ARTE > ALFREDO PORTILLOS
El Museo de Calcos y Escultura Comparada Ernesto de la Cárcova exhibe por estos días la obra de uno de los artistas argentinos vivos más particulares: Materias, formas, espacios. Un recorrido por el arte, la magia y los misterios, de Alfredo Portillos. Comenzó su carrera en Tucumán y La Rioja, pero estudió zen e hinduismo, vivió en Brasil, en una comunidad del Amazonas, se especializó en religiones populares y rituales indígenas, hizo arte conceptual, objetos, performances; se metió en ataúdes, exhibió hongos alucinógenos. Ahora vive en su casa-taller de La Boca donde su propio cuerpo es un lienzo –lo tatúa su hijo– y en el Museo muestra altares e instalaciones que unen iconografía religiosa cristiana con rituales ancestrales y elementos del candomblé y el vudú: una estética sagrada y profana.
› Por Marina Oybin
Vive encerrado en su gran casa-taller en las entrañas de La Boca. Alfredo Portillos sale en contadas ocasiones. “Hace años que estoy aislado de la gente. Me conecto mentalmente con las personas que quiero: ellos no me lastiman”, dice el artista. “A veces tengo miedo porque entre esto y la locura hay un paso. No todos lo entienden”. Habla con unos pocos, entre los que está su hijo de 52 años que hace tatuajes, viven juntos. A veces, le pide que continúe el diseño que empezó a tatuarle hace ya dos décadas: él prepara el equipo. Con agujas marca el cuerpo del padre. “La obra finalizará después de mi muerte, antes de que me cremen, cuando separen la piel de mi cuerpo y la subasten: la gente pagará por tener algo raro. Lo recaudado será donado a un hospital o se destinará a la lucha contra el Sida”, dice el artista.
Por estos días en el Museo de Calcos y Escultura Comparada Ernesto de la Cárcova puede verse Materias, formas, espacios. Un recorrido por el arte, la magia y los misterios, con curaduría de Diana Zuik. La muestra condensa temas y obras clave de la producción del artista nacido en 1928 en Buenos Aires: desde el surrealismo pasando por la geometría constructiva y la abstracción hasta el arte conceptual.
Apenas uno entra en la casa de Portillos, se escuchan los ladridos de un par de perros blancos y grises, de esos que tiran trineos, parecen lobitos. Compulsivamente, no dejan de raspar la puerta que va del patio al living. Los hocicos empañan los vidrios. Se escuchan las pezuñas como maderas que golpean. Al rato se recuestan, uno pegado al otro. De nuevo el ruido incansable. Pero no hay caso. No entrarán.
La casa-taller de Portillos está atiborrada de restos de instalaciones, obras rotas, cables, cajas por doquier, sillas apiladas, botellas en el piso. En una de las paredes del cuarto en que conversamos, Portillos escribe números de teléfono y nombres. Es una forma de no perder información en el desorden. Hay dos televisores. Su hijo pronto traerá el tercero.
Entre el desfile inagotable de objetos que copan la casa, Portillos conserva bolsas de plástico con videos de sus performances y de otras obras suyas. Quiere guardar el material en una “Escultura Futurológica”, una especie de cápsula que podrá abrirse en medio siglo. Sobre una mesada, un mix de imágenes religiosas de diferentes credos conviven con un Maneki-neko, el popular gato de la fortuna japonés agita manos. Sobre este altar multirreligioso, una foto del artista con su madre ocupa el centro de la sala: “Después de estar seis años en el seminario, me sentí débil, estaba muy enfermo. Ya no comía ni bebía. Mi madre me cuidó: me salvó con amor y mimos”.
Entrar en la Cárcova para ver la muestra es un golpe al recuerdo. Aquí muchos vimos por primera vez, por ejemplo, al colosal David. Impresionaba su cabeza embutida en un cubículo del techo, casi tocando el cielo raso. Ahora respira. Las salas fueron reacondicionadas. Además, se creó la nueva sala de Mesoamérica, se restauraron casi todas las obras y se desarrolló un nuevo guión museográfico.
La colección del museo incluye calcos de obras maestras de arte egipcio y caldeo-asirio, griego, greco-romano, medieval románico - gótico, del Renacimiento y el arte oriental. También se incorporó una valiosa colección de calcos de culturas de América Central.
Integrada principalmente por obras de la Grecia clásica, la mayoría de las piezas son primeras copias de originales expuestos en el Museo Británico, en el Louvre y en la Academia de Florencia. Una buena parte de los calcos son regalos del gobierno alemán para la Exposición del Centenario de nuestro país. Otro conjunto de calcos, en su mayoría esculturas de bulto, se incorporaron entre de 1923 y 1928.
El camino de Portillos arrancó en este sitio. Cuando en la Cárcova le dijeron que lo suyo no era arte, se fue directo a Tucumán a estudiar con Lino Enea Spilimbergo. Conoció a Carlos Alonso y Miguel Dávila. Spilimbergo le ofreció un taller para trabajar en la Universidad de Tucumán. Se quedó allí con su mujer, mientras vivía en una pensión y hacía changas como albañil.
Portillos egresó de la Escuela Nacional de Tucumán en 1952. Al terminar la década del ’50, hizo pie en La Rioja. Estudió filosofía zen, hinduismo. Fue profesor en la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova, y director del Museo Municipal de La Rioja. Fundó la Escuela Superior de Diseño y Técnica Artesanal de La Rioja, de la que fue rector.
Vivió en Brasil. Puso el foco en ceremonias de religiones populares y en rituales indígenas, que usó como materia prima de sus obras. Hizo arte correo, arte conceptual, objetos, performances, instalaciones ceremoniales y altares. Vivió en una comunidad del Amazonas. Viajó por el mundo y siguió desplegando su arte y su interés por las distintas manifestaciones religiosas. Portillos siempre consideró que “el arte es iniciación”: “Todo hombre es un artista en potencia. El que sigue este camino tiene que estar muy seguro: siempre hay obstáculos que afrontar”.
Participó en más de medio centenar de muestras nacionales e internacionales. Integró el Grupo de los 13, luego el Grupo CAYC, junto con Víctor Grippo, Luis Benedit, Jacques Bedel y, más tarde, Clorindo Testa. Participó en la primera Bienal Latinoamericana de San Pablo (1978) y en la LXII Bienal de Venecia (1986), entre otras.
Con el CAYC ganó el Primer Gran Premio Itamaraty en la XIV Bienal de San Pablo de 1977 presentó un “Altar ecuménico” que integraba distintos oficios religiosos de Latinoamérica desde la llegada de los europeos. Frente al público, en este espacio religioso –y, claro, estético- se celebraron ceremonias en las que participaron curas, rabinos, pastores, monjes zen y chamanes.
Apenas uno entra en la sala de muestras temporarias del museo de la Cárcova donde se exhibe Materias, formas, espacios. Un recorrido por el arte, la magia y los misterios, siente un fortísimo olor a desinfectante del que se usa en los hospitales. Sobre unos algodones empapados en ese líquido, cuelgan unas patas de cerdo con la inscripción: “piso: 7/ habitación: 382/ camas: 6 * 7 / Médico de piso: Doctor Alfredo Portillos”. Una obra que el artista hizo luego de someterse a una operación.
Desde sus inicios, ya en pinturas de la década del ’50 como “El velorio” y “La quema”, que se incluyen en la muestra, el tema de la muerte está presente. Portillos creó altares e instalaciones ceremoniales que unen iconografía religiosa cristiana, rituales ancestrales, candomblé, vudú. Símbolos de la ortodoxia católica conviven con santos populares en singular sincretismo.
Ahí está su lúgubre “Capitán Francisco de Orellana”, y una cabeza de jaguar, cazado por el mismo capitán, como trofeo. “Homenaje a los pueblos de América” es un gran monumento escultórico hecho con barro y cañas. “Vudú a los conquistadores americanos” es un sombrío altar- conjura que incluye lana y un feto de llama embalsamado tras un vidrio.
El clima es sórdido, agobiante. Una momia deshecha de Francisco de Orellana se exhibe dentro de una especie de ataúd transparente. Sostiene la espada y un rosario. Las telas que lo cubren vueltas harapos. El cuerpo consumido, amputado, conjuga apogeó y caída de un símbolo. Y están los cuidadores de las tumbas sagradas devenidos figuras antropomorfas. Cerca, hay un gran hongo alucinógeno con corona de espinas y registros fotográficos de su “Altar ecuménico” en la Bienal de San Pablo y de “Homenaje a los mártires y santos latino- americanos”, ambas performances de 1979.
“Neólogo en busca de un nuevo lenguaje” así se define Portillos. En su obra, se alternan el altar, la cruz, Ceferino Namuncurá, la lana, las ovejas, el petróleo, las ceremonias mapuches. Y la lista sigue con momias, máscaras. Se interesó por el cristianismo y la filosofía zen pasando por el hinduismo, el candomblé, el judaísmo, el protestantismo hasta los rituales indígenas. “Al revés de los mestizos y los hijos de españoles que jamás participaron de los rituales indios, yo me entregué a todas las ceremonias de mi pueblo. Rompí con la estructura europea, corté el cordón umbilical y acepté el elemento mágico de la Pachamama, la Madre Tierra. Como euroamericano di gracias a la Pachamama por haberme recibido en su seno. Y, al cortar el cordón umblical con Europa, sin resentimiento alguno comencé a sentir a la América latina”, afirmó.
Portillos vivió en singular ritual. Desató ceremonias, ofició de sacerdote, convocó a religiosos, aprendió de ellos. Construyó una estética sacra propia. En algunas performances, montó escenas en compañía de la parca. En una ocasión, representó su propio velorio: su hijo lo filmó. Ese día se metió en un féretro. Ahora, vuelve a recordar ese momento. “No estaba encerrado. En realidad uno siempre está encerrado en esta caja”, dice Portillos mientras apoya las manos en su pecho.
Materias, formas, espacios. Un recorrido por el arte, la magia y los misterios se puede ver en el Museo de Calcos y Escultura Comparada Ernesto de la Cárcova, España 1701, CABA, de martes a domingo de 10 a 18 hasta el 1º de noviembre. Gratis
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