Dom 20.09.2015
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FAN > UN ESCRITOR ELIGE SU PELíCULA FAVORITA. ALEJANDRO CARAVARIO Y MELODY, DE WARIS HUSSEIN.

EL CAMINO DE LA LIBERTAD

› Por Alejandro Caravario

Ninguna película me impactó más profundamente que Melody. Aún recuerdo la conmoción romántica, al terminar la proyección, en rotundo contraste con la impavidez de mi padre, que bostezaba con disimulo y barajaba mentalmente un surtido de pizzerías donde concluir la salida familiar. Aunque Melody Perkins y Daniel Latimer tienen alrededor de doce años, nadie podría decir que su amor es ese juego de imitación que los adultos encuentran tierno y cómico. No. Los héroes reclaman para sí no sólo la inmortalidad de sus sentimientos recíprocos, sino la legalidad del matrimonio. Sin dudas, la cosa va en serio. Los chicos se quieren casar y así se lo plantean a las atribuladas familias. Y como no transigen ante los intentos de disuasión, se pudre todo. En apoyo al amor empecinado de Melody y Daniel, los compañeros del colegio (un clásico antro británico donde cunde el castigo físico) se rebelan ante los fruncidos profesores. Y se trenzan en una formidable batalla que termina con la explosión del auto de la mamá de Daniel, una esnob incurable. Los viejos vinagre cobran, la pareja huye. Ganan los buenos por goleada. Final felicísimo.

De modo que el amor –meditaba yo mientras se encendían las luces–, no sólo insufla virtudes inusitadas y sensaciones de máxima intensidad. También puede desatar revoluciones, señalar el camino de la libertad. Quería todo eso para mí y para Gloria, una vecina de ojos fulgurantes a la que acababa de besar por primera vez.

Dos escenas se grabaron para siempre en mi memoria. Una ocurre en el comedor escolar. Daniel, que aún está en la etapa de aproximación y cortejo, toma su plato de comida y, en lugar de enfilar como de costumbre hacia el sector de los varones (los muchachos), se dirige temerariamente a la mesa de las chicas. “¿Me puedo sentar a tu lado?”, le dice a Melody sin medias tintas. Por supuesto que no puede. Pero el chico hizo lo que debía. Las burlas que lo acompañan mientras regresa vencido a la mesa masculina lo tienen sin cuidado. Esas alturas del arrojo y la invulnerabilidad sólo las alcanza alguien enamorado. Idea que, al influjo de Melody, ha concentrado de manera magistral Paul Thomas Anderson en ese gran film que es Embriagado de amor (Punch-Drunk Love).

Otro momento sublime es uno que podríamos llamar clip de amor (la peli está llena de clips de amor): Daniel corre como un descosido en una de las pruebas de atletismo que se disputan en el colegio. Para darse fuerza –o porque ya ha entrado en la fase de obsesión–, su mente sólo registra imágenes de Melody, recuerdos que se enhebran y forman una breve antología del flechazo. Mientras, suena “To love Somebody”, a cargo de Bee Gees (la banda de sonido es una sucesión de hits indestructibles), un toque que envía las emociones a la estratósfera.

Pasados los años, me pregunté si un adulto podría mantener el film escrito por Alan Parker en su podio cinematográfico. Así que me dispuse a una velada revisionista. Una doble función que incluyó Karate Kid como aperitivo y a la que invité a mi amigo Fabián y a mi hermano Christian para que completaran el jurado. Calculé que ellos, libres de compromisos afectivos, equilibrarían mi posible fractura nostálgica con dosis oportunas de objetividad y madurez. Comprobé que la película mantenía su poder devastador. Me retrotrajo, como un ejercicio de hipnosis, a la sala de la calle Lavalle donde me explotó el corazón. Melody consigue eternizar la infancia. Si los actores Mark Lester y Tracy Hyde quedaron congelados como pareja teen (la adultez fue un estorbo insalvable en sus carreras), los coetáneos que asistimos desde la platea a aquella aventura también experimentamos el síndrome Marcelo Marcote cada vez que reincidimos.

Mi hermano y Fabián opinaron que la peli resistía con toda dignidad el paso del tiempo, pero no compartieron mi euforia retrospectiva. El entusiasmo brilló en sus ojos sólo cuando me vieron descorchar un vino reserva. Algo semejante ocurrió con mis hijas. Cuando llegaron a la edad de Melody y Daniel, me apuré a hacerles ver el film que, desconté, las dejaría en un delicioso estado de shock. “Msé, está linda”, musitaron casi de compromiso. Les gustó, es cierto, pero nada más. Mis alabanzas les sonaban desmesuradas, mis escenas predilectas las encontraban apenas simpáticas. Y, lo peor, la vida, para ellas, se disponía a seguir tal cual era antes de Melody. Luego de mucho pensar, superé la decepción. Entendí que mi amor no es transferible. Y que su singularidad irreductible da prueba de una pasión genuina.

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