Dom 03.04.2016
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WIM WENDERS

EL ESTADO DE LAS COSAS

Quería ser artista plástico o escritor, pero el deslumbramiento por el cine le llegaría en París a donde viajó en los años sesenta para intentar pintar. Ahí descubriría la Cinémathèque, a Bergman y a Anthony Mann, y en 1974 finalmente se largaría a filmar con Alicia en las ciudades. El año pasado, Wim Wenders, el director alemán de obras tan complejas y celebradas como El estado de las cosas, Las alas del deseo y París, Texas cumplió setenta años, y en Alemania se publicó un volumen de homenaje que reúne sus textos sobre otros artistas escritos a lo largo de los últimos veinticinco años. Por estas páginas desfilan, entre muchos otros, Bergman y Mann, Edward Hopper, Pina Bausch, el fotógrafo James Nachtwey, el fundamental Yasujiro Ozu y por supuesto, Cézanne. Ahora Los píxels de Cézanne se publica en Argentina, permitiendo abordar una autobiografía artística en la que a través de reflexiones y análisis sobre los artistas que más admira, Wenders también se piensa sí mismo.

› Por Marcelo Figueras

Wenders fue concebido y gestado durante el desmoronamiento del Tercer Reich; y nació en la ciudad de Düsseldorf, que ya había sido arrasada por las bombas, pocos meses después de que los Aliados la conquistasen. Le tocó crecer en un país en ruinas, partido al medio por un muro, militarmente ocupado y devastado por la culpa y las dudas respecto de su propia identidad. No sorprende, pues, que a Wenders le haya costado tanto descubrir qué era y quién era.

Uno de sus primeros films, Alicia en las ciudades, arranca con un apunte que es fácil imaginar autobiográfico. El protagonista, un periodista alemán llamado Philip Winter (Rüdiger Vogler), resulta increpado por un superior, que le ordena se limite a hacer lo que se espera de él. Pero el pobre Philip no puede responder más a las expectativas de sus superiores; ya no le sale, por más que lo intente. Ni siquiera consigue terminar su artículo, sólo atina a sacar fotos de modo compulsivo. Le obsesiona el hecho de, entre la escena que acaba de ver y la foto que le sacó, exista siempre una disonancia que no termina de explicarse. La cámara le está mintiendo sistemáticamente. Y él siente que debe hacer algo al respecto.

A esa altura de su vida, Wenders llevaba años decepcionando a sus mayores y buscando de modo febril. Había estudiado para ser médico como su padre, luego cambió por la filosofía, más tarde quiso ser pintor. Incluso se planteó volverse cura, tentación de la cual, suele decir, lo rescató el rock and roll. La cultura alemana —toda esa música, toda esa filosofía, todo ese Goethe— había quedado sepultada debajo de los escombros y de la humillación. Kraftwerk no surgió allí y entonces (también en Düsseldorf, a comienzos de los '70) por casualidad: era más fácil hacer música electrónica, y así proyectarse hacia el futuro, que reconectarse con el patrimonio cultural de la nación que había masacrado a millones de judíos.

En un pasaje de su flamante libro Los píxels de Cézanne, Wenders cuenta que el cineasta Sam Fuller pisó Alemania por primera vez cuando era soldado, parte de la Primera División de Infantería; y que pasó una de sus primeras noches en una casa donde —sólo lo descubrió al día siguiente— había nacido Beethoven. Siendo alemán, Wenders tuvo una experiencia equivalente: durmió durante décadas en el país de Beethoven, sin darse cuenta, o sin que se le permitiese asumir lo que eso significaba. En lugar de vivir su cultura, creció al amparo de aquella que los vencedores habían impuesto: Hollywood, Coca-Cola y rock and roll.

En París, donde había ido a pintar, se enamoró del cine. Sitios como la Cinématheque le permitían ver hasta cinco films por día, a cambio de un puñado de francos. Allí tenía a su disposición buena parte de la filmografía internacional, a diferencia de lo que ofrecían las colonizadas carteleras alemanas. Quiso entrar en la célebre escuela IDHEC, pero no aprobó el examen; por primera vez, una de sus potenciales vocaciones se le resistía. Pero el virus ya había penetrado en su alma. Volvió a Alemania en 1967, para trabajar en una oficina europea de United Artists. Y desde allí siguió los acontecimientos que sacudieron a París, desde comienzos del '68. Los jóvenes salieron a la calle para defender a Henri Langlois, alma pater de la Cinématheque, que había sido depuesto por el ministro Malraux, y siguieron protestando por causas más amplias. El mundo era una fragua, los jóvenes asaltaban la herrería y todo el mundo tenía una cámara en la mano.

Su primera intervención creativa en el quehacer cinematográfico pasó por la escritura, como crítico de cine. "Sólo escribiendo puedo pensar las cosas hasta el final", dice, y hay que creerle, porque Wenders filma como escribe: de modo tentativo, buscando no tanto una historia como "una forma pura, una utopía". Cuando describe el cine de Anthony Mann —que descubrió en París, y al que admira tanto que le atribuye su decisión de cambiar los pinceles por la cámara—, lo hace de un modo que podría aplicarse a su propia filmografía: "Un hombre, un viaje, un paisaje, el pasado que regresa, una crisis de vida, una lucha, el fuerte anhelo de pertenecer a alguna parte, la responsabilidad, la lealtad, una mujer".

Se puede leer Los píxels de Cézanne como una autobiografía artística en escorzo. A través de lo que ha escrito sobre artistas que admira, Wenders se piensa a sí mismo. Por ejemplo comprende, al reflexionar sobre Ingmar Bergman, que en su juventud, el cine —el arte— era pecado: sólo pudo ver las películas seminales del sueco contrariando nuevamente el mandato de sus mayores, y escapando al cine en secreto. Con el tiempo, entendió por qué querían preservarlo de ciertas manifestaciones artísticas a las que se consideraba no del todo sanctas. Wenders es consciente de que todo artista trata de "redactar un informe sobre el espíritu de su época". Y el zeitgeist del que le hablaban Bergman y Antonioni, aquel que lo interpelaba y con el cual se identificaba, era uno de reacción contra la alienación.

Sus otros amores como cinéfilo eran todos exiliados o hijos de alguna diáspora: Mann se llamaba Emil Bundsmann, Douglas Sirk era Hans Sierck, Fuller era Rabinovitch por parte de padre. (En Alicia en las ciudades, Philip Winter lee un diario la noticia de la muerte de John Ford, el legendario cineasta que era hijo de irlandeses y se apellidaba Feeney. Si el Gran Dios Ford había muerto, sugiere ese apunte, todo se volvía posible — hasta emularlo.) Uno de los pintores que Wenders más admira, Edward Hopper, no expresaba otra cosa que la soledad del hombre contemporáneo: sus personajes están siempre en tránsito, gente que no deshace sus maletas, parejas que conviven sin cruzar palabra, figuras literalmente a-isladas. Para ninguno de estos artistas existía algo a lo que pudiesen llamar hogar.

Ese Wenders, el que procede a informar sobre su alienación, es el de sus primeros, notables films: desde Alicia (1974), pasando por En el curso del tiempo (1976) y llegando a El amigo americano (1977). En el medio había intentado reconectar con su acervo cultural, trayendo el Wilhelm Meister de Goethe a tiempos contemporáneos, en Movimiento falso (1975). Pero la operación no funcionó. La Historia no podía desandarse: Wenders —un alemán de posguerra— se identificaba más con Tom Ripley, el personaje creado por Patricia Highsmith, que con el padre de la literatura germánica. Se sentía más próximo a los problemas de identidad de Ripley —que llegan al punto de empujarlo al crimen—, que a la ingenuidad del joven Meister.

Hoy sé bien por qué me impresionaron tanto aquellos filmes, que vi durante la dictadura y me persuadieron, junto con los de Herzog, de estudiar alemán en el Goethe de la calle Corrientes. Los jóvenes que aquí asomábamos a la consciencia bajo la égida militar, vivíamos también en un país ocupado, donde buena parte de nuestra cultura estaba proscripta. Para aquel joven que fui, era más fácil identificarse con Philip Winter que con el Tony Manero de Fiebre del sábado por la noche (1977). Como el protagonista de Alicia en las ciudades, sentía que ninguna cámara reflejaba lo que yo estaba viendo.

Por ese entonces, Wenders pegó el mismo, lógico salto que en su momento dieron Mann, Sirk, Lang y tantos otros directores europeos: probó suerte en Hollywood, tutelado nada más y nada menos que por Francis Coppola. Pero su experiencia, y el film resultante —Hammett, 1982—, concluyeron en un fracaso. Que Wenders contó en el espejo deformante de otro film, El estado de las cosas, que le valió el León de Oro del Festival de Venecia pero lo dejó ante un abismo creativo: después contar la espera y la nada como lo hacía allí (parafraseando una frase de Jean Cocteau que siempre tiene presente: El cine consiste en filmar la muerte trabajando), ¿qué le quedaba por decir?

Y entonces, de modo casi milagroso, lo salvó el cine de Yasujiro Ozu.

En Los píxels de Cézanne, Wenders cuenta que fue a un cine del Upper West Side de New York por casualidad. Que vio Tokyo Story, salió del cine "en estado de dicha", llegó a la esquina... y pegó media vuelta para verla por segunda vez, revisión que no hizo sino confirmar la epifanía inicial.

Wenders define a Ozu como "el paraíso (hace tiempo perdido) de la cinematografía". Ese film constituyó para él una experiencia religiosa, que le permitió, además, reconectarse con el poder original del cine. Tokyo Story no era una simple invitación a ver, como cualquier película: era una invitación a involucrarse, a conectarse, a sentir "que la vida era buena y todo tenía su sentido, mientras nosotros nos entregáramos a ese flujo". Los recursos que Ozu empleaba para producir algo así eran muy simples. Encuadrar siempre desde una altura ligeramente inferior a la de la mirada humana, como si lo viésemos todo mientras estamos sentados encima de un tatami; esta angulación sugiere humildad ante el otro, una cierta reverencia ante el fenómeno humano. En los diálogos, cada uno de los dialogantes mira a cámara, como si no hablase a su interlocutor en la ficción sino al espectador, a quien de ese modo incluye en la situación dramática. Además, Ozu usa siempre la misma lente: una de 50 mm. "El ángulo de esa lente —explica Wenders— coincide casi al cien por ciento con cómo perciben nuestros ojos el mundo". Philip Winter podía sentirse contento.

El cine de Ozu le permitió hacer foco, además, en las razones metafísicas de su eterna alienación. Wenders entendió que los espectadores —y todos lo somos en este mundo, cada vez más— "estamos acostumbrados a desarrollar automáticamente una especie de distancia irónica entre nosotros y lo que ocurre en la pantalla". En esta cultura mediatizada, donde nos relacionamos con interfases tecnológicas en lugar de gente y donde el abismo entre ser y parecer se ahonda, perdemos a diario la capacidad de identificar una experiencia genuina y, por ende, de producir otras; nuestros pensamientos y sentimientos se resignan a moverse dentro del arenero de la virtualidad, al mejor estilo The Matrix. Pero, para Wenders, el cine de Ozu conseguía saltar por encima de esos decorados. En sus films, "lo que ocurría no era impulsado por un argumento, seguía simplemente el ineludible decurso del destino humano". Ver Ozu significaba prestarse a la clase de experiencia para la que el cine había nacido, y había perdido por el camino: la creación de una comunión profunda, trascendente, entre una obra y el espectador que la completa; "evidencia pura, existencia pura, imagen por imagen".

No es casual que haya filmado sus dos films menos irónicos y más populares bajo el influjo beatífico de Ozu. Primero, París, Texas (1984), Palma de Oro en Cannes, donde Travis (Harry Dean Stanton), sale del desierto para reconstituir el lazo sagrado entre un niño y su madre y vuelve a perderse en la nada. La alienación del peripatético Travis es manifiesta, pero la pregunta ha pasado a ser otra: ¿puede alguien alienado producir de todos modos algo bello, o justo y necesario? ¿No son todos los santos, y por extensión los artistas, alienados? Martin Scorsese parece haber compartido la intuición, desde que contrató a Harry Dean Stanton para hacer de Saulo de Tarso, el futuro San Pablo, en La última tentación de Cristo. Lo indiscutible es que París, Texas es uno de esos films donde todos los elementos confluyen —y entre esos elementos pesan el guión de Sam Shepard y la música de Ry Cooder— para hacer de su visión algo muy próximo, sí, a una experiencia trascendente.

El otro film es Las alas del deseo (1987, de título original El cielo sobre Berlín). Aquí los alienados son ángeles, que pasean por una ciudad que todavía exhibe las cicatrices de la guerra y atienden a las cuitas de los mortales. En su condición de observadores del decurso humano, estos ángeles deben "recoger, testificar, preservar" la realidad. Pero uno de ellos, Damiel (Bruno Ganz), está cansado de la inmortalidad, y desea someterse a las limitaciones de nuestra existencia. En la inocencia con la que se entrega a experiencias como sangrar o probar un café, Damiel es como el Wenders que llega al Upper West Side y, ante una película de Ozu, siente que ve cine por primera vez.

Durante su texto sobre Pina Bausch (a quien le dedicó un maravilloso documental; en las últimas décadas, Wenders ha tenido más suerte reflejando la obra de otros artistas, como Sebastiao Salgado, que perseverando en la propia), recuerda el episodio en que compró un jugo de naranja y, como le pareció horrible, leyó lo que decía el envase: Artificial substitute for imitation of orange juice. Si algo evidencia la obra de Wenders, es su búsqueda de un arte que no sea Artificial substitute for imitation of emotions. Eso es lo que persigue, también, en los artistas que lo conmueven y se vuelven tema de sus reflexiones. Lo que le gusta del fotógrafo de guerra James Nachtwey es que usa gran angular, que impide hacer zoom y le exige estar en el lugar de los hechos: no poner distancia, sino aproximarse. Lo que le gusta del pintor Andrew Wyeth es su capacidad de crear una imagen en la cual confluyen el instante y la eternidad. Lo que le gusta de la fotógrafa Barbara Klemm es que haya persistido durante años en esa "labor de Sísifo" que es buscar lo real. "La mayor palabrota en cualquier idioma es —dice Wenders, y traba la tecla de las mayúsculas— REALIDAD".

En el afán de Cézanne por pintar (¡por enésima vez!), la montaña Sainte-Victoire, encuentra Wenders un ejemplo del acto creativo ideal. Allí está la técnica depurada, que permite al artista desarmar lo real para reescribirlo en otro código, el pasaje de la cosa al símbolo. Pero hay algo más, que no estaba en la cosa y que el símbolo, sin embargo, incluye: la mirada amorosa del artista. Al contemplar el cuadro más de un siglo después de su realización, Wenders cree percibir todavía el estremecimiento que Cézanne debe haber experimentado durante su trabajo; siente que el artista estaba verdaderamente allí, mientras dibujaba y pintaba.

A los 70 años, Wenders mira hacia atrás y se pregunta si las generaciones venideras encontrarán en su obra emociones genuinas, si percibirán su propio estremecimiento. La duda es lógica, en tanto las tecnologías de hoy, más impersonales, le dificultan al artista dejar las marcas secretas que hacen toda la diferencia. Se puede hacer foco sobre una pincelada de Cézanne o sobre la huella del cincel de Miguel Ángel sobre el mármol y extrapolar un mundo de sentido. Pero un píxel solo, suelto, desgajado de su conjunto, no dice nada.

Wenders se pregunta: "¿De qué repertorio disponemos para diferenciar algo real, verdadero, de algo irreal y falso? ¿Acaso seguimos teniendo esa capacidad, ese 'sentido de la realidad'?" Una duda secundaria, implícita en ese planteo, sería: ¿estamos capacitados, todavía, para distinguir el arte verdadero de lo fake? Es difícil dar una respuesta taxativa. Pero al menos sabemos que no hay forma de fabricar un sustituto artificial de la obra de Wenders. Y que el hecho de que Philip Winter haya vuelto a escribir es un signo auspicioso.

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