MúSICA > NICOLáS “CHOCO” CIOCCHINI
Es uno de los intérpretes más singulares y huidizos de la música criolla de los últimos años. En el repertorio Nicolás “Choco” Ciocchini caben desde Piana y Manzi o Gardel y Razanno hasta Juan Carlos Cáceres, Lucho Guedes y Raúl Carnota. Y la reciente y exquisita edición física de su segundo disco viene a dar cuenta de su amplísimo arco y su sensibilidad: once gemas de la música popular en la guitarra y la voz de este músico nacido y criado en La Plata.
Para entender un poco el lugar que silenciosamente ocupa en la música criolla basta con volver sobre una situación: el año pasado, minutos después de estar sólo en el camarín de Café Vinilo y preguntarse cosas –por ejemplo: ¿cómo se había armado todo eso?, ¿iba a salir todo bien o sería un completo desastre?– desde el escenario miró una de las mesas que había cerca. Y allí estaban Diego Schissi, Lucho Guedes, Cucuza Castiello, “Limón” García, “Tripa” Bonfiglio, Cardenal Domínguez: una muestra de peso propio, elegante, poderosa y rea, del panorama actual de la música argentina. Todos ellos la estaban pasando muy bien, a puro vino, risa y “despelote”. Y estaban ahí, además, para acompañar y escucharlo a él.
Fue el sonido, las cuerdas, el instrumento. Una epifanía, quizás. O casi eso. Siendo niño Nicolás “Choco” Ciocchini, que nació en La Plata en 1977, ya había participado de algunos talleres de música pero no fue sino a sus catorce años que descubrió la guitarra. Dice que no sabe muy bien que pasó, pero fue mágico. “No es extraño, es común que pasen esas cosas a esa edad pero sé que ahí sucedió algo” cuenta. “Lo que es el tango y la música criolla, tardó mucho más”. Hacia finales de los años noventa, al tiempo que promediaba la carrera de música en Bellas Artes, se iba alejando del fanatismo hacia Silvio Rodríguez y se embelesaba con, por ejemplo, Raúl Carnota –“lo conocí por una profesora, recuerdo escucharlo en vivo cuando recién había vuelto al país y no lo podía creer, apabullante”–, formó un cuarteto de tango nacido al calor de una materia de la facultad. “Ahí sólo cantaba, no tocaba. Ese grupo fue pasando luego a un trío, luego a dúo y ya era inevitable tocar la guitarra. Así que tuve que ingeniármela para cantar y tocar, junto con el pianista. Algo que no es muy fácil. Empecé a escuchar mucho a Salgán-De lío, por suerte los vi varias veces en vivo. Mucho Gardel. Fue una cuestión de aprendizaje”. Y alrededor de 2006, a través de un espectáculo músico-teatral que compartía con su mujer –Qué me Contursi, Pascual!? (un aguafuerte de tango)– empezó a meterse más de lleno con la música criolla. “Hacía de un cantor que estaba un poco chiflado y se creía José Razzano. Yo tocaba en vivo y al armar el repertorio apareció la música criolla”. El venía de casi no cantar ni tocar durante todos esos años previos, apenas participaba como músico estable en un espectáculo de tango pero no tenía ningún proyecto personal. “Aquel espectáculo tuvo que ver no sólo con el comienzo de la relación con mi pareja, vida y arte entrelazadas, ¿no? También fue volverme a poner en un escenario. Había cantado y tocado la guitarra en grupos pero no había tenido mucho la experiencia del intérprete, solo con la guitarra. Fue como recuperar un puente temporal a los comienzos”. Esa fue, de alguna manera, la piedra basal de todo lo que hace hoy en día.
Su primer disco, Viola mía (2010), está cobijado por el recorrido de aquel espectáculo. Por ello tiene canciones como Milonga triste y Betinotti (ambas de Piana/Manzi), A mi morocha (Gardel/Razzano/Vacarezza), Guitarra dímelo tú (Yupanqui/Del Cerro), Viejo Baldío (Grela/Lamanna). Se puede aventurar y pensarlo como un disco no sin cierto clasicismo. Quizás por ello cada canción tenga su epíteto musical correspondiente, a la vieja usanza: tango, milonga, estilo criollo, candombe.
11 derivas se editó digitalmente en 2013 pero tuvo su edición física –hermosa, artesanal, cada ejemplar pensado como una pieza única; hecho por el taller FA Estudio– recién hacia fines del año pasado. “Lo de la deriva tiene que ver con una preocupación que quizás estoy empezando a abandonar, que es tratar de ponerle un nombre a lo que hago. Julieta, mi mujer, viene de las artes plásticas y me trajo la idea de la deriva. Tiene que ver con esto de salir hacia una dirección y que el entorno te proponga otras cosas que cambien ese rumbo. Me parecía que era interesante esto, al yo trabajar con un material, una obra que tiene ya un mensaje encriptado. Cuando vos después lo tomás, lo hacés tuyo y dejás que eso esté librado a lo que vos traés, va a tomar otro camino. Por eso la analogía con el árbol”. Al decir del propio Ciocchini, la hechura de Viola mía tuvo que ver con la relación amorosa y laboral con su pareja –el traje que viste en la tapa es el mismo con el que se casó–. En 11 derivas la cuestión es otra: la infancia, la adolescencia, los años de formación, la vuelta a la ciudad natal –la edición digital se dio al poco tiempo de volver a La Plata, luego de una estadía porteña–. Los dibujos que acompañan cada una de las once postales las hizo un amigo suyo, el árbol que aparece hacia el interior del arte es un tilo de la casa de sus padres, la foto la tomó su hermana. Y si bien la esencia sonora del disco sigue siendo el tango, la milonga, el candombe, el exquisito 11 derivas plantea un recorrido más abierto: a diferencia de Viola mía –voz y guitarra exclusivamente–, aquí hay guitarra eléctrica, bombo, trombón, piano, bandoneón; hay invitados –Gisela Magri, Juan Carlos Cáceres, Raúl Carnota, “Tata” Cedrón, entre otros– y las canciones son ciertamente más contemporáneas: además de los ya citados Cáceres (“Macumbambé”), Carnota (“El otro camino”) y Cedrón (“Canción del prestidigitador”) están Alfredo Gómez, Lucho Guedes, Lucio Arce, Paco Ibáñez, entre otros. Y en ambos discos la única firma que se repite es la de Alfredo “Tape” Rubín (con “Regin” y “Por entre los caseríos”). “El Tape para mí fue una puerta al siglo veintiuno. Es una síntesis de tradición y vanguardia. El escribe absolutamente desde el presente, tiene una identidad actual y a la vez tiene una raíz muy clara. Es muy difícil que alguien pueda cuestionar la obra de él y decir que no es tango. Las huellas que hace son divinas, tiene esa cosa yupanquiana.”
Creador del new criollismo. Así lo definió el crítico e historiador Sergio Pujol. Después de afrontar los últimos ramalazos de sol sobre su cara a pura carcajada, él dice: “La tomo con agradecimiento. Me queda muy grande esa definición. Pero sí creo que, más allá de la broma, lo que más me alegra de la definición es que habla de una búsqueda. Me interesa mucho más eso que encontrarle un nombre preciso a lo que hago”. Y agrega: “No tengo la preocupación de pertenecer a una tradición, a una batea. Es el laburo de cada uno de nosotros hacia la identidad. Porque además, aunque no lo quisiera, la tradición de la canción argentina está en mí. Es parte de mi lenguaje. Especialmente la milonga. Un amigo me dijo: es la raíz de todo. Y algo de eso hay. Creo que la milonga aparece con fuerza también por los sonidos que me capturaron desde la guitarra: el arpegio, el espacio. Y el silencio”.
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