Dom 17.05.2015
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A CUATRO OJOS

FOTOGRAFIA Con sus imágenes elegantes, influenciadas por la nouvelle vague, Bernard Plossu ganó el Premio Nacional de Fotografía de Francia en el ’88 y en esa época conoció a Françoise Nuñez, su mujer, su colega. Ahora muestran Juntos en Buenos Aires, una selección de fotos de cada uno elegida por ellos mismos, con la curaduría de Adriana Lestido. Viajeros, sus fotos son también el registro de una vida nómade en dos obras muy diferentes que sin embargo se complementan.

› Por Romina Resuche

A Bernard Plossu le entusiasma su modo de fotografiar: con un lente de 50mm, capturado por las atmósferas, decidido, contemplativo, en movimiento. Françoise Nuñez, discípula de Jean Dieuzaide, también prefiere usar una óptica que le permita reflejar la fidelidad de lo que fue visto como fue visto. Ambos son fotógrafos, viajeros y también compañeros de amor, desde un día en Toulouse durante la década del 80. Juntos recorrieron ciudades y pueblos de todo el mundo, tuvieron dos hijos y hoy muestran sus fotografías en Buenos Aires. La curadora de la exhibición fue Adriana Lestido, fotógrafa también y amiga de ambos. El lugar: el Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA).

Plossu es francés, pero nació en Vietnam. Nuñez es de origen andaluz. Ella es la mujer morena de ojos que sobresalen, de una mirada que mira fijo, en muchas de las fotos de su pareja. El, más que adorador de la fotografía es amante de lo que fotografía: todo, pero en su clima; el clima de ese todo.

MEXICO, 1966. FOTO: BERNARD PLOSSU

Ganador del Premio Nacional de Fotografía de Francia en 1988, Plossu tuvo una retrospectiva de su obra en el Centro Pompidou y sus fotografías son un clásico principalmente para otros fotógrafos y una celebración visual para quienes se le animan a las partidas. Era niño cuando comenzó fotografiando en color unos globos sueltos en París. Impulsado por su padre, y a propósito de una visita al desierto de Sahara, se adueñó de una Kodak Brownie Flash para adueñarse también del blanco y negro que hace a la mayoría de sus fotos en los últimos 30 años. Una obsesión platónica con una amiga de juventud motivó el uso de una Kodak Retinette, que fue reemplazada por una Pentax y luego por las Nikkormat que aún elige. Ya entrando en la veintena, la asociación cámara más travesía lo llevó directo a su obra inicial, el viaje mexicano, un recorrido rutero sin destino promediando los años ’60.

Su vuelta a Francia le dio trabajo haciendo fotos, pero su material como pieza de arte no fue considerada tal por las revistas especializadas hasta bien entrada la siguiente década. El uso de cámaras de juguete y la fuerte influencia del cine en su obra –es un confeso fanático de cada fotograma surgido de la Nouvelle Vague– son dos claves más para conocer su juego.

De Françoise hay menos información y menos imágenes dando vueltas, su figura es misteriosa y su trabajo, suave. Se sabe que a fines de los años ’70 estaba inmersa en el mundo del flamenco, que vivía en Madrid y hacía muchos retratos, que su primera cámara de uso intensivo fue una Nikon que le obsequió su amiga Isabel Soler, que al encontrarse con Plossu el movimiento permanente se volvió su vida y que Etiopía fue su primer gran viaje.

A él las imágenes lo toman. Ella está más cerca del expresionismo. En el museo porteño hay 25 fotos de Françoise y 23 de Bernard y las acompaña un texto de Pierre Devin, fundador del Centre Régional de la Photographie Nord Pas de Calais, que concluye citando al poeta argentino Roberto Juarroz. Devin elige de Juarroz una definición de poesía como esa forma de locura que nos preserva del sentido común: “locura que nos permite vivir y morir como nosotros mismos”, dice.

ESPAÑA, NIJAR, 2003. FOTO: BERNARD PLOSSU

Apenas se entra a la sala más nueva del museo –la del último piso, plena de luz natural y en verdad no muy moderna– las paredes celestes muestran a simple vista una puesta sencilla: fotos enmarcadas tradicionalmente, en formato pequeño. Plossu es de los que creen que distintas imágenes necesitan distintos tamaños y que ciertos escapes y detalles es pertinente mantenerlos en dimensiones justas.

A lo largo del pasillo que antecede al salón están las fotos de Nuñez. Memorabilia de pasos dados en distintos escenarios vivos del planeta. En el salón, las imágenes de Plossu, breves instantes, donde sea. En blanco y negro todas las fotografías, los epígrafes nombrando espacio y/o personaje y haciendo referencia de tiempo: Italia, 1991 o Michelle, Francia, 1963. El tamaño de las copias pide la experiencia directa del contacto material con sus imágenes para entrar y perderse un rato largo. “Es lo que se ve sin mirar lo que nos enseña a ver”, dijo Plossu alguna vez.

Quedarse casi metido en una foto de Plossu mientras se la mira no tiene que ver con querer encontrar algo más de lo que se ve a simple vista, sino extender simplemente es algo que ocurre. Es una toma directa y tal vez se trata solamente de una burbuja: tan simple como eso. O de lo que una ventana nevada muestra en una calle, o un pájaro chiquito en su congelado vuelo o una muchacha de perfil, en una playa, con el sweater lleno de bolitas.

Plossu es testigo de lo íntimamente quieto del movimiento. Para Nuñez, en cambio, la acción parece detenerse frente a ella. Da cuenta de lo que existe, de lo que pasa cuando alguien hace su día, respira en su ambiente, obra en su terreno, experimenta su realidad. Plossu da con lo efímero para poetizarlo, viaja el viaje más allá de un registro concreto, encuadrando a la figura en ese gesto o aquel contexto, encontrando algo dentro de ese paisaje. Se dice de él que es fotógrafo de viajes, pero no se trata tanto de eso, si no de la posibilidad de viajar que plantea con sus extractos de realidad, en una ficción temporal provocada por el continuo de sus grises.

ETIOPIA, 1980. FOTO: FRANÇOISE NUÑEZ

En esta exhibición ambas obras se cruzan y se mezclan, se diferencian y no dialogan en forma directa. Son –cada una en su sitio expositivo–, pero están unidas. Podría decirse que no es necesario que sus fotos se encuentren porque corren en paralelo, caminan juntas. Acertó el poeta cuando dijo que ni el roble ni el ciprés crecen el uno a la sombra del otro. No es el mismo tiempo, no son las mismas ciudades, pero se sabe que en la mayoría de esos lugares él estaba con ella y ella con él. Hay un romanticismo implícito, ni cliché, ni exagerado. Se los sabe juntos en un mismo viaje vital que visita y se adentra en diversidades, en instancias, en el mero andar.

Sumando a su mapa marcado todos los destino que quisieron y pudieron, durante la treintena de años que llevan acompañándose, Plossu y Nuñez comparten además una misma filosofía sobre la acción de fotografiar y sobre el contenido de una imagen. Por eso de algún modo sus obras se conectan tanto y son, a su vez, tan diferentes. Esta exhibición lo demuestra.

La curadora fue Adriana Lestido y eso también tiene incidencia en lo que se expone y en cómo se expone el trabajo de esta pareja de autores.

Aunque ellos mismos decidieron la selección de imágenes, fue ella quien los invitó a la aventura de mostrar juntos y solos, y quien propició el cruce de sus fotografías en este museo porteño. En la intensidad de cada foto, una historia guardada. En la sutileza de la puesta, una jugada clara: dejar a la fotografía en su materialidad más tradicional. Acierto que deja ver que, en casos como este, la originalidad poco tiene que ver con lo novedoso y mucho con el origen.

Juntos, de Bernard Plossu y Françoise Nuñez, podrá verse hasta el 31 de mayo en la sala 44 (sala de exposiciones temporarias, 2 piso) del Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473. De martes a viernes de 12.30 a 20.30 y fines de semana 9.30 a 20.30. La entrada es gratuita.

INDIA, 2001. TIRUVANNAMALAI (ARUNACHALA, LA MONTAÑA SAGRADA). FOTO: FRANÇOISE NUÑEZ

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