo el 3 3 2 de la milonga, el marcato y la síncopa y se acabó. Repitió estructuras anteriores.
¿Por qué fue tan importante Salgán en tu vida?
–Por su aporte, por su piano. Me vuelve loco aún hoy. Fue un referente, sé vida y milagros de él. Fui dos veces a la casa, me pidió partituras y toqué en su piano, frente a su mirada.
¿Qué tocaste?
–“A Don Agustín Bardi.” Me la sabía perfectamente, de pe a pa. No me dijo nada, pero hizo un gesto aprobatorio.
Está a punto de irse a vivir con su novia a la casa que perteneció a su abuelo, el entrerriano de Perón y Evita. Gustaba prenderse en algunos picados de fútbol, pero un día se fracturó el brazo y desde ese partido le quedó un temor atávico a que le pase algo a sus manos. Aprovecha las incursiones capitalinas para matar varios pájaros de un tiro: entrevistas, trámites, amigos. Come un sandwich de jamón y queso en el bar El Banderín, de Almagro, y la ambientación de una nostalgia estereotipada inspira una pregunta un tanto torpe, acaso tirada de los pelos, la última:
¿Estás contento con la etapa que te tocó vivir?
–Recontento. Escuchame: la tan añorada década del cuarenta tiene un costado de mierda. Para ser claros: no sé si este disco mío, XXI, hubiese sido factible en los ’40. Cualquier música que se corriera de cierta estandarización era reprimida por los empresarios y las grabadoras que dictaminaban: “Esto es tango, esto no”, y así. No pensaban en la música, pensaban en el mercado. Por eso a Salgán le hicieron la vida imposible. Salgán la pasó como la mierda, le costaba mucho trabajar. Que te lo cuente él. Ahora el mercado no existe. Eso es... ¡genial! Que venda el rock. Yo quiero hacer lo que se me canta.
La Orquesta Típica Agustín Guerrero presenta XXI el domingo 31 de mayo a las 17.30 en La Usina del Arte, Caffarena 1 y Pedro de Mendoza, con entrada gratuita. El viernes 5 de junio repite en el CAFF, Bustamante 764. Entradas: $ 100.
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