JOKER
Se acaba de estrenar Escuadrón Suicida, la película que reúne a los villanos de DC, uno de los más taquilleros tanques en cartel en todo el mundo, con el que Warner intenta empatarle la partida a Marvel. Ocho años después de la consagratoria y terminal actuación de Heath Ledger en El caballero de la noche, ahora volvió el Joker, esta vez interpretado por Jared Leto y con apenas diez minutos en pantalla a pesar de que todo el marketing giró alrededor suyo. Una previa de dos años, escándalos, declaraciones cruzadas, quejas del propio Leto y su convicción de que deberían haber hecho una película sólo para su personaje, signaron este estreno global que no puede disimular algo evidente: a pesar del sucio encanto de Margot Robbie y el poder de estrella de Will Smith, los verdaderos protagonistas del film de David Ayer, el centro incandescente del asunto sigue siendo el villano más poderoso y enigmático del universo batmaniano. Radar repasa sus antecedentes literarios, su paso al cine y el comic desde El hombre que ríe de Victor Hugo y la aparición de Joker en la historieta original del Hombre Murciélago en 1940 para tratar de entender por qué cada nueva generación se rinde a los pies del hombre más malo del mundo, quizás, el otro, el doble del héroe más oscuro.
› Por Marcelo Figueras
El proto-Joker fue una figura trágica. Se llamó Gwynplaine y era el protagonista de una novela de Victor Hugo, El hombre que ríe (1869). En 1928 se la adaptó al cine, con Conrad Veidt –el actor de El gabinete del doctor Caligari y, más tarde, Casablanca– en el papel de Gwynplaine: un hombre que había sido mutilado de niño, congelando su expresión en un rictus demencial. El guionista Bill Finger le mostró al aprendiz de dibujante Jerry Robinson una foto de Veidt, caracterizado como Gwynplaine; y Robinson adaptó esas facciones al joker –el comodín– de un mazo de naipes de poker.
Imagino que ni Finger ni Robinson ni Bob Kane, el líder de aquel equipo de historietistas, habían leído el libro de Hugo. En consecuencia, no habrán sido conscientes del peso trágico que acarreaba. El hombre que ríe fue escrita en el exilio, al que Hugo partió pagando un precio por el tenor de su arte –novelas como Nuestra señora de París, dominada por otro personaje con deformidades físicas al que se confunde con un monstruo: Quasimodo– y por su actuación política. Por eso la historia de Gwynplaine trasunta desencanto; la misma desilusión que Hugo sentía respecto de nuestra especie, empeñada en despreciar toda oportunidad de elevarse por encima de sus limitaciones.
Gwynplaine es un hombre que crece en la miseria, bajo la tutela de un buscavidas trashumante llamado Ursus y su mascota, el lobo Homo; que sobrevive presentándose como fenómeno de feria; y que al fin, cuando se descubre que su linaje era aristocrático, asciende socialmente. Pero, cuando hace uso de su nueva posición para dar un discurso sobre la injusticia social (una alocución que evoca el Discurso sobre la miseria que el mismo Hugo pronunció en 1849, ante la Asamblea Legislativa), sólo cosecha risas: ¡nadie puede tomárselo en serio!
El Joker nació en 1940, en el primer número de Batman. (El Hombre Murciélago había debutado poco antes, mayo del ‘39, como parte del menú de la revista Detective Comics.) Fue el primer villano ‘oficial’ de la saga. Desde entonces la gente de DC Comics no paró de proporcionarle compañía –desde Gatúbela (1940) y el Pingüino (1941) hasta el más reciente Bane (1993)– pero ningún personaje logró hacerle sombra. La némesis por antonomasia de Batman es el Joker... y viceversa. Nadie lo expresó mejor que el Joker de Heath Ledger en El caballero de la noche (2008), al dirigirle a Batman la frase de Tom Cruise en Jerry Maguire (1996): You complete me. Ese Joker sabe que Batman podría decir lo mismo, aunque elija callar. Habría que dibujarlos unidos por un globo que exprese esa declaración de amor, con dos colitas de atribución.
Algunas razones de su complementariedad son obvias: humor versus seriedad, color versus opacidad, caos versus sistema. Otras no tanto, como su condición social. Las historias sobre el origen del Joker son diversas –el personaje insiste en que tal vez ninguna sea verdad–, pero todas coinciden en algo: es un plebeyo, lo cual lo enfrenta naturalmente al hombre más rico de Gotham. Quizá algún día se escriba Batman versus Joker: lucha de clases.
De la rica galería de villanos de la serie –ninguna saga de superhéroes la supera–, el Joker es el único que empuja a Batman hasta el límite, que lo fuerza a cuestionarse. Porque, en alguna parte de su alma, Bruce Wayne sabe ya que lo del crimen de sus padres es una excusa que prescribió, como la “pesada herencia” que tantos funcionarios mentan para disimular su alevosía. Y el Joker trabaja no para dominar al mundo ni para enriquecerse, sino para demostrarle a Batman la futilidad de su ‘misión’. Ningún justiciero, aunque cuente con infinitos recursos, puede contra la energía entrópica que libera nuestra especie, la más salvaje del reino animal. (Que Hugo haya bautizado Homo a la mascota de Ursus remite a la locución homo homini lupus: el hombre es el lobo del hombre.) ¿O acaso no estamos en manos de gente capaz de detonar el Apocalipsis, a cuyo ascenso contribuimos o al menos toleramos? ¿No está la nación de Batman a un tris de ser gobernada por alguien que, más que a Lincoln, se parece a Pogo el Payaso Asesino? En este sentido, el Joker opera como el bufón que se anima –único entre sus congéneres– a decirle la verdad al monarca, aún a riesgo de perder su cabeza.
Cada vez que asume esa tarea ingrata, planea sobre el Joker la sombra de Gwynplaine.
Durante 76 años, el Joker sobrevivió a todo tipo de manoseo por parte de los dueños del copyright. Empresas como DC o su rival Marvel responden a criterios que no son eminentemente artísticos; más bien funcionan bajo conducciones colegiadas, donde la última palabra no está en manos de dibujantes y guionistas.
El caso empeora cuando se trata de versiones fílmicas. En su desesperación por empardar el éxito de Marvel, los señores de traje de DC / Warner Brothers vienen de darse un porrazo tras otro (léase El hombre de acero y Batman versus Superman), por privilegiar el marketing a la visión creativa. Mientras el director de Escuadrón Suicida, David Ayer, editaba su versión del film, el estudio armaba otra a sus espaldas. El nuevo actor que interpreta al Joker, Jared Leto, se quejó ya porque parte sustancial de sus escenas no llegó al corte final. (Quien crea que Suicide Squad es la Joker-fest que la prensa insinuaba, se decepcionará.)
Lo llamativo es que, a pesar de tanta manipulación regida por el imperativo comercial, el personaje no haya hecho más que ganar en resonancia. Es un testamento a la intuición de Finger y Robinson, a quienes el rostro de Veidt como Gwynplaine produjo una inquietud de esas que no se desvanecen al cerrar los ojos y abrazar la almohada.
En el comic original, el Joker era un asesino psicótico. (No era el único: Batman usaba armas de fuego y no escatimaba proyectiles). Ya entonces mataba con lo que se denominaba “el veneno del Joker”, una toxina utilísima a la hora de producir cadáveres sonrientes. Esa compulsión respondía a una lógica que Richard Matheson retomaría en su novela Soy leyenda (1954): la monstruosidad es un concepto relativo, que ante todo depende de los números. El monstruo constituye una excepción; ergo, si todo el planeta se llenase de zombies, el último hombre sobreviviente se volvería una rareza digna de ser temida. Y el Joker fue siempre sensible a la soledad. Preferiría que alguien compartiese su visión de esta existencia como una broma absurda, merecedora de un mueca como la suya. (No es bueno que el Joker esté solo: por eso en 1992 le regalaron el personaje de Harley Quinn, al que Margot Robbie le saca jugo en Escuadrón Suicida.)
Hacia 1942, los directivos de la DC asumieron que convenía apuntar al público infantil –menos pulp fiction, más Disney– e impulsaron a los teams creativos en esa dirección. A partir de entonces, el Joker privilegió su costado payasesco a su condición de amenaza; alguien más próximo al Loki embaucador de la mitología nórdica que a un Hannibal Lecter de rostro blanqueado.
Para peor, en 1954 se creó un organismo estatal llamado Comics Code Authority, que velaba para que el contenido de las historietas no convirtiese a los jovencitos en delincuentes y homosexuales. El proceso de pasteurización se profundizó aún más a partir de 1964, cuando la DC nombró como editor a cargo del título a un hombre a quien –absurdo– el Joker no le gustaba como personaje. Y el éxito de la serie televisiva (1966-1968) pareció sellar su suerte.
El Batman de Adam West parecía concebido y dirigido por John Waters. Y el Joker que interpretaba allí César Romero era sólo un clown más, parte de una nutrida troupe de delirantes. Para toda una generación –la mía, claro–, el Joker devino Guasón. Tan ridículo era todo, que Romero ni siquiera se molestaba en afeitar su bigote. Cualquiera que observe podrá verlo allí, debajo del maquillaje blanco. (Por algo Romero terminó trabajando en Lust in the Dust, un western absurdo protagonizado por Divine que John Waters rechazó dirigir.)
El ocaso de la serie estuvo a punto de llevarse puesta la línea de historietas. Hasta que en 1973, después de una ausencia de cuatro años, el Joker resucitó de la mano del guionista Dennis O’Neill y el dibujante Neal Adams. O’Neill dijo que su intención había sido la de volver al principio, de reconectar con la intuición inicial de Finger / Robinson. En sus manos, el Joker se reencontró con su instinto criminal. Adams lo rediseñó de un modo que lo alejaba de las proporciones humanas: más bien parecía un Nosferatu de cabellos verdes. En 1974 hizo su debut la institución que se convertiría en su único domicilio conocido: el Asilo de Arkham. Un nombre que remitía a la ciudad creada por un narrador profesional de horrores: H. P. Lovecraft.
La cristalización del Joker que hoy nos es familiar –el Joker que expresa nuestros tiempos como pocos personajes– se inició en los ‘80 con dos novelas gráficas: The Dark Knight Returns (1986) de Frank Miller y The Killing Joke (1988) de Alan Moore y Brian Bolland.
Miller arrancó a Batman de su mundo estética y éticamente retro y lo soltó en el corazón de la Nueva Roma de hoy. En su Dark Knight ya no es aquel justiciero apegado a sus códigos, sino un hombre grande y resentido, retirado de la acción, al que angustia la sensación de que todo ha sido para nada. Al retomar la lid, el Joker –que, como en la línea central del cómic, ha sido el responsable de la muerte del segundo Robin, Jason Todd– sale de la catatonia en que lo sumió el retiro de Batman y vuelve a matar porque sí. O, para ser preciso: para conjurar la presencia de Batman, con quien sostiene una indisimulable fijación homoerótica.
Alan Moore –el genial autor de V for Vendetta, Watchmen y From Hell– lo imaginó igualmente cruel: en The Killing Joke, el Joker deja paralizada a Barbara Gordon y tortura a su padre, para probar que todo lo que un hombre normal necesita para volverse loco es un día atroz. Pero este Joker parece tener una historia personal que tornaría comprensible su (aparente) demencia.
Moore tomó una de las líneas argumentales clásicas que explican el origen del Joker –en 1951 se estableció que había sido un criminal llamado Red Hood que, escapando de Batman, había caído dentro de una tina llena de sustancias químicas–, pero la reconstruyó a piacere. Aquí, el Joker era originalmente un ingeniero empleado por una compañía química, que renuncia a su trabajo para probar suerte en su verdadera vocación: comediante de varieté. (El dibujo de Bolland subraya cierto parecido del personaje con Stan Laurel). Pero fracasa amargamente: al revés de Gwynplaine, no consigue hacer reír a nadie.
Acuciado por la falta de dinero –su mujer está embarazada–, se ve empujado al crimen: acepta asociarse a unos delincuentes que quieren robar el negocio contiguo a la compañía donde solía trabajar. Pero entonces su mujer muere en un accidente doméstico. Desolado, trata de abrirse del atraco. Pero los delincuentes lo fuerzan a encapucharse como Red Hood, para confundir a la policía. Y mientras los conduce por la factoría química rumbo al negocio vecino, cae entre los desechos químicos que le dejarán la piel blanca y el pelo verde.
Este trasfondo trágico justificaría el trauma que lo mueve a ser quien es y hacer lo que hace. Pero no hay que olvidar que, aquí, el narrador es el Joker. Esta es su versión de las cosas, lo cual no significa que sea la verdad. “A veces lo recuerdo todo de un modo, a veces de otro”, confiesa. “Si voy a tener un pasado, prefiero que sea multiple choice”. Es probable que su único momento genuino sea aquel en que considera la oferta de Batman: su archienemigo le dice que aún está a tiempo de recuperarse. Pero finalmente el Joker la declina: “Es demasiado tarde”. El final es ambiguo. Los últimos cuadros muestran el piso anegado por la lluvia, la luz de fondo y las sombras de los adversarios. En el cuadro postrero, una sombra lo ocupa todo. La interpretación más extendida es que Batman se lanza hacia el Joker y le rompe el cuello. En mi ingenuidad de hace casi treinta años, yo creí que, después de reír juntos por primera vez, Batman y el Joker se permitían la tregua de un abrazo antes de volver a la rutina de atacarse.
Los Jokers del cine reciente son tributarios de Miller y de Moore. Empezando por el de Jack Nicholson en el Batman de Tim Burton (1989). Nicholson lo habría hecho mejor veinte años antes, cuando todavía buscaba su destino. En el film de Burton se contentó con interpretar al Joker como una versión vieja y gorda del Jack Torrance de El resplandor. (Lo cual, hay que admitirlo, no era poca cosa.)
El mejor Joker del cine sigue siendo el Heath Ledger de El caballero de la noche, segundo film de la trilogía de Christopher Nolan. Allí se hace uso de algunos elementos canónicos, como el pasado multiple choice presentado por Alan Moore: este Joker cuenta dos versiones distintas de su origen y Batman lo frustra cuando está a punto de narrar una tercera. Su verdadero pasado es y seguirá siendo una incógnita, porque carece de documentos y de huellas digitales: es el Ulises que pretende ser Nadie, para que los dioses del sistema no puedan castigarlo.
Pero también innova en otros aspectos. Su cara no está decolorada, sino pintada de blanco. Su forzada sonrisa se debe a cicatrices, realzadas con spray rojo. Un simple vistazo a su pelo permite colegir que no se baña seguido.
Lo que Ledger y Nolan hicieron fue disponer de la cáscara y dejar al descubierto la esencia del personaje, la fuente de la energía que le permitió sobrevivir tanto tiempo y a tantas encarnaciones. Este Joker es “un agente del caos”. Un über-anarquista. O, para ponerlo en los términos con que se define hoy a quien atemoriza sin que se sepa bien por qué y para qué: un terrorista.
Batman se pretendió siempre un adalid del sistema, un defensor del fair play. Pero en las últimas décadas parece haber entendido que esa pose era una charada. Un paladín de la ley no se convierte en un parapolicial, y menos cuando es multimillonario. En ese caso estudia leyes y se paga el camino hasta la Corte Suprema, o manipula la realidad haciendo donaciones a la gente adecuada, como sus colegas de las listas de Forbes. Lo que Bruce Wayne se forjó fue una excusa convincente para pulverizar gente horrible a puñetazos. Eso lo convierte en un sádico. Conclusión a la que llegó por obra y gracia de su reverso especular, el Joker masoquista, que tolera las golpizas mientras lacera al ¿héroe? con el mayor de sus poderes: la palabra empleada como vehículo de la verdad.
El caballero de la noche representa a Batman y al Joker como una variación de los protagonistas de El club de la pelea, El Narrador y Tyler Durden. Uno es una figura estructurada, presa de las convenciones; el otro es una figura anárquica, que colabora con la tendencia del sistema –de todos los sistemas– al caos. Pero los personajes de El club de la pelea terminan asumiendo que son una única persona, decidida a impulsar la anarquía hasta sus últimas consecuencias. En cambio El caballero de la noche recorre dos tercios del camino, alcanzando dimensiones operísticas propias de El padrino, para al fin acobardarse y abortar la operación. En mi versión ideal de El caballero de la noche, Batman se descubre inspirado por el Joker que prende fuego a los millones de dólares que acaba de ganar (he ahí el villano más temido por el capitalismo: uno que desprecia el dinero), quema la fortuna propia y se une al Joker en la tarea de borrar los registros de los bancos del mundo. A eso no me molestaría llamarlo justicia.
Del Joker de Jared Leto en Suicide Squad se puede decir poco, porque sus apariciones funcionan como el teaser de un film que aún no existe. Pero al menos no va a contrapelo de la mitología. En este mundo de hoy, donde los superhéroes funcionan como sucedáneo de los panteones clásicos, la historia sin fin de Batman y el Joker se despega del resto porque prescinde de aliens y poderes mágicos para concentrarse en dos hombres. Que, más allá de algún mamporro, prefieren por campo de batalla el de sus inteligencias.
Batman y el Joker apelan al intelecto para sacarse chispas, mientras tratan de dirimir –como Victor Hugo, como Gwynplaine– el más esencial de los dilemas humanos: si es posible arrancarle algún sentido a esta existencia, o si más bien conviene entregarse, con delicioso abandono, a las mieles del azar y del caos.
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