FAN > UN ARTISTA ELIGE SU OBRA FAVORITA: MARTíN SALINAS Y DIA BEACON, DE FRED SANDBACK
› Por Martín Salinas
Salimos un sábado bien temprano. El viaje en auto era largo y queríamos disfrutar el día lo máximo posible. Era todavía de noche cuando pasaron a buscarme; ¿o había dormido en su casa esa noche? Una familia de ratones había comenzado a visitarme todas las tardes lo cual me obligaba a dejarlos solos cuando aparecían. Estaba comenzando el otoño y buscaban lugares protegidos. Yo no necesitaba esa compañía, definitivamente.
Manejaría Michael porque Diane había tenido un accidente con su auto hacía unos días y le habían dado uno de alquiler mientras arreglaban el suyo. Era diferente, mucho más nuevo pero no lograba acomodarse o sentirse segura. Sentí un gran alivio al verlo detrás del volante. El día anterior habíamos hablado con Ana de que Diane estaba perdiendo la vista muy rápidamente y que el accidente debía tomarse como una señal de que no podía manejar más. Todos en el auto lo sabíamos. No hablamos de eso durante el viaje. Después tampoco.
Paramos a las dos horas en una cafetería bastante concurrida. Yo ya me había entregado a esas mamaderas de cafeína, azúcar y crema. Me mantenían alerta. Me convertían en una máquina, me gustaba esa sensación. Cuando terminaba el efecto tenía que esperar hasta la próxima mañana. No quería que mi cuerpo se acostumbrara. Mantendría dosis regulares, una por día. A veces acompañado de un cigarrillo si el café era mediano en vez de chico. Donde lo compraba era el único lugar en el pueblo que recordaban mi nombre. Márrtin. Nunca preguntaron qué hacía ahí. ¿Sería otro nuevo inmigrante más?
Recargados todos con la nueva dosis de cafeína volvimos a la autopista. Todo parecía similar. Los árboles comenzaban a verse rojos y naranjas. Diane prometía que tal vez llegaríamos a ver algo de nieve pero yo no quería nieve.
Ana estaba sentada al lado mío en el asiento de atrás, había logrado convencerla para que nos acompañara. Era una española profesora de lengua que había ido a probar suerte en una high school pública. Sus peores miedos se habían cumplido y era rehén, según ella, de unos futuros pandilleros y de mujeres adolescentes que la amenazaban de muerte cada vez que intentaba sacarles el celular dentro de la clase. No sabés con quién te estás metiendo, le decían.
“¿¿Vieron que Vargas Llosa está saliendo con La Preysler??” Sólo la gallega sabía ese chisme y sólo a ella le interesaba pero comenzó ahí una discusión que ayudó a acortar el tiempo. (Por supuesto yo incluí en mis argumentos la reciente foto del rey de España con un elefante como trofeo). Estaba ansioso por llegar.
Estacionamos afuera del edificio. Había pocos autos, parecía cerrado. Compramos los tickets y entramos.
Nos separamos inmediatamente. Michael para la cafetería, sólo había aceptado venir para que Diane no manejara; las mujeres por otro. También aproveché para escabullirme solo. Me sentí aliviado.
Quería estar tranquilo y no tener que comentar nada con nadie. Un perfecto turista desconocido que con una sonrisa falsa puede negarse a responder cualquier pregunta desde de dónde está el baño hasta si hace mucho calor ahora en Buenos Aires.
Pasé por los subsuelos, las salas laterales y el jardín. Allí me detuve un rato en un banco de madera. Había salido el sol y ya no hacía frío. Unas grabaciones de unas voces humanas imitando a pájaros me hicieron reír. Más cuando vi a un hombre de seguridad cuidando una puerta. Cara seria, cansada. Parecía no haberse dado cuenta que esos sonidos burlones le golpeaban la nariz, le tiraban de la oreja. Su cara seguía inmóvil.
Volví a la sala principal, por supuesto con mi mapa marcado con las anotaciones pertinentes. Me ayudarían después a recordar cada paso y lo que consideraba en ese momento importante. Me faltaba aún ver algunas obras.
Llegué por detrás de Diane, la sala a primera vista parecía vacía. Ella no me vio. Estaba parada, quieta, estática. A medida que yo avanzaba empecé a notar frente a ella unos hilos rojos, continuos, tensos, perfectos que iban de piso a techo formando unos grandes rectángulos. No había visto nunca una obra de Fred Sandback antes. No sabía que estaría allí. Por alguna razón no figuraba en el plano de sala. Me acerqué de a poco. Me paré al lado de Diane, nos miramos y volvimos a ver la obra. La recorrí y le di unas vueltas mientras ella me seguía con la mirada. Es un espejo, ¿lo ves? Pero no nos refleja. Podemos ver más allá. Vení, me dijo. Levantamos un pie y atravesamos esa línea y plano mínimo. Pudimos pasar al otro lado.
Pensé en Carroll, en Leónidas y en todos los que habían cruzado a través del espejo. Aparecieron y nos acompañaron.
Volvimos felices y en silencio. Festejamos con otro café. Esa noche no era para dormir.
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