CINE PíXELES
La nueva película de Chris Columbus, el guionista de clásicos como Gremlins y Los Goonies, es una explotación desvergonzada y celebratoria de los años ’80 y en especial de los videojuegos clásicos como Pac-Man o Street Fighter. Píxeles, con Adam Sandler y Peter Dinklage, plantea un escenario descabellado: seres extraterrestres atacan la Tierra usando los personajes de los juegos clásicos como armas. Los salvadores del mundo serán, entonces, los jugadores pioneros, en una vuelta de trama que refleja el mundo actual, donde aquellos nerds alguna vez despreciados configuran el segmento más visible y generador de dinero de la cultura pop.
› Por Mariano Kairuz
Dos años atrás se publicó por acá ¿Por qué los videojuegos pueden mejorar tu vida y cambiar el mundo?, un libro de la diseñadora e investigadora de videojuegos norteamericana Jane McGonigal, que proponía examinar “por qué los juegos nos hacen felices”, que planteaba que el diseño de juegos no es sólo una habilidad tecnológica sino “un modo de pensamiento y liderazgo propio del siglo XXI” y que “jugar no es sólo un pasatiempo” sino “un modo de trabajar en conjunto para alcanzar cambios reales”. En su parte final, adelantaba, el lector tendría “la oportunidad de echarle un vistazo al futuro”: “descubrirá diez juegos diseñados para ayudar a las personas comunes a alcanzar las metas más urgentes del mundo: curar el cáncer, detener el cambio climático, extender la paz y terminar con la pobreza”. Sin demasiado cinismo era posible leer con desconfianza las argumentaciones de esta exageradamente optimista y algo arbitraria última sección.
Como una suerte de contracara involuntaria de la propuesta de McGonigal acaba de llegar a los cines del mundo una película que cuenta esencialmente la misma premisa: que los videojuegos –o mejor dicho, los gamers, nerds y geeks que fueron los mejores en los fichines cuando la industria recién despuntaba, en los ’80–, antes menospreciados por consagrar todo su tiempo a algo “tan intrascendente”, hoy tienen la salvación del mundo en sus manos. Los pormenores de este argumento son algo sobre lo que volveremos después; lo que importa es que la película, que se llama Píxeles, está dirigida por Chris Columbus y protagonizada por Adam Sandler, asume la misma premisa de McGonigal, pero como lo que cualquiera diría que es: una auténtica pavada. Tal vez, en el mejor de los casos, una fantasía divertida, pero una esencial, irreflexiva pavada.
El píxel (acrónimo de “picture element” en inglés) es la unidad mínima de una imagen digital, pero a medida que la gráfica digital se fue volviendo más sofisticada, la palabra ha entrado en el lenguaje coloquial para significar algo más: “pixelarse” se usa para referirse a una imagen defectuosa, la de la señal del cable cuando se descompone en “cuadraditos” de color, o la de una foto digital que al ampliarse pierde definición en sus contornos de ese mismo modo. En el habla común, la pixelación pertenece al mundo de la baja definición, de lo viejo, obsoleto, o en el mejor de los casos vintage, al Pac-Man y el Donkey Kong. Lo que muestran las imágenes tridimensionales con que se viene promocionando la película Píxeles desde hace más de medio año no son, en rigor, píxeles, sino vóxeles, el equivalente con volumen del píxel, la unidad cúbica mínima de la imagen en tres dimensiones. La transformación del Pac-Man a su versión gigante y corpórea es el gran artilugio visual de la película de Sandler y Columbus, pero el título es de todos modos apropiado porque la película trata en buena medida sobre esa transición, del viejo mundo en el que los videojuegos empezaban a apoderarse de un mercado en crecimiento, a la actualidad, en la que se ha convertido en una de las industrias más redituables del universo. Esa transición ya había sido central a una película con varios puntos en común con Píxeles, el film animado Ralph el demoledor, unos pocos años atrás: con la excusa de la virtual obsolescencia en que cayó aquel mundo de gráficos prehistóricos de 8 bits, explotaba el enorme mercado de la nostalgia ochentosa, que hoy es como un virus de la industria del espectáculo, en el cine, la televisión y la publicidad. Pero a su vez, y como se trataba de una película mayormente destinada a los chicos, a chicos que no habían nacido cuando uno “era de Super Mario (Nintendo) o de Sonic (Sega)”, la historia se desviaba por varios universos fantástiscos que la sacaban de la imaginería retro y la acercaban mucho a la tan brillante y nítida y HD cultura pop contemporánea.
En cambio, Píxeles arranca con píxeles de verdad, chatos, de arcade, de “salón de fichines”, y sus protagonistas son cuarentones que tenían unos diez años, más o menos (como Sandler) en 1982, para luego saltar al presente y convertir a sus viejos juegos en vóxeles y a sus nerds en otra cosa y todo el asunto es ese abismo generacional que podrá dejar a muchos de los espectadores más pequeños un poco afuera.
La excusa argumental es tan absurda como simpática: en el mentado ’82, la NASA registra en video una competencia de videojuegos de la época para enviarlos al espacio en una de esas cápsulas temporales lanzadas tipo botella-al-mar-sideral. En algún momento, la botella alcanza efectivamente a una cultura extraterrestre, que interpreta las contiendas pixeladas del Pac-Man, Donkey Kong y compañía como una declaración de guerra, y deciden devolverles la gentileza a los terrícolas con una contraofensiva basada en reglas tomadas de los propios juegos, sólo que con versiones corpóreas, “voxeladas” y gigantes, de aquellos juegos y personajes, que descienden sobre diversos lugares de la Tierra desatando el apocalipsis. Los mensajes beligerantes llegan al planeta a través de viejos videos analógicos con Madonna, Hall & Oates y otros personajes de ese pasado que se resiste a abandonarnos del todo.
Ante esta situación, el improbable presidente de los EE.UU. interpretado por el comediante Kevin James decide reclutar a quienes más saben de estos juegos con los que nos atacan los space-invaders: sus amiguetes de la infancia. Es decir, el segundo mejor jugador del mundo, que hoy se ha convertido en un frustrado adulto con la jeta de Adam Sandler, y también a su mayor enemigo de la infancia: aquel que lo venció en el Donkey Kong traumándolo para siempre, hoy convertido en Peter Dinklage (Tyrion Lanister, de Game of Thrones). Los acompaña otro amigo de la infancia, un nerd conspiranoico que también desperdició su vida pensando en aquellos juegos de la infancia y enamorado de la amazona guerrera de uno de ellos: el comediante Josh Gad. Como para consolidar el espíritu tan Cazafantasmas de todo el asunto, aparece en breve cameo Dan Aykroyd, como el maestro de ceremonias de la infausta competencia de 1982 en la que Dinklage venció a Sandler en el arcade del gorila que lanza barriles.
A diferencia de Ralph el demoledor, lo que hace Píxeles es sumarse sin vergüenza al marketing de la nostalgia por los ’80, una veta que a Sandler, que es uno de los productores de la película, le sirve para seguir explotando ese personaje de siempre, el slacker, el vago carismático que triunfó a pesar suyo gracias a su especial sensibilidad (¿?). La infinita revancha de los nerds.
Y aunque las críticas norteamericanas no han acompañado muy amablemente que digamos el estreno de Píxeles, algunas voces elogiosas la alzaron como “la primera verdadera película de Amblin” en décadas. Amblin es, vale recordar, la compañía fundada por Steven Spielberg a principios de los ’80, a través de la cual produjo decenas de películas que hoy llevan una marca muy particular, y solían estar protagonizadas por grupos de chicos de los suburbios norteamericanos metidos en aventuras sobrenaturales; films como ET, Gremlins, Los Goonies y Volver al futuro; films que la propia compañía homenajeó de manera explícita en Super 8 hace unos años, bajo la dirección de J.J. Abrams. Dos de las más icónicas películas de aquella época (Gremlins y Los Goonies) fueron de hecho escritas por Chris Columbus, cuando era el guionista estrella sub-30, poco antes de empezar a dirigir y seguir fabricando éxitos como Mi pobre angelito y Mrs. Doubtfire, y eventualmente convertirse en el responsable de los dos primeros films de la saga Harry Potter.
Durante las festivas premières internacionales de la película que tuvieron lugar a lo largo de las últimas semanas, el director y cada uno de los actores se sumaron previsiblemente al fervor ochentoso recordando cuáles eran sus juegos favoritos cuando eran chicos. Todos, excepto el veterano Brian Cox, que en Píxeles interpreta a un recio militar de vieja escuela, que mira con desprecio y creciente malhumor cómo el primer mandatario americano pone la guerra contra los alienígenas en manos de un grupo de inmaduros gamers en lugar de dejarlo bombardear todo con sus tanques y misiles como ha hecho toda su vida. “No entiendo por qué están todos tan nostálgicos de los años ’80”, se quejó Cox. “Yo creo que fue una época particularmente horrible. Puedo entender que la gente sea nostálgica de los ’60 o incluso de principios de los ’70, pero ¿los ’80?”.
Sin embargo, una escena menor de la película pone incluso el punto de vista de Sandler en perspectiva, y acaso inadvertidamente termina avalando un poco la postura de Cox. En dicha escena, su personaje discute con un preadolescente las ventajas de los arcade de los ’80 sobre los First Person Shooter (los tiradores en primera persona) que han plagado el mundo de los videogames post Atari en Playstations, Xbox y Wii. En los ’80, ir a los fichines –argumenta Sandler– implicaba presuntamente toda una experiencia social: salir físicamente con amigos fuera de la casa, encontrarse con otros chicos en lugares multitudinarios, conocer a las chicas lindas (o apreciarlas de lejos, al menos) que también asistían a estos lugares. Además, dice Sandler, estos juegos nuevos, a diferencia de los de antes, “no responden a patrones, no tienen estructura”. A lo que el chico le responde que acá “todo consiste en imaginarte que sos el protagonista del juego y que no querés morirte”. La enseñanza, eventualmente, tendrá su aplicación en la batalla contra los alienígenas, desmitiendo un poco, finalmente, la verdad de Perogrullo sobre la que se sostiene la endeble premisa emocional de Sandler, la de que todo tiempo pasado fue mejor. “Eso es algo que se escucha generación tras generación –dice Columbus–. Lo irónico es que, ahora que tengo hijos, veo a mi hijo varón que se pasa el día jugando sus juegos con sus amigos y conversando sobre sus jugadas: es una cosa muy social. Yo recuerdo a mis padres diciéndome lo mismo cuando yo era chico y me pasaba el día leyendo historietas: ‘¡Estás leyendo basura!’. Y ahora...”
Una película de principios los años ’80, Juegos de guerra, fue pionera al imaginar la aplicación de las habilidades en el manejo de tecnología de vanguardia –¡computadoras personales!, ¡lenguajes básicos de programación!– para un mundo nuevo de guerras informatizadas, antes de los drones y el entrenamiento militar con simuladores de realidad virtual. Este tipo de entrenamiento fue anticipado de manera explícita por un libro de 1986 que hoy es un clásico de culto de la ciencia ficción, Ender’s Game, de Orson Scott Card, adaptado al cine en 2013 tras muchos intentos frustrados. Este mismo año Steven Spielberg firmó contrato con Warner Bros. para filmar Ready Player One, una aventura distópica ambientada a mediados del siglo XXI en la que la gente escapa a su espantosa realidad postapocalíptica entregándose a un súper simulador virtual, que además selecciona a sus mejores jugadores a través de una ingeniosa misión de videojuego. A pesar de la obvia contemporaneidad de una premisa sobre la hiperconectividad, la novela contiene un detalle por lo menos sugestivo: las pistas que deben seguir los jugadores están basadas en datos de la cultura popular de la década de 1980. Mientras tanto, el cine de Hollywood más moderno y digital intenta emular las estrategias retóricas de la industria cultural que la ha desplazado del primer puesto, pero suele quedarse en la mera simulación de la “primera persona” (en la manera en que seguimos al El Hombre Araña hamacándose vertiginosamente entre los rascacielos de Nueva York) o en la estructura del avance de la acción por reiteración y niveles, como en Al filo del mañana, donde Tom Cruise moría una y otra vez (game over) y volvía a empezar pero con la experiencia acumulada de su juego previo (“Vive. Muere. Repite”, era su eslogan).
Aunque probablemente nada se acerque tanto al concepto que hizo posible una producción millonaria como Píxeles como las dos películas que ya se encuentran en preproducción, basadas en el libro Console Wars: Sega, Nintendo, and the Battle That Defined a Generation (La guerra de las consolas: Sega, Nintendo, y la batalla que definió a una generación; no disponible en castellano por ahora), del periodista Blake J. Harris. A partir de decenas de entrevistas, Harris reconstruye el relato de cómo Sega consiguió desplazar entre fines de los ’80 y principios de los ’90 a Nintendo, la compañía que detentaba el 90 por ciento de este mercado que, ya para aquella década le había cambiado la cara a la industria juguetera, perfilándose como el entretenimiento que estaba llamado a reemplazar a las Barbies y los Hot Wheels. Si los juegos y los juguetes suelen considerarse como una expresión significativa del modo en que los niños forjan y reproducen su relación con el mundo, Console Wars empieza, nada accidentalmente, presentándonos a su protagonista, un tal Tom Kalinske, ejecutivo, que fue reclutado directamente de la industria de los juguetes tradicionales, para ocuparse de vender mejor los juguetes del futuro. La primera de estas películas será un documental basado en la larga investigación periodística del libro, codirigida por el propio Harris; la otra, una ficcionalización de esta misma historia, que están desarrollando Seth Rogen y Evan Goldberg, el dúo de comediantes-directores (los de Este es el fin y la quilombera The Interview). Suerte de falso David vs. Goliath (pequeños emprendedores-perdedores vs. Gran Empresa), no es difícil encontrar su afinidad con el tipo de aventuras en las que se especializan Rogen y Goldberg, y nada casualmente son ellos dos quienes firman el prólogo de Console Wars, una tontería diagramada como un diálogo entre dos slackers, un par de vagos –media generación más jóvenes que Sandler, acaso sus sucesores– que todavía recuerdan con fervor si eran fans de Sega o de Nintendo antes de que llegara la Playstation y barriera con todo.
Es decir, puro jugo en polvo ochentoso y de principios de los ’90, que sigue rindiendo y no parece agotarse.
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