FAN > UNA DIRECTORA TEATRAL ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: MARíA LAURA SANTOS Y LABERINTO DE JIM HENSON
› Por María Laura Santos
Una de mis películas favoritas es Laberinto. Interpretada por Jennifer Conelly, Sarah es una adolescente un poco Alicia, un poco Dorothy, que siempre me fascinó. Fácilmente, una niña podía identificarse con esta chica en exceso soñadora que junto a su perro reproducía las escenas de sus libros favoritos. Ahora, lo mejor era que David Bowie componía al villano Jareth, Rey de los Goblins; Bowie, a quién aún no conocía, desplegaba un universo novedoso para mí: vestuario dark, ojos maquillados, labios rosados, peluca batida y calzas completaban a un Rey de naturaleza ambigua y misteriosa, que con sus larguísimas piernas bailaba “Magic dance” entre duendes.
La película se estrenó en el ´86. El VHS aparecería al año siguiente y en el videoclub de mi pueblo, tal vez un año más tarde. Yo tendría entonces nueve o diez años. A mi pueblo todo llegaba tarde y a mi casa, aún más tarde. Con mi amiga Carolina, la que tenía videocasetera, habíamos ido al videoclub del Loco Díaz cuando nos topamos con la estrafalaria caja de Laberinto. Una vez en su casa, sentadas en el sillón pegado a la pecera de tortugas marinas -espacio al que dedicaba un tiempo obligado de contemplación cada vez que iba- nos dispusimos a verla. Todo estaba listo, sólo que en lugar de pochoclos teníamos moras que habíamos recolectado de pasada en la plaza.
En la historia, Sarah tiene trece horas para atravesar el laberinto, llegar al castillo del Rey Jareth y salvar a su pequeño hermano de ser convertido en duende. Para esto, contará con la ayuda de sus recientemente conocidos pero ya fieles amigos: un duende llamado Hoggle, un monstruo peludo que se comunica con las piedras, el valiente caballero Sir Didymus y su fiel compañero Ambrosius.
Al encontrarse Sarah cada vez más cerca de salvar a su hermano, Jareth intenta corromper la lealtad de Hoggle, obligándolo a que entregue a la chica una fruta envenenada. Ante la amenaza de ser enviado por el poderoso Rey a la ciénaga pestilente, el duende accede y ofrece engañosamente a Sarah la fruta. Ella confía, la muerde y con delicada sensualidad dice “thank you”. Paradójicamente agradecida con quien la traiciona, se marea, adormece y cae en un enrarecido sueño: una gran fiesta en el castillo, en la que ella y Jareth bailan “As The World Falls Down”. Sarah quedaba así obnubilada por un mundo de fantasía, corriendo el riesgo de olvidar por qué había llegado hasta ahí.
Esta escena continuó por meses en nuestra mente. O bien por la traición, para nosotras incomprensible, o simplemente porque algo del deseo de los protagonistas nos extrañaba. Días después, mi madre nos llevaba a pasar el día a una chacra a 50 kilómetros del pueblo. Nada nos excitaba más, sabíamos que habría caballos, pileta y la tentadora promesa de jugar sin la constante presencia de adultos. Todo sucedió tal cual lo imaginado, los caballos, las zambullidas en la pileta, la sensación de estar solas. Al momento de volver algo demoró la salida, algún tema de señoras que no recuerdo ni viene al caso. Hacíamos tiempo, caminábamos alejándonos de la casa mientras como un dibujo perfectamente realizado se delineaban hileras de árboles. Era un sector de la chacra en el que no habíamos estado: los frutales. Recuerdo cuatro o cinco árboles de durazno que, adrede, no estaban alineados. Entre las calles frutales los duraznos se imponían, rebeldes. Con la brillante idea de reproducir aquella escena de la película en la que Sarah es engañada con la fruta prohibida, decidimos treparnos. Decíamos “thank you”, mordíamos un durazno y lo tirábamos al suelo. Con cada durazno imitábamos la intención, tratando de refinar aquella perspicaz sensualidad en el decir; luego, el gesto de mareo y el desmayo. Lo más divertido consistía en intentar el desmayo, sobre todo porque estábamos trepadas a dos metros del suelo y podíamos caernos. Si hubiésemos tenido más tiempo los hubiéramos devorado a todos, cual plagas, pero un llamado nos devolvió a la realidad, invitándonos a subir al auto y emprender el regreso. Por la ventanilla trasera dejábamos atrás un cementerio de duraznos.
Al día siguiente me despertó mi madre con un gritado y agudo reto; la dueña de la chacra estaba enterada de nuestra travesura. Resultado: a mi amiga la mandaron a la cama sin cenar y a mí no me dejaron verla por un par de días, que parecieron meses, años.
Siempre me gustaron las historias de heroínas, Laberinto es de mis preferidas. Uno después se entera que el guión es de Terry Jones -de los Monty Python-, que la dirigió Jim Henson, que la produjo George Lucas, que la escena de las escaleras infinitas refiere a la obra de Ernst, y que tal vez Bowie esté arrepentido de haber participado.
Laberinto me recuerda a mi infancia, a cada una de mis amigas. Y aunque de las calzas de Bowie y de sus botas de taco pasé a las calzas de Axl Rose y sus borcegos -perdón, se ve que me distraje durante un buen rato-, volví a Bowie años más tarde, por suerte volví.
Una de mis imágenes favoritas del futuro es esa en la que todas mis amigas de la infancia, con larguísimas piernas, en un campo cercano al pueblo, al lado de una laguna rodeada de verdes y dulces frutales, bailamos “Magic Dance”.
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