MúSICA > LILIANA VITALE
Es hija de Donvi y Esther Soto, es decir, los creadores de M.I.A., la mítica experiencia de autogestión musical que cambió la escena argentina en los 60. Ahora Liliana Vitale, junto a su hermano Lito, se propuso recuperar la música que se escuchaba en su casa, cuando ella era chica en Villa Adelina. El disco que acaba de editar se llama Uanantú, el nombre de una editorial de fantasía que fundó con su mejor amiga de la niñez. Y las canciones cubren parte del paisaje que la formó: la canción testimonial de sus padres militantes, el folklore que se cantaba en el país y en su living, el tango y el rock argentino seminal. Hay canciones de Yupanqui, de Serrat, de Miguel Abuelo, de Spinetta y de María Elena Walsh, pero no hay nostalgia, sino intención de registro de una tradición. Y también autobiografía: el disco incluye un libro, con doce dibujos realizados por Liliana preadolescente que ilustraron textos cortos de Patricia Pagola, la otra fundadora de la editorial llamada, justamente, Uanantú.
En el arte interno del disco Uanantú destacan tres fotos, en blanco y negro: el frente de una casa de clase media suburbana con una mujer asomando a la puerta; un fuentón de aluminio en el patio, como piletita, con dos chicos desnudos refrescándose; un hombre con un vinilo en la mano. Son instantáneas de época que marcan el sentido de este neologismo extraño, palabra que sugiere origen africano, que remite al “uno y dos” en inglés y que intenta definir una memoria emotiva: la de Liliana Vitale. Uanantú es un código, una contraseña, un paraguas que cobija cierta pureza, una puerta de entrada sin tiempo. Ahí están las tres fotografías. La mujer que asoma a la puerta es su madre, Esther Soto, y la casa queda en Villa Adelina; el hombre del vinilo es su padre, Donvi; el fuentón lo comparte con su hermano, Lito. Son registros de los últimos 60 y los primeros 70. Tiempo en que los Vitale capeaban las turbulencias del cambio de década sin sospechar que esa casa sería años más tarde el embrión de M.I.A. ,la primera experiencia autogestionaria musical de la Argentina. Tiempo en el que Liliana Vitale se hunde ahora, a los 57, como una Alicia que busca la piedra filosofal en cuadernos viejos, y aromas y percepciones. “Pero básicamente -dice-es una manera de tratar de descubrir los primeros tatuajes sonoros sobre el oído, la configuración de la identidad vocal, una poética”.
Entonces, Uanantú: como quien dice Rosebud, pero en la Argentina del silencio sepia que preanuncia las grandes catástrofes, entre el Cordobazo y la Triple A. Un disco-libro que no es nostálgico, que Liliana Vitale observa como el relato de un cuento. El disco tiene el acompañamiento de un piano, el de Lito. Y cubre parte del caótico paisaje cancionístico que se escuchaba dentro de aquellas paredes míticas de Adelina: la canción testimonial de sus padres militantes; el folklore que se cantaba en todo el país y también en el living a través de las guitarreadas de los alumnos de Donvi; el tango en retirada que resistió con el escudo de Julio Sosa el embate de El Club del Clan; el rock argentino que irrumpía desde los márgenes con tres o cuatro discos geniales. “Las voces que fundaron mi voz: Cafrune, Viglietti, Serrat, Almendra, ¡Piero!, Arco Iris, Miguel Abuelo, Yupanqui, María Elena Walsh, Mercedes Sosa, Bola de Nieve… No tuve un ánimo melancólico, no es la voluntad de cover. Es registrar aquel cruce de caminos culturales en un tiempo en que estaba todo tabicado. El disco se iba a llamar ‘La voz de la infancia’ y trata de responder una pregunta: ¿cómo se conecta uno de chico con lo que se escucha en tu casa? Me di cuenta que en lo que yo canto, y en cómo lo canto, están los fraseos, los coloques y la poética de aquellos artistas.”
Son 14 temas; quedaron muchos afuera. La intersección de la tradición, la canción política y las pantallas de un mundo nuevo con antena en la terraza: “Zamba” (Santaolalla), “Tengo la piel cansada de la tarde” (Piero), “A una paloma” (Idea Vilariño-Daniel Viglietti), “Zamba del grillo” (Yupanqui), “Plegaria para un niño dormido” (Spinetta), “En el país del Nomeacuerdo” (María Elena Walsh), “Trasnochados espineles” (Cholo Aguirre), “Cuando llegue el alba” (Waldo Belloso-Abel Figueroa), “Nocturno” (Rafael Alberti-Paco Ibañez), “Oye niño” (Miguel Abuelo), “Canción para cantar desnuda” (Griselda Gambaro-Alberto Favero), “Vete de mí” (Homero y Virgilio Expósito), “Soneto a mamá” (Serrat) y “Toma dos blues” (Charly García).Y un marco sonoro mínimo: Liliana en la voz y Lito al piano. Porque Uanantú también fue el nombre de un dúo fraternal que tocaba y cantaba en la cotidianidad del hogar. Y es también un libro: doce dibujos realizados en birome por la cantante en la pre adolescencia que ilustraron doce textos cortos de esa amiga del alma llamada Patricia Pagola. Las chicas –12, 13 años– habían fundado con fervor de revista subte una editorial de fantasía a la que bautizaron… Uanantú. Llegaron a editar el Libro de Nosotros. “Son relatos breves de Patricia a los que llamó casos, y dibujos que yo hacía en unos cuadernos que mi papá me traía del Centro. Siempre con bic azul. Fueron veinticinco libros que mi viejo encuadernó artesanalmente y que regalamos entre los conocidos. Con Patricia somos amigas desde los ocho años. Fuimos al mismo secundario. Fuimos delegadas, tuvimos una breve militancia y salimos de la infancia de la mano de la literatura y de Luis Alberto Spinetta. Andábamos repartiendo consignas en los trenes del Belgrano, por las estaciones de Carapachay, Boulogne, Aristóbulo del Valle. Ahora lo puedo ver: el rock nos salvó”.
Los textos son, en perspectiva, menos cándidos que encantadores. Tienen una frescura incorruptible y se titulan con nombres propios estrambóticos. El segundo relato, por caso, se llama “LaurotisFauge”: “LaurotisFauge era una persona muy pero muy rara. Lo rara que era se demuestra en este caso.
LaurotisFauge quiso inventar una nueva prenda de vestir. Compró un par de pantalones y viajó a Jujuy. Se colocó los pantalones pero hizo una de las suyas. Introdujo las dos piernas en una sola parte del pantalón. Salió a caminar por un camino de caracol y, al no poder caminar libremente por el angosto camino, cayó al precipicio y murió.
LaurotisFauge demostró que tenía mucha decisión, pero no pudo concretar su nueva prenda, a la que iba a llamar ‘sirenus’”.
Patricia Pagola creció y no se dedicó a la literatura. Es una invencible docente –primero maestra, actualmente directora– de escuelas públicas del conurbano. Dice: “Fueron años maravillosos. Me recuerdo feliz, muerta de risa, con un lazo con Lili imposible de dejar de lado. No existía el tiempo. No podíamos separarnos. Teníamos códigos no explícitos: renegábamos un poco del género femenino, no usábamos maquillaje. Conocer a Liliana y a su familia fue para mí una tormenta fuerte, muy fuerte... Influencia total”.
¿Cómo surgieron esos textos breves?
Patricia Pagola: –Brotaban. Era la forma de descubrir el mundo y palabras para nombrarlo y narrarlo. Liliana me acercó a los libros El Grimorio de Enrique Anderson Imbert y Cien años de soledad de García Márquez que me empujaron a escribir y estaba buenísimo tener quien leyera lo que escribía. ¡Y encima le parecían buenísimos! Esos textos expresaban valores, ideología. Por supuesto que entonces no lo sabía. Estábamos saliendo al mundo. Muchas veces nos rateábamos y nos íbamos al Cementerio de Boulogne a fumar y a recorrer las tumbas. Leíamos las lápidas y jugábamos con los nombres de los muertos. Recuerdo a César Arias, al que llamábamos “Cesárias”... Jugábamos. Era un modo de encontrarnos con la muerte sin solemnidad.
Liliana Vitale fue una chica precoz, que tuvo varias revelaciones. Uno ocurrió cuando tenía 13 años y vio entrar a su casa a un tipo de traza extravagante, una suerte de gnomo medieval, nueve años mayor que ella. “¡Yo fui criada por Alberto Muñoz!”, dice y se queda en silencio. Un silencio largo. Reacciona: “Me quedo sin palabras cuando tengo que hablar de Alberto Muñoz. Lo tuve que matar varias veces, he estado mucho tiempo sin cantar sus cosas. Pero siempre lo reviví porque lo admiro y lo amo desde el mismo instante en que lo conocí. La primera vez que lo vi venía por una calle de Villa Adelina. El tenía 22 años, una barba hasta la cintura, un saco de piel… Fue como si llegara… no sé, alguien de otros siglos. ¡Portación de rostro total! Enseguida tuvimos una confianza y una complicidad maravillosa. Siempre me resultó afín, nunca ajeno. Tenía y tiene un trazo tan original, tan perturbador. Me sentí parte de esa deformidad. Lo siento como un maestro, pero también un par”. Recita, entonces, el increíble poema ‘Estadía en la casa de las arañas’, de Cantata Saturno, espectáculo que ella, Muñoz y Lito Vitale realizaron en 1974, un proto M.I.A. Un largo poema en que el órgano sacro de Lito desplegaba un colchón espectral para la voz de Liliana y el recitado de Muñoz que finalizaba, desarmándose, en un alarido: “¡Los años pasan y el absurdo queda!”.
Se están cumpliendo 40 años de M.I.A. ¿No pensaron en reunirse?
–Hicimos un asado el 28 de diciembre pasado -la fecha exacta en que comenzó todo- y algunos dijeron de juntarnos. Pero no sé si estas cosas tienen sentido. Por nostalgia no me parece. M.I.A. fue un semillero de artistas con lenguaje propio. Cada uno desarrolló ese lenguaje a su manera. Pensá: Juan del Barrio, Vero Condomí, Kike Sanzol, Nono Belvis, Daniel Curto… tantos. Gustavo Mozzi, Mex Urtizberea… Después de cuarenta años acercar posiciones, lograr intersecciones, resulta complicado.
Está en su estudio, que queda en una planta alta de la casona de San Telmo donde funciona el hogar de su madre y la usina de emprendimientos que continúa el espíritu de Adelina. Obstinadamente, los Vitale sacan discos, editan libros y organizan charlas. Conservan, todavía, algo que no se compra: mística. La ausencia de Donvi es una omnipresencia. En la puerta del estudio donde Liliana da clases hay una cita de una canción de Spinetta: “Si tienes voz, tienes palabras, déjalas caer”.
¿Es tu primer disco sin Donvi?
–No. El primer disco fue el anterior, Al día.
¿Y por qué ahora este regreso a las fuentes? ¿Por qué ahora Uanantú?
–Es largo. Yo pensaba hacer un disco con canciones de autores contemporáneos: Pablo Dacal, Gabo Ferro, Edgardo Cardozo. Pero en la grabación de Al día y durante el proceso de la muerte de mi viejo, empecé a tener quilombos con mi voz. Los cantantes siempre tenemos quilombos con la voz. Sentía un obstáculo en la garganta. Me hice ver. Y me descubrieron un pólipo.
¿Qué hiciste?
–Traté de dilatarlo, seguir como si nada pasara, pero al final me tuve que operar. Después de la operación tenía que hacer silencio total. Y me metí en un Monasterio Trapense de la ciudad de Azul. Ahí viven unos monjes de clausura. Fue para Navidad. Empecé el año en silencio. Yo no tengo formación religiosa, ni sé el Padrenuestro, me formé en un hogar anticlerical. Estaba en una piecita, con rutinas, con horarios, sin internet, ni teléfono, ni nada. Y ahí descubrí que tengo un componente místico, que me conecto con una organización de las cosas más allá de uno. Y apareció algo, algo que no supe definir y que luego me fui dando cuenta de qué se trababa. Hay una frase de Bergman, que se dice en Fanny y Alexander, que tiene que ver con lo que me pasó: “No hay nada superior a la fuerza de un pensamiento”.
¿Y qué es lo que apareció?
–Lo vi después: lo que apareció fue la voz de la infancia. Fue como un renacimiento. Por eso no salió un disco melancólico, porque fue como volver a nacer. No hay pasado. Cuando uno es chico la voz es aguda: es una conexión más liviana, más etérea; uno va creciendo y la voz tiende hacia los graves. Se solidifica con el paso del tiempo y te va acercando a la identidad vocal. Es muy sugestivo ese paso de lo agudo a lo grave. Todas estas cuestiones surgieron en el monasterio: ¿quién soy? ¿para qué? ¿para quién? ¿cuál es mi voz?
¿Cuál es tu voz?
–No lo sé. Se me va la vida en encontrarla.
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