CASOS > ELSA VON FREYTAG-LORINGHOVEN
¿Y si el mingitorio de Marcel Duchamp, hace poco consagrado como la obra de arte más importante del siglo XX, no fuese de Duchamp? Parece que, en efecto, su autora fue la baronesa dadá Elsa von Freytag-Loringhoven, una excéntrica todo terreno, artista de vanguardia, mujer libre y posiblemente desequilibrada que fue vecina de Duchamp. Su biógrafa Irene Gammel y los curadores de una reciente muestra en Edimburgo sostienen que el mingitorio era parte de un díptico: la otra parte era un caño oxidado, llamado God, obra indiscutida de la baronesa. Mientras la evidencia se acumula y los historiadores del arte debaten, presentamos la historia de Elsa, amiga de Djuna Barnes y William Carlos Williams, que murió sola en París a los 53 años, rodeada de sus objets trouvés, su poesía porno y sus perros.
› Por Juan Forn
Miren con qué gracia baja esa mujer del vagón celular de la policía que se la llevó arrestada por exposición indecente y escándalo en la vía pública. Estamos en Nueva York en 1917. La dama en cuestión tiene el pelo cortado al rape y teñido de rojo, dos latas de tomates como corpiños, cucharitas de café colgando como aros de sus orejas, los labios pintados en tinta negra, estampillas fuera de circulación como colorete en las mejillas, una pollera hecha de hojas de gomero que deja al descubierto que no tiene nada abajo y además habla un inglés gutural que parece alemán prehistórico. El nombre de la dama es Elsa von Freytag-Loringhoven pero en el Nueva York de aquella época se la conocía como la Baronesa Elsa, la Baronesa Dadá o El Terror de Greenwich Village. Ezra Pound menciona a la Baronesa en sus Cantos, William Carlos Williams boxeaba con ella, Djuna Barnes quiso escribir su biografía, Man Ray y Duchamp le afeitaron la vagina en el cortometraje La Baronesa se libra del vello púbico, Georgia O’Keefe le insistió en vano a su pareja el fotógrafo Stieglitz que Elsa era cosa seria, André Gide y George Bernard Shaw temblaban cuando recibían cartas de ella pero, noventa y nueve años después de aquellos tiempos, la Baronesa había ido a parar al basurero de la historia hasta que saltó a la luz que el mingitorio de Marcel Duchamp, la pieza más famosa de la historia del arte de vanguardia, no era obra del pícaro Marcel sino de ella.
La gran humorada cósmica que consagró a Duchamp como el abrecabezas por excelencia de los vanguardistas del mundo fue aquel mingitorio, elegido hace poco por quinientos críticos y expertos internacionales como la obra de arte más importante del siglo veinte. La gracia del asunto, su potencia como gesto, era la sucesión de equívocos sobre los que se montaba. Para empezar, no era una pieza trabajada sino un ready-made, es decir un objeto cualquiera puesto fuera de contexto para producir un shock estético. Además, no estaba firmado por su autor sino con la rúbrica de un tal “R. Mutt”. Por si todo eso no fuera suficiente, la pieza original se perdió o se destruyó, luego de ser rechazada en el Salón de Artistas Independientes de Nueva York en 1917 (“No es arte” fue el veredicto) y la que se exhibe hoy es una réplica realizada más de treinta años después, que ni siquiera es única: Duchamp aprovechó la volada y autorizó hacer catorce, que vendió a diferentes postores y hoy están en diferentes museos del mundo, de Tokio a Copenhagen pasando por Londres, Berlín, Nueva York, Tel Aviv y París.
La historia de la Baronesa no le va en zaga: nacida en la Pomerania, se escapó de su casa por la ventana para librarse de su padre putañero, llegó a Berlín y se presentó a un aviso que pedía “Chicas de Buena Figura para hacer de Estatua Griega”, el trabajo era en un cabaret, se pescó una sífilis de la que nunca terminó de curarse, enganchó un marido rico arquitecto pero en la luna de miel se enamoró del amigo y se escapó con él. El tipo cayó preso por estafa y desde la cárcel le pedía a Elsa que le contara historias cochinas con las que escribía novelitas pornográficas que ella vendía por monedas. Cuando salió en libertad fraguaron sus suicidios y escaparon los dos a Canadá, donde él la dejó por una virgen y ella volvió al viejo oficio, sólo que ahora posaba para pintores. En Nueva York conoció a la oveja negra de una buena familia alemana que le ofreció casamiento, le dio su apellido y título nobiliario y le robó los ahorros con los cuales escapó a Europa pocos meses después. El día de la boda, camino al Registro Civil cerca de los muelles de Nueva York, Elsa encontró por la calle una argolla tosca y oxidada y le dijo a su futuro marido: “Que éste sea mi anillo y mi primera obra de arte”. El año era 1913, meses antes que Duchamp mostrara en París su famosa rueda de bicicleta, primer ready-made de la historia del arte (si obviamos al loco lindo Alphonse Allais, que en 1883 presentó una tela en blanco titulada Jovencitas Anémicas rumbo a su Comunión a través de la Nevisca”y, setenta años antes de la pieza 4’33 de John Cage, hizo en París una Marcha Fúnebre para Despedir a un Hombre Sordo, en la cual los ejecutantes debían ocuparse sólo de contar los compases sin hacer sonar sus instrumentos).
La baronesa levantaba todo el tiempo cosas de la calle o las robaba de casas y negocios para conformar sus atuendos. Era cleptómana y punk avant-la-lettre. Como decía la revista Little Review: “Es la única persona viviente en el mundo que se viste Dadá, ama Dadá y vive Dadá”. En 1916 vivía en el mismo edificio que Duchamp, el Lincoln Arcade Building. El pintor Louis Bouché relató en sus memorias que un día llegó al departamento con un recorte de diario que mostraba el Desnudo bajando una escalera de Duchamp. La baronesa le arrancó el recorte de la mano y, luego de desnudarse, empezó a frotarse el cuerpo con él mientras recitaba su poema: “Marcel-Marcel/ I Love You like Hell / Marcel”. La única pieza escultórica que se conserva de toda su obra (largamente atribuida a Morton Schamberg por el simple hecho de haberla fotografiado) se llama God, y es un caño de desagüe retorcido y oxidado montado sobre una madera.
La biógrafa de la baronesa (Irene Gammel) y los curadores Julian Spalding y Glyn Thompson, que montaron la reciente muestra en Edimburgo A Lady’s Not a Gent’s (juego de palabras que significa a la vez “hecho por una dama, no por un caballero” y “donde mean los hombres no mean las mujeres”), sostienen que el mingitorio y el caño oxidado eran en realidad un díptico: un retrato dialogaba con el otro, Duchamp era Dios y la baronesa era el mingitorio acostado. Se basan en un poema de ella que decía: “El llegó protegido por la fama a este país / a usar sus cañerías o divertirse con ellas. / Y yo soy un útero teutónico / que aún no ha recibido sus jugos” (se ha dicho muchas veces que el orinal acostado parece una vulva). Para escándalo del mundo del arte, Gammel, Spalding y Thompson sostienen que incluso la famosa personificación femenina de Duchamp, Rose Selavy, empezó como una imitación de la Baronesa (en venganza por un retrato que le había hecho ella, donde se burlaba de la frialdad y el temor al roce sexual de Duchamp dibujándolo como una bombita eléctrica que, en lugar de escupir rayos llameantes, soltaba carámbanos de hielo). Pero en aquella época, como bien sabemos, si un hombre hacía un ready-made era un artista y si una mujer lo hacía era mera extravagancia menstrual.
Cuando la Baronesa ya llevaba veinte años muerta, Duchamp dio esta versión del mingitorio: un día de 1917 almorzaba con sus amigos el fotógrafo Stieglitz y el mecenas Arensberg y se le ocurrió presentar al Salón de los Independientes (cuyos reglamentos estipulaban que no se podía rechazar obras) una pieza que nadie pudiera considerar arte, a ver qué pasaba. Así que se trasladaron los tres al negocio de sanitarios Mott, vecino al restaurante, compraron el orinal y montaron la comedia. La pieza fue famosamente rechazada, y logró el escándalo que los dadá del otro lado del charco no habían logrado producir a pesar de sus esfuerzos. En ese mito se basa la leyenda Duchamp: el mingitorio cambió el arte para siempre.
Pero resulta que, en una carta escrita por esos días a su hermana en París, Marcel contaba el episodio de una manera ligeramente diferente: “Una de mis amigas mandó al Salón, con seudónimo masculino, un orinal de porcelana como escultura”. Y un relevamiento de los archivos de la casa Mott (la presunta prueba de autoría de Duchamp) ha demostrado que no vendían ese modelo de mingitorio. Recordemos que Duchamp no conservó ni la obra ni el recibo (de rechazo) del Salón; sólo quedaba una foto que le había sacado a la pieza Alfred Stieglitz, pero para entonces Stieglitz ya había muerto (así como Arensberg y la Baronesa), y la historia del mingitorio había ido mientras tanto de boca en boca, hasta el otro lado del océano, y en el trayecto se había caído el nombre de la Baronesa y sólo quedó el de Duchamp. De manera que cuando él se la adjudicó y autorizó que se hicieran las réplicas estaba tomando posesión de algo que ya todo el mundo creía que era suyo.
En esos años en que Duchamp se “distrajo” del arte para dedicarse sin éxito a ser campeón mundial de ajedrez, la Baronesa logró volver a Europa: primero, en 1923, a Berlín (el pasaje se lo pagó William Carlos Williams), donde terminó vendiendo diarios en una esquina de la Kurfürstendamm entre internaciones en hospicios. En 1927, logró por fin llegar a París con un pasaje pagado de lástima por Djuna Barnes, quien también le consiguió una buhardilla cuyo alquiler pagaba Peggy Guggenheim. La idea de la Baronesa era abrir en esa covacha una academia de modelos (ella decía “una escuela de estatuas griegas”) pero murió asfixiada por una pérdida de gas en diciembre de aquel mismo año. La encontraron rodeada de perros muertos que recogía de la calle y del arsenal de objetos con los que componía sus objets trouvés, su arte povera, sus performances de body-art y su poesía porno-fonética, todo eso antes que nadie: imaginen lo que habría enseñado en su academia de estatuas griegas si la hubiera puesto a funcionar. Imagínenla recitando su credo: “Soy la poeta de los objetos perdidos / soy un objeto sonoro / soy un cable caliente / construyo un género sin nombre / a ciegas con todos mis esfuerzos /mis delirios mis cálculos y escándalos / siempre voy en la misma dirección / hasta cuando no me lo propongo”.
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