CINE > RARA
Se estrena Rara, de la debutante chilena Pepa San Martín, basada en el caso real de una jueza que fue separada de sus hijas por su orientación sexual. Pero no hay nada judicial en esta película: la protagonista es Sara, una chica que va dejando atrás la niñez y avanza a tientas sobre el mundo adulto: sus días en la escuela, las intensas charlas con sus amigas, la vida con la familia de su madre y su pareja –una veterinaria argentina– y también con su padre, en un hogar lleno de reglas. Con ternura y sin condescendencia, San Martín explora la construcción de la identidad de una joven entre la mirada prejuiciosa de los otros y sus fantasías de independencia.
› Por Paula Vazquez Prieto
En una de las últimas escenas de La piel dura (1976) de François Truffaut, el maestro de escuela –una especie de alter ego del propio director– reflexiona en clase con sus pequeños alumnos a propósito de la situación de Julien, un compañerito que era maltratado en su hogar y que será destinado a una familia sustituta. Les habla directamente, sin condescendencia, con las palabras justas. “El caso de Julien es tan terrible que no podemos evitar el comparar nuestras vidas con la suya. Mi niñez también fue muy dolorosa, no trágica como la de Julien, pero sí dolorosa. Estaba tan ansioso por crecer que creía que los adultos tenían todos los derechos. Que podían vivir sus vidas como quisieran”. Lo que descubre el maestro en su propia experiencia adulta, y el espectador a lo largo de la película, es que la conquista de la autonomía para el chico, la potestad sobre las decisiones, la afirmación de su propia identidad, es un camino espinoso y lleno de obstáculos, que no concluye al traspasar esa barrera a la que nos impulsa el crecimiento sino que se actualiza en cada jornada, en cada pequeña batalla librada día a día.
Uno de los grandes méritos de Rara, el primer largometraje de la chilena Pepa San Martín, es asumir la mirada de la protagonista sin condescendencia alguna. Sara tiene 12 años y vive con su madre y su nueva pareja en Viña del Mar. Va al colegio, se divierte con su mejor amiga, se pelea con su hermana Cata, fantasea con un amor algo secreto y no correspondido por uno de los chicos de su clase. La película asume su punto de vista, sediento de una autonomía que se torna confusa y elusiva. Su mundo está en ebullición en las puertas de una adolescencia que llega con el cumpleaños número 13 pero también con todas las angustias e incertidumbres que la vida adulta le tiene reservadas. Es que ese hogar que la cobija tiene una “particularidad”, como la denomina uno de sus profesores en un ejercicio de forzada corrección política: Paula, su madre, está en pareja con otra mujer. Ella es Lía, una veterinaria argentina que comparte con amor y paciencia los días de Sara y Cata, lidiando con berrinches y demandas, disfrutando alegrías y celebraciones. Esa percepción de la alteridad, de aquello que no obedece a ciertas reglas sociales herederas de un conservadurismo resistente y represivo, es la que amenaza desde el afuera el interior de Sara y el suelo en el que ella se afirma.
Rara está basada en la historia real de una jueza chilena a la que le quitaron la tenencia de sus dos hijas por su orientación sexual. Sin embargo, la película no es sobre juicios ni disputas legales sino que ese universo ajeno que representa la sociedad y sus legalidades es tamizado por el interior de Sara, por una mirada que percibe la incidencia de esas decisiones sobre su vida y su hogar pero cuyo centro está delineado por sus propias preocupaciones. Pepa San Martín enriquece el mundo de su protagonista con numerosos detalles, desde su caminar oscilante por los pasillos de la escuela, hasta sus charlas sobre Dios y el sexo con su amiga Pancha; aborda con ternura y autenticidad esa relación amorosa y conflictiva que mantiene con su madre, a la que se parece y de la que se diferencia; desmenuza su aprendizaje del valor de cada palabra, de los prejuicios con los que la sociedad observa a su familia, de la restricción de los deseos que supone la vida adulta. Sara percibe la naturalidad con la que su hermana menor asume la pareja de su madre, que tal vez sea similar a su propia experiencia, pero detecta el gesto sutilmente condenatorio que proviene del entorno en el que se mueve. Esa lógica de sanciones es parte de la misma libertad con la que fantasea con su amiga al imaginarse yendo vivir solas a Santiago. El alumbramiento de ese nuevo escenario de dobleces y ambigüedades es lo que descubre Sara en un trayecto que es más existencial que cronológico.
Esa rareza que indica el título, y que remite también a un juego de sonidos con el nombre de la protagonista, señala la fractura que platea la película. Sara se encuentra en una zona de frontera, en la transición entre el mundo de la niñez, cuyas reglas ya conoce y puede exponer y el mundo de los adultos, en el que todavía no tiene permitido el ingreso, al que espía a escondidas, intentando fumar un cigarrillo o escapándose de noche. Ese mundo de los adultos se encuentra dividido en sus dos hogares, que responden a dos lógicas que la propia Sara intenta comprender y amalgamar. El hogar de su madre y Lía es festivo y desbordante: reciben amigas y tocan la guitarra, comen pizza y recogen un gato de la calle; sin embargo, a veces, todo eso es demasiado para Sara, demasiados gritos, demasiado poco espacio, demasiada ausencia de normativa. El mundo de los adultos –parece decirle ese afuera institucionalizado– requiere un poco más de previsión y rigidez. Pues así es el hogar de Víctor, su padre, y Nicole, su nueva esposa. Allí todo está previsto y regulado: la hora del té, los pies fuera del sillón, el no hacer burbujas en la leche, los roles parentales y el tiempo de espera en la puerta del colegio. Ambas caras de ese universo extraño eluden el equilibrio y Sara descubre, a la fuerza y con cierta desilusión, que ese punto medio tan requerido siempre es lo más difícil de conseguir.
Cada escena de Rara es una pieza de rompecabezas que Pepa San Martín articula con cuidado para crear ese universo mágico y complejo que es el interior de Sara. Son sus ojos inquietos y anonadados los que descubren que la vida va a llevarla irremediablemente por esas volteretas fortuitas e imprevisibles para las que nunca se está del todo preparado. Que las familias no son organismos funcionales sino caóticos, más allá de la identidad sexual de sus integrantes. Y, sobre todo, que la autonomía nunca es definitiva, ni patrimonio exclusivo de adultos equilibrados y conocedores, sino que las pequeñas injusticias escalonan siempre los caminos y, como decía el maestro de La piel dura, es la lucha lo que hace que el trayecto valga la pena.
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