LEYENDAS > MIS ALMUERZOS CON ORSON WELLES
A mediados de los 80, cuando la depresión, la gordura y la enemistad con los estudios lo tenían completamente arrinconado, Orson Welles se reunía a almorzar frecuentemente con Henry Jaglom, un todavía joven director rebelde emigrado al mundo del nuevo Hollywood. De esos almuerzos captados por una grabadora oculta (a pedido del propio Orson para no sentirse intimidado) surgieron las páginas de Mis almuerzos con Orson Welles. Delicioso y corrosivo retrato de un fin de época, desfilan por sus páginas la ambición y las caídas del gran hacedor de El ciudadano, Katharine Hepburn, Laurence Olivier, Rita Hayworth y el recuerdo emocionado de las películas de John Ford y Frank Capra.
› Por Paula Vázquez Prieto
Durante los años 1983, 1984 y 1985, Orson Welles, aquel de El ciudadano, del escándalo radial de La guerra de los mundos, el prodigio desheredado del viejo Hollywood, el eterno desclasado de la industria del cine, y Henry Jaglom, un inglés criado en Nueva York y emigrado al corazón del Nuevo Hollywood, exponente de la generación de cineastas rebeldes, del rock y el hippismo, se juntaban a almorzar periódicamente en un pequeño restaurante de Los Angeles. Entre ensaladas de pollo y algún que otro postre, entre quejas y comentarios del viejo cascarrabias, Jaglom registraba esas conversaciones en las que se hablaba de todo: de política, de cine, de chismes y amoríos, del irremediable pasado y el incierto presente. La grabadora se ocultaba por pedido de Orson para no sentirse intimidado –como si eso fuera posible– y para propiciar ese clima tan logrado de íntima confidencia. Por entonces, Welles luchaba para seguir en actividad: su última película, la excepcional Fraude (1973), había desconcertado a la crítica con su estructura reflexiva y ensayística, dando cuenta de que Hollywood ya no quería viejos con ideas sino jóvenes con actitud. Sus últimos proyectos recogían la estela de su amado Shakespeare pero siempre terminaban arrumbados en algún escritorio por falta de financiación. Jaglom, por su lado, estaba en otro lugar: resistía todavía, aun en los 80, con un cine personal y un espíritu modelado por la admiración a esa generación de maestros arrinconados en la memorabilia y en los premios honorarios de la Academia. Sin embargo, esa cinefilia reivindicada por los jóvenes Bogdanovich, Coppola y Scorsese, que había estado en la cresta de la ola desde principios de los 70, había adquirido con los años un estatuto de sacralidad del que tanto Jaglom como el mismo Welles se proponían distanciarse. Esas charlas distendidas de los mediodías californianos en el bistró Ma Maison emergen con un aire de cofradía pero también de consistente liberación de toda corrección y atadura, y resultan a la distancia una experiencia tan nostálgica como liberadora.
La publicación de aquellas grabaciones esperó mucho tiempo. Jaglom no se decidía a desempolvarlas y finalmente fue Peter Biskind, editor de la revista Premiere, redactor de Vanity Fair y autor de libros imprescindibles como Moteros tranquilos, toros salvajes –uno de los recorridos más exhaustivos por el Nuevo Hollywood, su ascenso vertiginoso y su camino hacia el nuevo mainstream–, el que llevó el proyecto a su concreción. En el prólogo de Mis almuerzos con Orson. Conversaciones entre Henry Jaglom y Orson Welles, Biskind cuenta quiénes fueron estos personajes más allá de la luz pública, cómo se conocieron en los tiempos en que Jaglom era una ficha más en el tablero de Bob Rafelson y Bert Schneider, los hacedores de Busco mi destino –de la que Jaglom fue montajista– y del cine de motoqueros, drogas y éxtasis juvenil, y cómo surgió aquella inusual amistad. “Con el argumento de su buen trabajo en Busco mi destino, [Jaglom] consiguió que Schneider financiara su primera película, Un lugar seguro (1971), con Jack Nicholson y Tuesday Weld. Deseaba, además, que Orson Welles interviniera también. Peter Bogdanovich había entrevistado muchas veces a Welles para escribir un libro y habían entablado una estrecha amistad, así que Jaglom le pidió que se lo presentara.” Parece que el recibimiento, en bata y en una habitación del Hotel Plaza de Nueva York, no fue de lo mejor. Welles, sarcástico e intimidatorio, puso a prueba a Jaglom en cada frase, demandándole un guión que todavía no tenía y una seguridad que apenas comenzaba a despuntar. Según Biskind, Jaglom no se echó atrás y sacó un as de la manga: “¿Haría usted de mago?”, le dijo a Welles sabiendo que era mago aficionado desde su infancia, y que ésa era una de las identidades de las que siempre se había sentido orgulloso. “Yo soy mago –contestó Welles–, pero no hago primeros guiones de directores noveles.” Cuando las puertas parecían cerrarse, Jaglom intervino: “¿Cómo que no los hace? El ciudadano era su primer guión”. La salida ingeniosa y el interés de Welles por llevar su vieja capa de ilusionista lo sumaron al proyecto y sellaron esa incipiente complicidad.
Los años pasaron y volvieron a encontrarse en 1978 cuando Welles “era tan sólo un monumento ajado de una ilustre pero irregular carrera, acosado por sus acreedores, gordo y abatido por la depresión”, en palabras de Biskind. Había perdido sus energías ante la creciente indiferencia de una industria que no estaba dispuesta a lidiar con su vanidad, y su cine caía lentamente en el limbo del museo. Entonces Jaglom le inyectó la pasión que había perdido al calor de su admiración: “No se parecían ni por origen, ni por educación, ni por personalidad, ni por edad (Jaglom no había cumplido los cuarenta y Welles hacía tiempo que había superado los sesenta); ni siquiera en sus películas hay semejanzas. Lo que sí compartían era el ardiente deseo de labrarse un camino propio”. Biskind parece contagiado de la emoción de aquel encuentro, como un testigo privilegiado de aquella mística que rodeó a los dos directores y el inicio de esa fábula que sería la última ilusión del gran mago. Porque lo cierto es que no salieron muchos proyectos de los ideados por Jaglom y Welles: ni el Rey Lear producida por capitales franceses, ni el guión de The Big Brass Ring –escrito por Welles con su última mujer, Oja Kodar, que finalmente llegaría a la pantalla en los años 90 en una película de George Hickenlooper con William Hurt y Miranda Richardson–, ni ninguno de esos sueños de gloria tardía. Como cuenta el mismo Jaglom: “Yo actuaba como si todo le fuera a ir estupendamente. Necesitaba hacerlo para sentirme bien, para lograr que él se sintiera bien, y, con un poco de suerte, para conseguir que algún productor le proporcionara el dinero que necesitaba para trabajar, para vivir. Yo me engañaba, nos engañaba a los dos, con la esperanza de engañarlos también a ellos y hacer realidad una profecía autocumplida”.
Pese a los fracasos, lo que sí quedó fue el testimonio de ese Welles desconocido, inseguro por momentos, soberbio en otros, suelto en sus filosos comentarios sobre quienes despertaban su tirria o generoso con quienes quería y admiraba. En las charlas con Jaglom, el Welles de la vejez ajusta cuentas con todo y todos, sin tapujos ni concesiones.
Infinidad de nombres surgen a lo largo de los encuentros entre Welles y Jaglom, y cada uno de ellos merece un comentario, una burla o una aclaración. Aun consciente de lo arbitrario de sus afinidades y lo implacable de sus prejuicios, Welles se revela un gran observador, dueño de una mirada fascinante, reveladora de sus propios miedos y del suelo en el que se afirma su colosal ego. Estrellas, directores, escritores, todos reciben algo y nadie se queda con las manos vacías. Desde sus comentarios sobre la vida sexual de Katharine Hepburn (“Durante el rodaje de El ciudadano yo estaba en la sala de maquillaje y ella vino a sentarse a mi lado; estaba filmando Doble sacrificio. Empezó a contar cómo era el sexo con Howard Hughes. Entonces nadie hablaba con tanto descaro, aparte de Carole Lombard. Pero en Carole era natural, no sabía hablar de otra manera. Katie, en cambio, con su acento de niña de clase alta, daba la impresión de que ser grosera era una decisión”), hasta su odio por Spencer Tracy y los irlandeses americanos (“Me cuesta recordar una buena interpretación suya”; “A la mayoría de los irlandeses inteligentes no les gustan los irlandeses. Y hacen bien”), pasando por la estupidez de Laurence Olivier y los grandes actores (“Larry es tonto, y hablo en serio. Yo creo que la inteligencia es un inconveniente para un actor. Porque si eres muy inteligente no eres, por naturaleza, muy emotivo, sino cerebral”), y el síndrome “Chaplin” de Woody Allen (“Como les ocurre a todos los tímidos, tiene una arrogancia desmedida. Todo aquel que habla en voz baja, muy despacio y se arruga delante de los demás es inconcebiblemente arrogante. Se odia y se ama al mismo tiempo y, por eso, está siempre tenso. ¡Y luego las personas como yo tenemos que fingir modestia!”). Welles espera el pie para despacharse con sus anécdotas (“¿No te conté aquella de Alexander Korda?”) que recrea con dedicada vocación, añadiendo elogios cuando se trata de él, acentuando el patetismo cuando se trata de otros, pero con clara conciencia del juego propuesto, en el que Jaglom participa sin sumisión (“¡No entiendo por qué dices esas cosas de los irlandeses!”).
Así como arremete con perspicacia en sus comentarios más mordaces, Welles no teme ponerse emotivo en el recuerdo de sus años de matrimonio con Rita Hayworth, las turbulencias durante el rodaje de La dama de Shanghai y las críticas de la prensa por haberle arrebatado la melena pelirroja a la Hayworth. “Rita siempre pensó que fue su mejor película –recuerda– y estuvo a mi lado cinco meses cuando tuve hepatitis y estuve a punto de morir, o cuando quería dejar el cine y el teatro y me insistió en seguir adelante.” También se desnuda en su admiración por la inteligencia y el sentido del humor de Carole Lombard, en su cariño entrañable por Joseph Cotten, y en la emoción que sentía con las mejores películas de John Ford y Frank Capra. Sus amores nunca tienen límites, emanan de esa inexplicable cercanía que experimentaba con sus personajes más reñidos con la moral –que él mismo interpretaba, dirigiera o no la película– como el nazi de El extraño, Kane en El ciudadano, Quinlan en Sed de mal o Harry Lime en El tercer hombre. Todos ellos se nutrían de su personalidad arrolladora y expansiva, la misma que cautiva a Jaglom, la que nos cautiva a nosotros a la distancia. Dotados de las aristas más incómodas, ellos como Welles eran humanos en esas debilidades, las mismas que inspiraban su ternura y comprensión.
Más allá de el derrotero de Welles tras los años de El ciudadano, el peso fatídico de aquella obra magistral, la imposibilidad de ceder y adaptarse a las mínimas condiciones que le imponían los estudios, la vanidad y el ego, la exquisita inquietud que despertaba a su paso, el Welles de aquellos encuentros trasciende la mirada de Jaglom, su admiración y su recuerdo. Es un Welles que se desdobla en sus infinitas facetas, en sus pases de magia y sus trucos especulares, el que dice que siempre miente pero nunca dos veces sobre lo mismo, el que despliega un humor corrosivo y locuaz capaz de internarnos en un laberinto placentero y rocambolesco. Sus excesos son el alma de esa humanidad incontinente, que no halló espacio suficiente para expresarse, que siempre superó las inhibiciones que amenazaban acuartelarlo y que hizo de su ingenio y su ironía su genial escapatoria.
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