PLáSTICA > MARCELO POMBO
PLASTICA Es la primera vez que Marcelo Pombo muestra su obra en una retrospectiva. Y ese gesto es paradójico: el artista nunca quiso enfrentarse a la Historia, mucho menos a la historia del arte. Pero ahí está: desde los comienzos de chico bonaerense que, de muy joven, se ve envuelto en una militancia gay –la de los años ’80– hasta su concepción de hoy, su relación libidinal con el arte local, con sus amigos. Y al contar estas historias, la retrospectiva cumple un sueño insospechado: Pombo y su problemática, sus obsesiones y sus soluciones quedan en el centro del canon contemporáneo argentino.
› Por Claudio Iglesias
Después de muchas aventuras con la artesanía, con el objeto levantado de la calle y con algo muy parecido a la contracultura, Marcelo Pombo llega al salón del primer piso de la Fundación Fortabat para inaugurar su retrospectiva y enfrentarse a lo que nunca quiso: la historia. No solo la propia, aunque la muestra que curó Inés Katzenstein redunda en fotos personales y recuerdos de infancia como un biopic televisivo. Se trata de la Historia a secas, y también de las historias ajenas: la de sus artistas favoritos, la de los espacios por los que pasaron Pombo, sus amigos y el arte, la historia de la ciudad que los contuvo y los castigó. La historia que va del joven envuelto en una militancia en la que también era posible hacer amistades, en la década de 1980, a una relación libidinal con el arte local, su querencia fantasmagórica. Y al contar estas historias, la retrospectiva cumple un sueño insospechado, entre tantas retrospectivas que parecen ventas de garage: Pombo y sus problemas, sus obsesiones y sus soluciones quedan en el centro del canon del arte contemporáneo argentino. Esta es una situación incómoda para quien tempranamente renunció a la historia y eligió para su obra lo que no tenía importancia para los demás: materiales y técnicas dejadas de lado, objetos baratos y héroes pobres, con la intuición de que allí lo esperaba un oasis, una Arcadia en algún lugar mental de la provincia de Buenos Aires, junto a una escuela pintada a cal y una escultura de Sarmiento en bronce.
No sería un problema canonizar a Pombo, en el sentido original del término: santificarlo. Pedir obras de tanta gente, levantar la polvareda de los archivos y estresarse con una muestra de este tamaño, en definitiva, se hace para provocar algo. No fueron solo las obras las que se movieron del living de varias personas al museo: fue el nombre de Pombo el que se movió, como una montaña encantada, rumbo a un lugar nuevo.
Pero la obra de Pombo pasó años tejiendo y destejiendo sospechas y miedos, como Penélope esperando a su hombre, que finalmente volvió y la llevó al tálamo de la consagración. Es que su obra, en verdad, se trata de no consagrarse. Empieza con una premisa clarita: al canon hay que olvidarlo, lo que importa son los amigos más cercanos, los que entran en un metro cuadrado. Y en ese metro cuadrado famoso hubo lugar para muchos: algunos trabajos de Alberto Goldenstein, Miguel Harte, Benito Laren, Fernanda Laguna, Alfredo Londaibere, Jorge Gumier Maier, Pablo Suárez y Omar Schiliro, con la notable exclusión de Marcelo Alzetta, se presentan en la muestra entreverados con las obras. Pombo está en el centro de las ideas y obras ajenas que la retrospectiva viene a dejar congeladas a su lado como frutas en la nieve.
La peregrinación al Fortabat se hace en orden, casi en línea recta escolar. La retrospectiva no tiene un desarrollo cronológico pero hay siete núcleos, cada uno en una sala, con un pasillo lateral que los comunica. El recorrido comienza con Baldosa (1996), una muestra gratis del milagro de convertir lo barato, lo cercano y lo prosaico en un objeto adorado. La obra es la baldosa porteña con canaletas, ese cuadrado sambayón o verde que todos conocemos, pintada y adornada con moñitos al punto de que resulta difícil descubrir al objeto inerte que hace de soporte bajo la vestidura colorida. A este proceso Pombo y Gumier lo llamaron “resacralización”: creyeron, y tal vez fueron los únicos en el mundo en pensarlo en ese momento a fines de los ‘80, que el arte había cumplido su ciclo profano y que debía volver a convertirse en algo sagrado, poniéndose en otra relación con la vida personal, con el afecto y con la sensibilidad, en desmedro de los asuntos públicos, de la política, de la historia. Para lograrlo, el arte debía volver a ser bello, superando el entredicho de su propia crítica. De ahí que toda relación intelectual con el arte resulte superflua, para ellos: con el arte, la única relación genuina es el amor, un amor tonto y loco que a través de las secciones temáticas (el Pombo popular, gay, juvenil) se percibe y lentamente conduce al clímax de la muestra, una sección dedicada a las pinturas con esmaltes de una felicidad irreal y algo morbosa, como Bodhisatva joven y náufrago (2006) o Tesoro del fondo del mar derramándose sobre la tierra (2010). En este obra, la protuberancia que sale del cuadro aclara una clave de todas las demás: el arte, como el cementerio marino de Valéry, está en otro lado; el metro cuadrado es el fondo del mar o la espectral sombra de un ombú donde solo hay lugar para el amor y la inocencia. Lo único que “proponen” estas obras es un estado de trance, con un metejón muy fuerte del artista con su propio medio.
Así comenzando por una obra puntual y poco vista, la muestra pone varios temas en perspectiva: la baldosa presenta un material, el esmalte, que es casi un alter ego del artista; también una lógica de trabajo, la de encontrar un objeto despojado de cualidades estéticas y embellecerlo con las rayitas y los moñitos. En tercer lugar, se ve la operación suplementaria al ready-made típico: la baldosa literal del neoconceptualismo que vendría, en otras condiciones, limpita y con un texto ploteado en la pared que explica su valor político, su carga cultural, etc. Los tres puntos están atados: el esmalte es el material ideal para pintar “todo tipo de superficies”; a su vez, mejorar estéticamente un objeto equivale a llevar la mirada de su significado literal a la pura sensorialidad: lo que Pombo hace con la baldosa no es explicarla, si no convertirla en algo imposible y concreto.
Una de las primeras secciones, y de las más rimbombantes de la muestra, es la de los dibujos en tinta, realizados en su mayoría en la década de 1980; el joven artista por ese entonces viajó a Brasil y volvió de buen humor; su paso subsiguiente por la militancia gay y los boliches del centro son historia conocida. Para los estudiosos del tema, estas obras tienen el aliciente de un correlato directo con el horizonte de las luchas políticas y culturales del movimiento homosexual. Pero otro aspecto de los trabajos no es menos importante: y es que son dibujos clásicamente bonaerenses, de un surrealismo amateur laborioso, enmarañado con la tapa de un disco de Spinetta o con referencias encendidas al hippismo en medio de innumerables vergas. Con la excepción probable de estas últimas, son los dibujos que hacía cualquier chico de la época en Tres Arroyos o en Trenque Lauquen: esos clásicos dibujos de colegio, de un virtuosismo condenado, que a veces se extienden sobre los veintipico en pueblos donde la gente tiene tiempo. En esos gérmenes de una tradición remota y anónima como los yuyos, Pombo se pierde y se vuelve a encontrar a lo largo del paso de los años.
Los pronunciamientos de Pombo sobre el arte argentino y su relación con la tradición son tema de los libros de historia, comenzando por la muy buena entrevista de Victoria Verlichak para su libro El ojo que mira. Su presencia en el Rojas, su relación con Gumier (“fue amor”, dice en una entrevista; “¿amor amor?”, le preguntan; “sí, amor amor”) y su aversión a todo lo que huela a arte contemporáneo, a internacionalismo y a la actualidad profesional del mundo del arte ya fueron comentadas de sobra. Pombo ha dicho que es internacionalista en todo menos en el arte. Podría decir también que le gusta el profesionalismo en todo menos en el arte. Porque sus artistas adorados son los que caen fuera de la historia, típicamente pintores bonaerenses o cordobeses cuyas obras se venden en Mercado Libre por unos pocos pesos. Pombo, que siempre hizo campaña contra el nacionalismo cultural, contra los temas serios y contra todo lo que oliera a masculinidad intelectual, finalmente es un defensor del nacionalismo cultural en clave de negra triste, para citar al mismo Pombo: reivindica al arte argentino como una raza ultimada de gente hecha pelota, capaz de confundir el sentimiento océanico con la piedad; en el arte, esta sensibilidad se traduce en el rechazo de lo cool, del que Pombo hizo un drama.
Y en el fondo de esta sensibilidad hay dos obsesiones. Las dos tienen que ver con la cuestión del profesionalismo artístico: la primera es el modelo del artista de artistas, dentro del cual Pombo vino ejerciendo todo este tiempo. Central en este modelo es la noción de que la única recepción válida de un artista es la que hacen otros artistas (el “amor amor”), que vienen a ser sus amigos, naturalmente en desmedro de los actores profesionales que pueblan el sistema del arte. La otra obsesión es todavía más rara: la idea de que el arte se ejerce en privado, que es reacio a la esfera pública y que su escala conceptual y espacial debe ser por eso aproximativamente la de un living. Por eso es que la relación de Pombo con la historia, y con la historia del arte en particular, siempre fue tensa.
Pero cuando empieza la ronda de prensa, cuando llegan los niños somnolientos por el invierno y el viaje en micro a hacer la visita guiada y escuchar fragmentos de lo que dice el mediador educativo, y más en general cuando existen algo así como mediadores educativos, el living y el artista de artistas quedan fuera de ángulo: el arte reingresa en la esfera pública y en el discurso más o menos oficial y prolijo de la historia del arte. Esta sería una paradoja común a cualquier experimento contracultural si no fuera que su objeto de deseo es tan peculiar: los artistas olvidados del arte argentino, aquellos pintores y escultores marginales que vienen a representar un extraño papel en la consagración de un artista vivo. Lejos de la vieja línea de los fortines y sus museos municipales, las obras de Pombo podrían ahora salir a dar pelea en Miami, en Nueva York y en donde sea que se discuta la historia oficial del arte contemporáneo latinoamericano y las formas globales que tomaron las subculturas de 1980 y 1990. Habría que discutir a Pombo mirando a Mike Kelley, a Leonilson, a Polke. Habría que hablar de muchísimas bandas, libros, drogas, restaurants y marcas de ropa. ¿Qué lugar queda entonces para Regazzoni, para Luis Ouvrard, para cualquiera de los artistas que forman una especie de canon alternativo cuyo centro era Marcelo Pombo, que los recopiló en un curioso experimento, el Museo Argentino de Arte Regional? La sala en la que se retoman esta y otras experiencias recientes es extravagante no solo por el empleo de pantallas y maquinaria que resulta extraña para una muestra de Pombo; es una antiretrospectiva en el corazón de la retrospectiva y un intento de evitar lo inevitable: el desengaño. Pombo el artista de artistas se convirtió en el vértice del arte argentino de las últimas cuatro décadas. Ahora comienza a dominar en un reino que no es el que acostumbraba, aquel jardín de los pintores olvidados que él recuerda o inventa en sueños. Ahora es Marcelo Pombo, el artista nacional. Su living de amigos, su “amor amor”, su metro cuadrado, se convirtió en historia.
Marcelo Pombo, un artista del pueblo se puede visitar hasta el 16 de agosto en la Colección de Arte Amalia Lacroze de Fortabat, Olga Cossettini 141. De martes a domingo, de 12 a 20.
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