TEATRO Con dirección y protagónico de Pompeyo Audivert, la nueva puesta de Muñeca, de Armando Discépolo –hermano mayor de Discepolín y padre del grotesco criollo–, reactualiza aquella sátira sobre el poder y el deseo con guiños camp, referencias a La novia de Frankenstein, con un romanticismo acentuado por los fragmentos de textos de Marosa di Giorgio que enriquecen el libro original.
› Por Paula Vazquez Prieto
La camilla con cientos de enchufes, cables y “difusores cósmicos” se desliza lentamente desde la azotea. El Dr. Frankenstein y el maléfico Pretorius esperan ansiosos el descenso de la nueva criatura. El cuerpo vendado se mueve inquieto en el soporte de metal y emite algunos quejidos. “¡Está viva! ¡Viva!”, los gritos del científico anticipan una mirada penetrante que emerge entre los raídos vendajes. El cuerpo de la mujer, antes inerte, ahora se levanta de ese mortuorio letargo como traído de repente a la vida, a la espera de aquello para lo que fue creada. Su pelo espeso y enrulado, las canas agrupadas que atraviesan el peinado como un rayo, las cicatrices y el gesto de sorpresa la tornan inconfundible para los amantes de aquel horror que la Universal hiciera icono de toda una época. ¡La novia de Frankenstein!, celebra el nuevo Mefisto, creador de Cristos condenados y dueño de ambiciones desmedidas. Su obra viviente deambula por el laboratorio como un hálito fugaz, gestando un deseo que aún no tiene claro destinatario. En los recovecos del castillo transita expectante el viejo monstruo creado por Frankenstein e imaginado por la pluma de Mary Shelley. Sus tornillos asoman en la yugular, la piel ajada y cadavérica de su rostro angular sustituye el latido de la sangre, y sus pasos ansiosos y pesados anuncian su inminente llegada.
La novia de Frankenstein fue la primera secuela del terror clásico de Hollywood, nacida de la literatura gótica de Shelley, fruto de las trasnochadas veladas junto a Lord Byron, y llevada al cine por la inquietante imaginación de inglés James Whale en 1935. Casi diez años antes, Armando Discépolo escribía en Buenos Aires Muñeca como espejo de una realidad que también devenía en farsa, plagada de expectativas de realización que nunca serían concretadas, encerrada en una circularidad temporal infinita donde todo siempre volvía a comenzar. En la historia de Shelley, detrás del espectáculo de la monstruosidad se alberga el consuelo de la compañía, de haber encontrado un semejante capaz de aplacar la angustia de ser el único muerto entre los vivos. Pero la novia sólo lo será de Frankenstein, de ese creador víctima y victimario de su genio y ambiciones, y nunca del Monstruo, condenado a mirar su única imagen en el espejo, a saber que repele y asusta, que su tiempo es el de la repetición de un rechazo tan triste como definitivo. En Muñeca, la original adaptación que realizó el actor, director y dramaturgo Pompeyo Audivert de la obra de Discépolo, se reactualizan aquellos creadores y criaturas, el horror y la espectacularidad de todo arte, monstruos y muñecas sonámbulos en un mundo de escisiones grotescas y risibles que ponen en evidencia la crueldad de toda representación.
En 1924, el mayor de los Discépolo, padre del grotesco criollo, termómetro de una era de cambios y transformaciones sociales, imagina una amarga sátira sobre el poder y el deseo, sobre la identidad y la Historia, antesala de un pesimismo que inundaría su obra unos años después al son de la marcha militar que despojaría a Yrigoyen de su sillón presidencial. Anselmo (interpretado por el mismo Audivert), un hombre feo y adinerado, conquista los placeres del amor y la juventud con la conciencia y la tenacidad de su propia decrepitud. Exponente de una clase que juega las últimas cartas que tiene para atesorar los privilegios y goces de un tiempo perdido, despierta una mañana sabiendo que ha sido abandonado, que su Muñeca, amalgama de su reconocimiento público y su menosprecio privado, lo ha dejado para siempre. ¿Por quién lo ha hecho? ¿Por un hombre joven y atractivo? ¿Por otra vida, sin dinero pero llena de aventuras? Prisionero de un cuerpo monstruoso, como la criatura de Mary Shelley, Anselmo vive atormentado por las dudas, condenado a ver una y otra vez esa masa corpórea de la que reniega en el espejo y con la que no quiere ni puede identificarse. ¿Quién es verdaderamente, en quién quiere verse representado? ¿Cómo diseñar esa identidad con la que sentirse a gusto, pleno y extasiado, como en los brazos impostores de Muñeca?
Audivert enriqueció el texto original de Discépolo con pasajes poéticos de la escritora y poetisa uruguaya Marosa Di Giorgio, dando voz a Muñeca (Ivana Zacharski) en un mundo de palabras y arrullos masculinos, acentuando el romanticismo decadente que la obra exuda en cada uno de sus cuadros. Inusual para la pluma de Discépolo, asiduo observador de las nuevas clases en gestación en la Argentina del ’20, todavía exultante por el primer Centenario y deseosa de ser parte del mundo moderno a toda costa, Muñeca mira de reojo el drama histórico tras la tragedia humana, polémica gestación de una identidad nacional partida entre verdades negadas y ficciones defendidas. Aquí los inmigrantes, marginales y desclasados que asomaban también en los tangos de su hermano Discepolín, dejan su lugar a la tilinguería de una clase gatopardista y acomodaticia, capaz de sortear dilemas morales en virtud de la pertenencia a un futuro asegurado. Carreras de caballos, drogas alucinatorias, amoríos infieles, todos aquellos placeres simbólicos configuran un simulacro de resistencia a una pérdida que se torna tan inexorable como el avance despiadado de los tiempos.
Muñeca recuerda, en algunos de sus guiños, la gestualidad “camp” de la que hablaba Susan Sontag a propósito de algunas obras de entreguerras como las histriónicas representaciones del horror clásico de la Universal que serían tan susceptibles a la relectura esteticista del arte pop de los ’60. En La novia de Frankenstein, la interpretación que Una O’Connor hace de Minnie, la ama de llaves del científico, con sus gritos estridentes y sus miradas subrepticias a cámara, emerge como el gesto de autoconciencia de un espectáculo que se sabe y reconoce falso, mise en scène de simuladores y magos que ponen en entredicho la transparencia conquistada por el dispositivo de los Lumière. En el teatro, nutrido por la tradición de Pirandello, por la pantomima de la commedia dell’arte, Audivert se erige como maestro de ceremonias de una mascarada en la que sus quiebres son efusivos y funcionales al corrimiento de todo velo encubridor. La figura de Fabio “Mosquito” Sancineto, transversal en su recorrido por el escenario, de cara al público en sus reflexiones y parlamentos, consciente del comentario heredero del “camp” como homenaje y reivindicación del artificio es la clave para pensar a Muñeca como algo más que una tragedia de amores no correspondidos y sueños postergados, sino como la esencia del fracaso de toda ilusión.
Muñeca se puede ver los viernes y los sábados a las 22.15 en el Centro Cultural de la Cooperación, Corrientes 1540. Entrada: $ 140.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux