Dom 16.10.2016
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LEAN EL ARTÍCULO DOS

› Por Juan Pablo Bertazza

Como todo acontecimiento que entra inmediatamente en la posteridad, hubo dos grandes señales de que algo extraordinario estaba por suceder con el Premio Nobel de literatura 2016. En primer lugar la escalada de Dylan durante los últimos días de las apuestas, acaso uno de los pocos indicadores que sirven para detectar al posible ganador pero, por el otro –algo aún más sintomático y misterioso– la postergación por siete días del anuncio que se iba a difundir el jueves pasado y finalmente se aplazó para el 13 de octubre, convirtiendo a esta siempre polémica categoría, por primera vez en la historia, en la última en ser anunciada. Habrá que esperar medio siglo (ese es el tiempo que dispone la Academia sueca para desclasificar los archivos de las postulaciones y debates de cada año) pero es casi inevitable especular que algo en ese inédito atraso de siete días –“Seven days”– tuvo que ver con la naturaleza del nombre elegido. No sería raro pensar que si el anuncio generó tanto revuelo a nivel global (a propósito: qué divertido que los adalides de las mezcolanzas de géneros y los abanderados del híbrido posmoderno cuestionen la calidad literaria del ganador como los más rancios conservadores) es porque el quilombo seguramente comenzó en casa, es decir, en el seno de la propia Academia Sueca.

Aunque ni siquiera vale la pena explicar por qué la música de Dylan tiene mucha más literatura que la que se acumula en la biblioteca de los furiosos detractores de este premio, alcanza con recordar que dos de sus principales competidores –Nicanor Parra y Joyce Carol Oates– fueron algunos de los que, alguna vez, se llenaron de elogios para hablar de Dylan, aun cuando no son personas de elogio fácil. Hace dieciséis años, ante una de las primeras postulaciones de Dylan, el antipoeta chileno dijo: “Tres versos suyos justifican cualquier galardón, incluso el Nobel de Literatura”; mientras que la escritora estadounidense, una de las grandísimas candidatas a quedarse con el premio este año, destacó, hace también unos cuantos años, que “en una cultura popular sometida a cambios tan rápidos como vertiginosos, Bob Dylan conserva su estatura y algo de su misterio original. Es la figura dionisíaca por excelencia”.

Como si esas frases fueran insuficientes para cualquier contratapa que se precie de tal, el propio Salman Rushdie se encargó de despejar cualquier ridícula duda: “Bob Dylan es una fuente de inspiración para todo tipo de escritores”.

Así las cosas, aunque es la primera vez que un músico se alza con este premio, la de los outsiders constituye una enorme tradición dentro de la historia del Premio Nobel de Literatura, no solo porque alguna vez lo obtuvo Churchill o el risueño filósofo Henri Bergson sino también porque algunos de los candidatos fueron el antropólogo de la religión James Frazer, el crítico literario Ramón Menéndez Pidal y hasta Charles de Gaulle, sin contar que Sigmund Freud estuvo mucho más cerca de ganarlo, en su momento, que el propio Jorge Luis Borges, gracias a la palanca que le hiciera su amigo Romaní Rolland (laureado a su vez en 1915) al nominarlo con bombos y platillos para el premio de 1936, cuando la posibilidad no figuraba ni el deseo de los más optimistas sueños del padre del psicoanálisis. Pero además de todo eso, la cuestión aparece totalmente aclarada en el artículo dos de los estatutos del galardón, confeccionados a partir de la voluntad de Alfred Nobel: con el término “literatura” el testamento se refiere no solo a la ficción sino “también a otros escritos que por su forma o modo de exposición posean valor literario”.

Después de todo, mucho mejor que criticar tan escandalosamente la pertinencia de este premio, sería tratar de pensar qué ideas subyacen al anuncio. Y lo primero que no debería pasar desapercibido es que Bob Dylan es el primer estadounidense que obtiene el máximo galardón literario desde que lo ganara Toni Morrison en 1993, ¡hace veintitrés años! Algo por lo menos llamativo si se recuerda el escándalo que desatara en 2008 el entonces secretario permanente de la Academia Sueca, Orase Engdahl, al declarar en una entrevista con la agencia Associated Press que “Estados Unidos es demasiado insular, no traducen lo suficiente y no participan en el gran diálogo de la literatura”. El comentario, que desató una enorme repercusión y obvias consecuencias en la política internacional del premio, parece encontrar una clara resonancia en la elección de un outsider literario genial como Bob Dylan, en detrimento de permanentes y postergados candidatos como la propia Joyce Carol Oates, Thomas Pynchon, Philip Roth y hasta el pobre Murakami que, a estas alturas, parece sufrir los efectos colaterales de ser quizás más norteamericano que japonés. En otras palabras, y aunque ahora parezca una obviedad, durante todos estos años Bob Dylan fue el único escritor estadounidense con posibilidades reales de ganar el Nobel.

En definitiva, más allá de las justificaciones de la Academia, más allá de Tarántula –conjunto inconexo de prosas poéticas y fluir de la conciencia escrito entre 1965 y 1966 con la mirada puesta en los beatniks–, y más allá de su celebrado Crónicas volumen 1, esa especie de autobiografía que reproduce mucho de su talento poético mientras ofrece algunas reflexiones de ese enorme misterio que constituye la conjunción entre su vida y obra, no deberían quedar dudas de que este premio inédito significa una gigantesca transgresión (la prueba está en el enorme malestar que parece haber generado en la cultura) y, al mismo tiempo, un enorme acto de justicia que ningún formalismo estéril debería despreciar. Por interminables razones pero también porque, incluso, algo del enigma Bob Dylan alcanza y remonta la figura del propio Alfred Nobel –desconocido célebre, inventor de la dinamita, aprendiz de escritor y ermitaño millonario que inventó el premio para exorcizar culpas y conquistar el corazón imposible de la pacifista Bertha Kinsky–, quien encontró en el flamante Premio Nobel de Literatura algo más que un justo ganador: un heredero político de su misterio.

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