› Por Paula Pérez Alonso
El caso de Malcolm Lowry con Bajo el volcán rompió el molde en la lista de rechazos célebres en la historia de la literatura, en la que figuran Joyce, Proust, Faulkner, Fitzgerald, Nabokov, Doris Lessing, Kennedy Toole, García Márquez (y siguen los nombres). Cuando Lowry recibe una carta de Jonathan Cape en la que le pone condiciones para publicarla —una serie de correcciones drásticas—, y a pesar de que ya ha recibido doce rechazos de editoriales importantes, se planta y arma una defensa arrebatadora. Cape confía en que si sigue los cambios que él propone, como recortar la novela a la mitad o la tercera parte, mejorará “en el plano estético”, será más legible para un público mayor, pero Lowry está convencido de que el Volcán, como le gustaba llamarla, tiene que conocerse así tal cual él la concibió.
Con un esfuerzo descomunal, seguro de que si sigue los consejos del editor arruinará su novela, Lowry discute punto por punto como si luchara por su vida; desarma de forma apabullante cada uno de los argumentos que ignoran el trabajo de armonía entre forma y fondo que él ha realizado durante años. Su novela tiene varios planos y cada una de las piezas sostiene una construcción que define el peso final del libro. No puede alterar lo medular.
La novela podía leerse como el último día en la vida de un borracho incurable, extraordinario, cónsul en Quauhnáhuac, y su muerte en la noche de festejo por los Muertos; y también podía leerse en la densidad de sus otros planos. Lowry traduce a su editor: el tránsito del cónsul es “el ascenso incesante hacia la luz bajo el peso del pasado, y de su último destino”. Le había llevado doce años terminarla, era su segunda novela, no era un escritor famoso, pero tenía la convicción de que lo que argumentaban el editor y el lector —al que se le encargó la lectura y confección de un pormenorizado informe que nunca se dio a conocer—, iba en contra de lo que él se propuso como escritor, era producto de no haber entendido el corazón de su ficción.
La principal crítica es que el comienzo es muy largo, tarda demasiado en empezar, el temor es que el potencial lector de ese libro abandone antes de que ese largo comienzo haga sentido.
Lowry sabe que la mayoría de las veces trata con sordos, la sordera es parte de la vida cotidiana y profesional. Lo que intenta en su defensa es que su editor oiga. Cuando se habla de musicalidad en la literatura de ficción remite a una mirada política, a la importancia de los tonos, de las pausas, de la notación que se puede palpar y ver en la sintaxis y en las palabras, si el que lee afina o agudiza sus sentidos. Sabe que su trazo no está perfectamente delineado pero no se mecaniza nunca; está dispuesto a defender una lectura que no sea convencional, legible, transparente.
No se trata de vanidad, de negación o falta de autocrítica: la versión que ha enviado a Cape no es la primera sino la cuarta, durante tres años y tres meses la revisó, más o menos sobriamente.
Le critican sus “excentricidades lingüísticas” y le reprochan que los personajes no están bien construidos. El argumenta que no se lo ha propuesto: está lleno de escritores que pueden construir personajes bien desarrollados con la mayor eficacia, “convincentes hasta la perfección, por cada uno que pueda decir algo nuevo sobre el fuego del infierno. Y lo que digo es algo nuevo sobre el fuego del infierno”.
Admite que la novela se pone en marcha grave y lentamente pero el lector podrá intuir que esta gravedad tendrá sus compensaciones. Y para esto sugiere “condicionarlo” aunque sea un poco, desde un prólogo o la solapa, para que esté advertido y considere inevitable la lentitud del arranque. El primer capítulo es necesario tal como está ya que establece la atmósfera y el tono del libro, así como el lento, melancólico y trágico ritmo del mismo México —su tristeza—, y sobre todo el ámbito en que todo va a transcurrir. Y se pregunta con cuántos libros no ha sucedido lo mismo y se ha deseado llegar al final, y cita a Los demonios, El idiota, Moby Dick, Cumbres borrascosas... La catedral que él ha construido —en un momento habla de estilo churrigueresco— es imperfecta pero hermosa en su conjunto.
Hace unos años, Clément Rosset escribió un tratado sobre la idiotez en su acepción original, como “lo único” y singular. Su ensayo arranca con la narración, perfectamente modulada, de la escena de Bajo el volcán en la que llega a Quauhnáhuac la ex mujer del Cónsul, Yvonne, y los dos comienzan el peregrinaje determinado y azaroso de un día intenso, su último día. Cita a Lowry en su descripción de la forma en que el Cónsul e Yvonne se desplazan: “andaban de todas formas, de una cierta forma” (as somehow, anyhow, they moved on: de un modo necesariamente cualquiera, necesariamente fortuito). Rosset siente que expresa la paradoja que afecta no sólo a las forma en que caminan los hombres, estén o no borrachos, sino al destino de todas las cosas. Mimetizado con la excepcional escritura de Lowry, muestra cómo ese texto sensual, moroso y cautivante no viene de ningún lado ni va a ningún otro, y sin embargo es imbatible: la desazón, lo incierto, la condición única del Cónsul en su ámbito, condensados en el “somehow/anyhow” que envolverá toda la novela, son suficientes. Nada tiene que ser transparente ni ofrecer una moral o un sentido. Ya que no hay camino ni dirección porque hay todos los caminos o las direcciones, tan determinados como azarosos.
Esta carta de Lowry a su editor, de cincuenta páginas, articulada y ejemplar en su argumentación, y en el contexto de sus antecedentes y su repercusión posterior, que se publicó en forma de libro con el nombre de Detrás de volcán por la editorial Gallo Nero y con prólogo de Patricio Pron, incita a la relectura del Volcán.
Tuvo la suerte Lowry de dar con un editor como Cape, que desechó su propuesta de recorte y editing y la publicó sin condiciones. En el ascenso hacia la luz bajo el peso del pasado que transita el Cónsul, Lowry no se equivocó, Bajo el volcán siguió vendiendo y es una de las novelas más importantes del siglo XX. Además, “envejeció” bien: todavía hoy irradia la potencia de lo perturbador.
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