› Por Sergio Pujol
¿Se puede identificar a un músico por una sola nota? Esta pregunta roza –sin tocarla– la contradicción, toda vez que la música avanza en el tiempo, jamás se detiene: sólo existe si transcurre. Sin embargo, podemos tomarnos la licencia de pensar el sonido como la fotografía de un instante musical. En ese sentido, hay músicos que poseen más fotogenia que otros. Quizás esa cualidad por sí sola no alcance para medirlos en términos artísticos, pero nos revela el poder de su presencia, el volumen de su materia: hacer de un sonido musical algo tan personal como el sonido de una voz. En el mundo del jazz, se habla de tone (tono, pero no como lo entendemos en español) cuando un intérprete, generalmente el que sopla saxo o trompeta, tiene una marca inconfundible. Un sello sonoro, hecho de timbre, vibrato, intensidad y vaya uno a saber de qué otras cosas. Por supuesto, ese tono habilitará un discurso, será el punto de partida de una melodía. El resto de los elementos en juego conformarán un estilo.
Hacia el final de The life of Riley, el magnífico documental dirigido por Jon Brewer y producido por la BBC en 2012, Santana, Eric Clapton, Johnny Winter, Bono, Keith Richards y Robert Cray sintetizan su admiración por B. B. King con una exclamación: “¡One note!”. Es el broche de una realidad musical compleja, facetada en muchas caras, que atravesó largas décadas de música negra rodando por el mundo y que, aun abierta a otras lecturas, se inicia y concluye con una sola nota, la del guitarrista más afamado, aclamado y querido de la historia del blues. Es la nota de la guitarra Lucille, animismo legendario como pocos. La muerte del rey del blues –título que terminó aludiendo no tanto a una superioridad musical como a la extensión geográfica y temporal de sus dominios– viste de luto a la especie/género que lo vio crecer, pero también al jazz, al rock y al pop, en la medida que los influyó de un modo profundo y a la vez difícil de medir. Al enterarse de su muerte, el guitarrista de jazz Bill Frisell dijo del maravilloso intérprete de “The thrill is gone”, “Sweet little angel” y “Everyday I have the blues” prácticamente lo mismo que recabó el documental citado: “¡One note!”
Como sucedió con otros bluseros de su generación, B. B. King fue objeto de adoración para muchos intérpretes de rock que vieron en él –en su precisión instrumental, en su autorizada manera de cantar, en su magnética presencia escénica– una fuente de inspiración. Y en un plano moral, una fuente de autenticidad. Se habla mucho de esto en el campo de los estudios culturales orientados al rock: el valor legitimador de “lo auténtico”. Desde luego, B. B. King fue tan “auténtico” como el algodón que cosechó en su infancia, de sol a sol. Fue una tradición encarnada –su tío Bukka White había sido contemporáneo de Robert Johnson–, pero no clausurada. Si uno compara su música con la de sus pares pentatónicos, observa enseguida una variedad de recursos que los demás no tenían. A partir del valor extraordinario de su firma sonora y la riqueza de matices con la que convertía una frase en capítulo de un relato de vida, su música resultó prácticamente inagotable. Y sus performances, inolvidables, como la última que brindó al público argentino –uno de sus favoritos, con toda seguridad– en el Luna Park en 2010.
En su momento se lo identificó con el “blues moderno” de la posguerra. Fue el gran emergente de aquella productiva transferencia del legado rural al mundo urbano. No caben dudas de que allí, en ese caldero de vigorosas guitarras eléctricas de tres acordes, abrevaron los héroes instrumentales del rock. Pero la pluralidad de referencias que convergían en la pasión blusera de “Memphis Blues Boy” –del góspel que le ensenó su madre al gusto por el pop negro de sus años de galán de escenarios sureños– lo convirtió en una estrella capaz de disputar en pie de igualdad con los grandes solistas de los ’60 y ’70. Justamente, que durante los años más proactivos del rock no haya hecho otra cosa que seguir tocando sin pausa –antes de la Primavera del Amor ya era el campeón de las giras, llegando a hacer más de 300 shows en un solo año– es un dato que lo pone en un plano diferente al del proverbial negro olvidado que vuelve a la vida gracias a jóvenes blancos rebeldes deseosos de justicia poética. Cuando en 1971 grabó B. B. King in London, la ola nacida en los swinging sixties lo tuvo en su cresta, lo que le permitió expandir su fama transversalmente. ¿Cómo vivió aquella explosión planetaria? Por lo pronto, con sencillez –siempre agradeció la gran presentación que Bill Graham le hizo en el Fillmore de San Francisco– pero sin sobreactuar la gratitud. Le gustaba el rock, se sentía a gusto entre sus intérpretes. Pero no había allí nada de lo que él pudiera aprender. O mejor dicho: nada que realmente le interesara para su música. Vale recordar que en el célebre clip de “Riding with the King”, el conductor del descapotado es Eric Clapton. Desde el asiento trasero, su viejo maestro se deja llevar plácidamente por rutas que ya había recorrido en su juventud. Una y otra vez.
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