Dom 14.06.2015
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CIEN METROS PIANOS

Cine La familia Lechner-Tiempo, verdadera dinastía de pianistas argentinos, vive en el Nº 22 de la calle Bosquet en Bruselas, Bélgica. En el timbre 24 vive Martha Argerich. Esta extraña coincidencia de tantos genios pianísticos en una cuadra atrajo al director Mariano Nante y esa fascinación, filmada con delicadeza y sin timidez, es el centro de La calle de los pianistas, una película que además explora las rutinas de los músicos de alto nivel, ese momento en que el juego se convierte en vocación y profesión, los misterios de la interpretación de excelencia y la relación entre madre e hija, entre Karin y Natasha Lechner, un vínculo que recuerda el que se reflejaba en Bloody Daughter, el extraordinario documental sobre Stéphanie y Martha Argerich.

› Por Mercedes Halfon

En la calle Bosquet, en la ciudad de Bruselas, hay dos hermosas casas simétricas separadas por una medianera. En el número 22 vive la familia Lechner-Tiempo, una dinastía de notables pianistas de origen argentino. En el número 24 vive Martha Argerich. Esa es la famosa calle de la que toma el título este documental, en cuyo inicio, la cámara se posa tímidamente al nivel de la vereda y observa desde afuera sus fachadas. Gemelas, dos ventanas y una puerta en el centro de cada una. Son como caras con los ojos cerrados. Suena el rumor de la calle y la cámara hace lo que hará casi todo el tiempo en esta película: observar, sí, pero fundamentalmente, escuchar lo que sucede.

Estas son algunas de las primeras imágenes de La calle de los pianistas, ópera prima de Mariano Nante que acaba de estrenar luego de cerrar con gran éxito el último Bafici. Su proyección fue en la sala principal del teatro Colón donde, una vez finalizada la película, como por arte de magia emergieron de abajo del escenario sus dos protagonistas vestidas igual que como acabábamos de verlas filmadas y dieron un concierto. En verdad no fue para nada extraño ver esas imágenes en ese espacio, de hecho era casi su entorno natural.

La historia que cuenta La calle de los pianistas es la de los habitantes de las mencionadas casas gemelas, centrándose en la historia de los Tiempo-Lechner, una familia de pianistas argentinos que desfilaron por los escenarios más importantes del mundo desde pequeños. Por orden de aparición: la matriarca y pedagoga Lyl Tiempo –hija de pianistas, claro–, sus célebres hijos Sergio Tiempo y Karin Lechner, y finalmente, su nieta Natasha –hija de Karin–, que al momento de la filmación tenía 14 años. Todos ellos fueron niños prodigio. Todos ellos, antes de hablar del todo bien, ya tocaban por ejemplo, las “Escenas infantiles” de Schumann.

Así es que la cámara, una vez roto el hechizo de la supuesta timidez, ingresa como un hijo más a la casa de los Lechner-Tiempo. Todos los integrantes de la familia viven repartidos en distintos pisos. La abuela Lyl está dando clases a una niña. Le enseña “El clave bien temperado” de Johann Sebastian Bach, con una ceja disparada hacia las alturas. En la casa de al lado se encuentra Alan Kwiek, joven y eximio pianista colega de Argerich, que está quedándose en su casa-estudio mientras ella está de gira. El también da clases a un joven. Entre una casa y la otra, entre un ensayo y otro, empiezan a fundirse los sonidos y entrechocarse las melodías. Esas dos casas –dos caras– tienen sus oídos pegados, uno escucha al otro con interés. “¿Qué es eso?”, dice Alan y él mismo se contesta: “Es Mendelssohn. Debe ser Karin”. Es que en esta película el montaje paralelo no está al servicio de seguir una línea narrativa, o alguna clase de suspenso. Aquí se tata de sucumbir a un poderoso clima lírico y registrar esa influencia totalmente directa, entre todos estos músicos. Sin darnos cuenta, a lo largo de la película terminamos inmersos en ese universo de una cuadra de extensión, envueltos por el piano de manera tal que nos preguntamos cómo es que esto no es siempre así en la vida real.

PIANO PIANO SI VA LONTANO

El documental entonces, es un estar y presenciar la vida de estas personas, raras avis en el género humano en general y en el de los músicos en particular. Una joven amiga de Karin es la encargada de ponerlo en palabras: en el mundo de los músicos clásicos profesionales, dice, los pianistas son los solitarios, los sensibles, los “más freaks”. Por eso, registrar su intimidad sin perturbarla no es tarea fácil. La delicadeza con que están filmados –sus ensayos, sus momentos de inspiración marcados con pronunciados head banging mientras tocan, sus dudas sobre cómo interpretar– tiene que ver con una sensibilidad particular de Nante, para quien este instrumento también era parte de su familia: “Toco el piano desde muy chico, pero de manera puramente amateur; empecé tocando clásico y hace algunos años me volqué al jazz. Hasta el día de hoy lo disfruto enormemente, como si fuera una terapia. Siempre sentí una enorme cercanía afectiva con el piano; no sólo en términos musicales sino con el objeto en sí, como si fuera un fetiche”.

Por eso, el germen del film fue para él develar los misterios del instrumento: “Al principio fui a buscar la vida privada de los grandes pianistas, el detrás de escena. Uno está acostumbrado a ver la perfección absoluta sobre el escenario, pero nunca accede al trabajo minucioso que ocurre a puertas cerradas. Desde que me enteré a través de la periodista Sandra de la Fuente de la existencia de la calle, pensé que era una oportunidad extraordinaria de acceder a la verdadera cocina del piano: el primer contacto con la obra, el sacrificio, el trabajo cotidiano, los nervios previos al concierto, el agotamiento”.

Este esfuerzo sobrehumano o la vida monacal que deben llevar los músicos de gran nivel es un prejuicio que la película se lleva un poco puesto: el aprendizaje del piano en los más niños –la hija de Sergio Tiempo, que ronda los 4 años y ya toca– aparece como un juego que luego –a la edad de Natasha– cambia por su propia voluntad. Mariano Nante cuenta: “Yo iba con varios preconceptos algo infundados respecto a la vida de los pianistas. Pensaba, por ejemplo, que Natasha tendría que estudiar muchísimas horas al día sin falta para alcanzar ese nivel, o que debería resignar otras actividades esperables para una adolescente. Me encontré con una chica que va al colegio ¡doble turno!, hace sus tareas, tiene amigos, va al cine... y además es una gran concertista. Es evidente que su familia se esfuerza para que tenga una vida equilibrada, lo cual es una empresa difícil, quizá quimérica”.

Por eso, una de las aristas más interesantes del film es cómo se registra esa especie de grado cero del pianista: “Me fascinaba asistir a esos primeros pasos: en el caso de los Tiempo-Lechner, todo empieza de manera lúdica, pero en un momento ese juego se vuelve vocación y profesión, y allí está el punto de inflexión que me interesaba explorar. El hecho es que el piano clásico parece ir a contramano de la vida contemporánea: es prácticamente imposible que una persona decida convertirse pianista luego de la escuela secundaria, como ocurre con la mayoría de las profesiones. Los grandes pianistas son casi invariablemente prodigios en la infancia temprana, y ese talento tiene que cultivarse con horas de estudio y dedicación. ¿Se puede, entonces, formar a un niño como pianista sin condicionar su vocación?”. La película no responde ese interrogante de manera directa, pero de algún modo lo problematiza.

LA NIÑA DE SUS OJOS

Una vez pintado todo el panorama, el núcleo emocional de la película es sin duda la historia entre Karin y su hija. Natasha es una serena adolescente que lleva sobre sus hombros el peso de tres generaciones de grandes músicos. Ella es la promesa de continuidad de una dinastía pianística. Su preparación musical es un importante asunto familiar que se atiende con esmero, si bien hay tiempo para hacer bromas con sus amigos sobre Justin Bieber. Su madre Karin cumple los roles de profesora, mentora y consejera. Juntas ensayan, reflexionan sobre los sentidos que debe tener cada pasaje, cada nota, de lo que toca Natasha.

Está la música y también su relato sensible: los diarios de juventud que Karin desempolva y lee para mostrarle a su hija las cosas por las ha pasado. “Me siento capaz de sacrificarme”, escribió casi a la misma edad que Natasha. “Música que me ayudas a reflexionar”, dice en otro pasaje que aporta su cuota de espesor e interioridad a estos personajes. Madre e hija están permanentemente juntas y pensando su actividad. Tocando una con la otra el mismo piano, aunque luego se distancien y la madre le pregunte: “Vos y yo no nos parecemos en nada, ¿no?”, “No”, “¿Y en la forma de tocar?” “Tampoco.”

En ese sentido es imposible no ver la película y hacerla dialogar con Bloody Daughter de Stéphanie Argerich, el precioso documental sobre Martha Argerich realizado por su hija. Allí, a través de found footage, la hija reconstruye su vida, su infancia y la de sus hermanas, en las que nunca había sido una opción dedicarse a tocar el mismo instrumento que la madre. El foco está puesto en la intimidad de la Argerich por fuera del piano. En La calle... por el contrario, si bien la intimidad de los vínculos aparece –incluso de los vínculos entre las dos casas, los intercambios, las cenas de camaradería– la que se devela de modo más contundente es la intimidad del instrumento. El momento en que un músico prodigioso se conecta con una partitura y logra encontrar la manera exacta para interpretar, conduciendo a las puntas de sus dedos, todas sus emociones.

Uno de los momentos más bellos del film ocurre cuando Natasha y Karin, en piyama, miran un viejo video de Alfred Cortot sobre el fragmento de las escenas infantiles de Schumann que la joven prepara. En el video, el célebre pianista y director de orquesta explica a una joven lo que se debe oír en ese singular pasaje: “No solamente una bella sonoridad o un fraseo expresivo, sino un sentimiento más soñador..., la verdad es que hay que soñar esta pieza, más que tocarla”.

Las dos sonríen y se miran, la madre le dice “tenés que probarlo” y la hija asiente. Aunque los sueños de una y otra, madre e hija, pianista y pianista, nunca sean del todo iguales.

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