Schwarzenegger vs. Stallone
CINE Uno encarna a un policía embrutecido y alcohólico. El otro hace de intrépido bombero. Por esas cosas de la vida, los dos emblemas del sex-appeal belicoso del reaganismo llegaron juntos a las salas de la calle Lavalle, con sus últimas y decadentes producciones (Stallone en D-Tox, Schwarzenegger en Daño colateral). Radar se abrió paso entre valijeros y onanistas para registrar el hito.
› Por Alan Pauls
Mala época para los titanes de la venganza. Acaso por primera vez en sus trayectorias de Capitanes América, las últimas correrías cinematográficas de Arnold Schwarzenegger y Sylvester Stallone debieron hibernar largamente antes de asomar la nariz ante la vasta tropa de valijeros de la violencia que forma su público. Las razones de la demora no fueron las mismas en los dos casos. En Daño colateral, Arnold tuvo la mala suerte de protagonizar un guión cuyas escandalosas licencias dramáticas (lagunas, omisiones, soluciones mágicas, inverosimilitudes) presagiaban las escandalosas licencias de seguridad que el 11 de septiembre del año pasado permitieron el atentado terrorista más brutal de la historia norteamericana. En D-Tox, en cambio, Stallone tuvo la mala idea de embarcarse en un film cuya imbecilidad, sólo comparable con su insensatez y su infantilismo, presagia el difícil horizonte neurológico al que el actor de Rocky parece encaminado. De los dos, por supuesto, Arnold es el que sale mejor parado: él, al menos, y aunque a su pesar, fue clarividente. Pero, ¿qué clase de consuelo es salir mejor parado que una piltrafa que boquea en el fondo del abismo?
Por un azar bastante aleccionador, las dos películas tuvieron un estreno casi simultáneo en la Argentina. Y ahí están los dos, Arnie y Sly, voceados a los gritos por esos gordos de chomba y pronunciación impecable que tratan de atraer espectadores a los cines de la calle Lavalle, templos decrépitos donde los adoradores del músculo que mata se sientan en la misma butaca que les entibiaron los adoradores del músculo que ama. Arnie, siempre enorme y siempre enternecedor, con ese acento alemán que, como un formol milagroso, mantiene intacto su eufórico candor de patovica europeo con greencard; y Sly, con su autenticidad proletaria, su buena voluntad a prueba de fracasos, su andar de cowboy con las entrepiernas paspadas y esa eterna mueca de hemipléjico reeducado en la cara. Ver las dos películas al hilo es asistir a la cara (Daño colateral: bodrio high budget) y la ceca (D-Tox: subproducto de la peor tradición telefilm) de la decadencia del cine de acción norteamericano, que pretende mitigar su puerilidad con sadismo y sólo la enfatiza, y ya ni siquiera está en condiciones de garantizar noventa minutos de insomnio y palpitaciones. Pero es también internarse en un geriátrico virtual donde los dos cuerpos más emblemáticos de los años ochenta, modelos del sex-appeal belicoso del reaganismo, se jactan de estar en plena forma, de haberse “humanizado” –créase o no, ambos sufren y lloran ¡en primer plano! sin que al cameraman le tiemble el pulso– y hasta de haber aprendido a matizar la brutalidad con alguna dosis de ingenio, y mientras Arnie vuela campamentos enteros de la guerrilla colombiana y Sly se arranca el cuchillo de cocina con el que acaban de ensartarle un brazo –viejo hobbie que arrastra de Rambo I–, algo más inapelable que la vejez o las várices los erosiona: el hecho de haber pasado de moda.
Stallone, convengamos, tiene una ventaja: es realista. El policía embrutecido y alcohólico que interpreta en D-Tox tiene más que ver con su propia decadencia que lo que el intrépido bombero de Daño colateral con la de Schwarzenegger. Pero Stallone carece de algo que en Schwarzenegger, aun involuntariamente, abunda: humor. Sólo el humor –que no es más que la distancia que hay entre el mito y la inteligencia– puede redimir dos trayectorias tan amenazadas o, al menos, amortiguar su caída. Arnold todavía puede darse el lujo de que un personaje lateral lo llame “salchicha germana”; de hecho se lo da, y la gracia con que ignora el epíteto es proporcional al estupor de turistas con que lo contemplan John Turturro y John Leguizamo, dos delegados del gremio indie que sólo están allí, en ese film que se obstina en ignorarlos, para ver cómo es compartir un plano de cine con la montaña austríaca. Stallone, en cambio, es todo gravedad y ensimismamiento, como un boxeador caído en desgracia que se pone a leer a Edgar Allan Poe y no lo entiende, y arrastra en ese vórtice de solemnidad a todos sus partenaires: a Kris Kristofferson en primer término (probablemente por una cuestión de afinidad mandibular), luego aTom Berenger (otro candidato a piltrafa) y por fin, después de algún forcejeo, a Robert Patrick, que si se le resiste un poco es sólo porque fue el enemigo proteico de Arnold en Terminator II.
Sugerir terapéuticas nunca es fácil, pero las sobras de valor mítico que persisten en este par de colosos justifican ese riesgo. Arnold renacerá, creo, el día en que se dedique a la comedia romántica, cuyas exigencias expresivas y sentimentales, radicalmente incompatibles con su masa muscular, son las únicas capaces de liberar sus prodigiosas reservas de espiritualidad y de gracia. Jamie Lee Curtis lo sabe muy bien. Para Stallone, en cambio, el remedio es el porno, el porno duro, obrero, de donde las providenciales polaroids de Andy Warhol jamás deberían haberlo sacado a principios de los años setenta.