› Por Sergio Kiernan
Cualquiera sabe, ya es refrán gastado, que una vida no alcanza para conocer Roma. Pero la conclusión falsaria es que si la vieja ciudad de los italianos es como un espejismo, nunca alcanzable, imposible de aprehender, infinita en sus matices, a Buenos Aires se la conoce y se la puede conocer. Nuestra maltratada capital es, después de todo, la Ciudad de la Yegua Tordilla de Leopoldo Marechal, que la castigó con mercaderes que miden, pesan y venden. Hasta las almas más alegres a veces empiezan a creerse esto, que ya vieron todo lo porteño, escucharon todas las historias, encontraron todas las casas increíbles, se cruzaron con todos los fantasmas. Es entonces que aparece alguien como Vicente Mario di Maggio y nos devuelve algo de la patafísica.
En una pequeña sala abierta en la planta baja de la Biblioteca Nacional, entre los murotes de hormigón, al lado de la librería, se alza una muestra llamada Buenos Aires, un mapa del degüello. Trata acerca de “Cefaléutica, toponimia y guía histórica de los decapitados de la Capital Federal, más algunos apuntes sobre la cultura de la cabeza trofeo en el Río de la Plata”. Lo que Di Maggio hizo y expone es preguntarse, como tantos de nosotros, quiénes son y qué hicieron todos esos tipos olvidados por completo que les dan nombres a tantísimas calles porteñas. Pero como el autor pertenece a un grupo que busca ver las cosas de maneras alteradas, el Teatrito Rioplatense de Entidades, el corte de nombres que hizo fue, digamos, peculiar. Di Maggio compiló la lista de calles que recuerdan a degollados, a degolladores y a ordenadores de degollinas. Y la lista es larga.
El contexto histórico es la misma formación de la Capital, al final de nuestras guerras civiles. En 1881 se pasa una ley que toma la ínfima ciudad de Buenos Aires y se la suma a la de Belgrano y la de San José de Flores, con unos buenos pedazos de campo abierto alrededor. Enseguida viene un boom de la construcción raramente visto, la apertura de decenas y decenas de calles, y por tanto la necesidad de darles nombres. No extraña que lo que apareció fuera un panteón de unitarios caídos en las guerras, un homenaje tridimensional a los que ganaron. El segundo nivel de la muestra de Di Maggio (y del catálogo-libro que la completa) es la obsesión local por degollar al cautivo. En estos tiempos de gentileza social y de conciencia por los derechos humanos, pensar en esto es asomarse a una Argentina radicalmente distinta, una de guerra constante entre 1806 y 1880, una en que todo el mundo andaba armado desde el primer día en que se afeitaba, y en el que la única industria masiva, lo único que masas enteras sabían hacer, era cortar vacas a cuchillo. Un país de matarifes y cuereadores que vivía en guerra.
Con lo que en la frase de Rosas, se degollaba para no gastar pólvora en chimangos. Di Maggio rescata historias pequeñas como que las nenas de la época escondían sus muñecas porque los varones las degollaban para jugar, y que los adultos hablaban con seriedad de las ventajas y problemas de los diversos estilos de ejecución: a la “oriental” o uruguaya, sujetando al condenado de la melena, desde atrás, y abriéndolo de oreja a oreja; a la “brasileña”, con un golpe de punta en la nuca que saliera por adelante; y a la “argentina”, de frente y con dos golpes rápidos a la carótida. Esta es la base de la cefaléutica de la muestra, que sigue con los textos jacobinos de Moreno invitando a “cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa” en busca de una libertad “ciega y armada de un puñal”. La cosa sigue con los que murieron con la cabeza puesta, fusilados o enfermos, pero la tuvieron cortada después, como trofeo o para salvarla del trofeo. Y busca su herencia en frases como “el muerto se ríe del degollado”, “pasar a cuchillo” y tantas otras que se siguen usando.
La lista que forma el centro de la muestra y conforma un atlas en el catálogo, simplemente puebla toda la ciudad. Están Arenales, Acha, Vilela, Quesada, Villanueva, Ramírez, Cubas, Enciso, Estomba (un verdadero orate, que terminó en un manicomio después de andar degollando con un hacha), Warnes (decapitado por los realistas ya muerto), Murillo, Padilla, Loyola (que no es el santo sino un adelantado al que le fue mal en Chile), Avellaneda (degollado y desollado), Antezana, Pizarro, Arengreen, Rauch, Lavalle (postmortem y para salvar su cabeza), Maza, Cortina, El Chacho, Oliden, Lynch, Mason, Riglos, Saráchaga, Corvalán, Medina, entre varios más. También hay nombres topográficos de batallas que terminaron en verdaderas orgías –degollados de a 300–, de cabezas coleccionadas como las de Calfucurá y Catriel, y de coleccionistas como Perito Moreno y Darwin.
Buenos Aires resulta, después de esta muestra, un mapa de la violencia.
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