Dom 30.10.2016
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MARíA MORENO

LOS MAREADOS

Comenzó como un texto periodístico para una sección de relatos confesionales que se tituló “La pasarela del alcohol”. Esas treinta y pico de páginas que años atrás publicara María Moreno en la revista Latido fueron creciendo hacia otras zonas y territorios que ligarían el alcohol a la literatura, a retratos de periodistas y artistas como Gumier Maier, Miguel Briante, Claudio Uriarte, Charlie Feiling o Norberto Soares, a los bares de Once y el Centro, a la figura del padre, a la infancia. El resultado es Black out (Random House), un extraordinario relato que une la crónica, la literatura y el microensayo bajo la mirada siempre llena de humor y extrañeza de la autora. En esta entrevista, María Moreno reconstruye los pasos que la llevaron años después a este libro de memorias, recuerda a sus protagonistas y explica por qué los bares se prestan para filosofar entre amigos, bohemios y extraños.

› Por Ana Fornaro

“Yo no confieso, cuento”, dice María Moreno casi en penumbras cuando va cayendo la tarde en el barrio de Once, y en casi todos lados. Afuera llueve y adentro hay una calidez extraña –no es calefacción, tampoco encierro– y quien cuenta que no confiesa está sentada frente a una mesa larga de comedor donde se mezclan algunos papeles con un termo de café y un plato de masitas secas para recibir a la visita y conversar sobre Black out, un artefacto literario que deslumbra y bien podría calificarse de obra culmine, punto de llegada, plantada de bandera, si eso no sonara a entierro o despedida. Porque aquí la autora hace un montaje de temas, textos, y operaciones críticas ya presentes en otros libros y el lector puede reconocer, como en un juego detectivesco, extractos de Vida de vivos (donde ya aparece la radiografía del barrio Once, mito de origen y novela familiar), Banco a la sombra (con sus desplazamientos de anti-viajera, o viajera plebeya) y en particular “La pasarela del alcohol”, esa mezcla de ensayo y crónica intimista sobre la bebida escrito para la revista Latido.

–Yo lo digo como una bananada, eso de que me auto-reciclo. Pero pienso que un texto ubicado en otro tiempo, espacio y soporte cambia el sentido. Hay un poco de picaresca atorranta ahí. Utilizo algo que ya publiqué en los medios y al volverlo libro le doy otra estabilidad. En aquel momento Daniel Ulanovsky Sack quería hacer una sección de relatos confesionales y pedía amarillismo íntimo. Mi amigo Daniel Molina contó su historia de prisión como militante y además gay. Entonces me dije: ah, qué puedo poner, cómo subo la apuesta. Era como un juego. Y pensé: alcoholismo y reviente. Primero me enojé mucho con eso del amarillismo intimo –me pareció una demanda de construirme en personaje– pero después salió un texto de treinta páginas, muy condensado, que me interesó más de lo que pensaba, porque me di cuenta que allí entraban otras cosas, como la relación del alcohol con la literatura y beber en demasía contra la moral implantada por las políticas de la salud. Al escribir este libro llegué a las 400 y pico de páginas. Eso me pasa a menudo, que al principio rechazo algo hasta con indignación y después me apropio totalmente.

Ese germen, “La pasarela del alcohol”, reaparece y se extiende como uno de los estribillos de Black out, un libro inclasificable que funciona como ensayo total y fragmentario sobre la literatura argentina y como tributo desmitificador a sus amigos-escritores muertos, un compendio de desmemorias propias y colectivas que avanza a los saltos, entre repeticiones (variaciones) y vacíos típicos del alcohol, una coartada sí, pero también una caja de resonancia.

–Quise usar la figura del alcohol como Piglia usa la del lector en El último lector, “no me comparo, me identifico”, o como Schvartzman en Letras gauchas analiza los pactos orales atribuidos a la gauchesca. O como Viñas usa siempre dos polos que hace jugar como motores de reflexión: por ejemplo ‘criados y señoritos’–, explica la autora, quien decidió estructurar su libro en tres partes que agrupan registros y que vuelven una y otra vez, como lo reprimido: “La pasarela de alcohol” (retratos), “Del otro lado de la puerta vaivén” (microensayos) y “Ronda” (territorios). Como decía Cortázar en Rayuela: “A su manera, este libro es muchos libros”. Y por eso, siguiendo esa misma tradición vanguardista de despegarse del referente, Moreno no confiesa, sino que cuenta y elige arrancar su Black out, justamente, con un cuentito de Alcohólicos Anónimos que habla sobre la necesidad de creer, a sabiendas, en algo que no es real: ser consciente del simulacro. Con esta primera entrada, la narradora, además de entrar en tema, parecer advertirle al lector que todo lo que allí aparezca (crónicas iniciáticas, novela familiar, incluso el diario dipsómano de un personaje llamado María Moreno) está mediado por la escritura: es artificio.

CÓDIGO DE BAR

“¿Dónde están mis compañeros? La frase me era opaca. Se me escapaba. El alcohol no podía explicarla. ¿Se refería a esos entre quienes no realicé nada? ¿O a esos otros de cuya reciprocidad también dudo? (...) No es verdad que el alcohol obnubile, no siempre: a veces plantea un enigma y permite encontrarle la vuelta. Sabía que en el fondo del río había cuerpos, que cada resaca era, en potencia, una confesión. Se trataba de una fantasía, pero cuando alguien me decía que no podía pisar el fondo del río, ese barro fino, hecho de quién sabe de qué sustancias, lo juzgaba mal. En cambio, me parecía que, si paraba con los ojos cerrados y los pies sumergidos en el barrio, tomaba una especie de comunión. ¿Pero con quiénes? (...) ¿Qué hacíamos en esos años? Escribir pero no publicar, no poder escribir, escribir por rutina y paga, vivir como si se escribiera. Adheríamos al sacrificio de un deseo que imaginábamos entrañable –lo acariciábamos mientras tanto– pero no de nosotros enteros. Entonces. ¿No era individual la intermitencia de la obra? ¿Enmascaraba la eterna marinada de un duelo colectivo aunque sin concretar?”, se pregunta la narradora en una de las “rondas” de Black out. Entre otras cosas, este es un libro es la puesta en escena de una época. Aunque no hay datación (la impronta es la laguna) el tiempo se adivina a partir de los personajes y de una enumeración de bares (Alex Bar, La Paz, BárBaro, entre otros), esos “hogares contra el hogar” habitados por periodistas y escritores que formaban una comunidad alrededor del alcohol y la literatura. Una bohemia que Moreno se encarga de cristalizar, rindiendo tributo a un grupo de amigos que hoy están muertos y que hace volver desde diferentes lugares. Los protagonistas de esta pasarela son Norberto Soares, crítico literario de Primera Plana (“Lo conocí como dueño de mesa en los bares de la calle Corrientes, alguien que acaparaba la conversación con una seguridad total y un esplendor de recursos capaz de persuadir...”); Miguel Briante (“Escribía por venganza. Algo en su origen lo había humillado y con la literatura se cobraría esa humillación.”); Claudio Uriarte (“Se decía que era un dandy, pero la desesperación es el sentimiento antidandy por excelencia”) y Charlie Feiling, quizás el más cercano de todos y a quien la narradora termina visitando en el hospital cuando se lo estaba comiendo la leucemia.

Entre retratos y reflexiones, se van articulando pedazos de vida de los autoresal tiempo que buscan pistas de análisis de su obra, devolviéndolos a un lugar no sólo histórico y político (los ‘70, la dictadura, los medios) sino también literario y vital. Un vitalismo que evita la solemnidad como la peste.

–Estos amigos, cuando murieron, generaron muchas mitologías absolutamente autorreferenciales, donde el personaje sepultaba totalmente la obra. Entonces lo que yo quise fue dar cuenta también de sus posturas estéticas que eran muy radicales y muy diferentes entre sí. Mi posición es de sobreviviente y de crítica que tiene la ventaja de conocer a sus objetos. Está la mitología pero no desde una idealización. Incluso pueden no gustar a los amigos y parientes porque justamente hice una operación para aislar al bar como escenario. Por eso yo no hablo de las esposas o las novias. Eso puede dar el efecto de que yo era la única mujer, pero no lo era. Lo que pasa es que uso el yo de cronista en relación a una coalición masculina no simultánea, tácita. También hablo ahí de que no es una amistad con apego, que liga al objeto. En el bar no se habla de cosas íntimas; en el código de bar cualquier cosa que puede ser personal se transforma en teoría –cuenta Moreno.

La autora reconoce que cuando se puso a escribir este libro no era consciente de ser (haber sido) tan periodista, justamente ella que le ha escapado al rótulo y quien se inició en el oficio casi por casualidad –era joven y necesitaba el dinero– escribiendo artículos que firmaba como su ex marido, colaborador de La Opinión. Un día el jefe de redacción elogió una de esas notas y hubo que revelar la identidad. Pero en lugar de agravio e indignación, quien hasta entonces era Cristina Forero recibió una invitación. “Qué colabore ella también”, dijo el jefe y así nacía María Moreno, una cronista barroca de 26 años que debutó con una nota de fruterías nocturnas, un tema que le pareció fascinante y que al final no lo era tanto.

Lectora desordenada y voraz de los narradores estadounidenses y de su amada Colette (a quien seguía desde su adolescencia) pero también de José Bianco y Silvina Ocampo (para llevarle la contra a la “literatura de izquierda”) durante mucho tiempo se dedicó a escribir notas de vida cotidiana pero nunca tuvo como ideal ser escritora. En ese sentido, Moreno se identifica como parte de ese grupo que escribió “en contaminación”, sin guardarse una “zona pura” para la literatura. La narradora de Black out, al referirse al último trabajo de Soares, dice: “No conozco el relato de su empresa. Pero estoy segura de que no se trataba de ese trabajo antípoda con lo que los escritores ‘puros’ se niegan a vivir de algo que ni siquiera se parezca a la literatura que tratan como a una amante enferma terminal de un mal que mina sus defensas vitales, una paliducha infectable por una nada y por eso debe permanecer en una burbuja aséptica”.

¿Todos ustedes eran escritores “contaminados”?

–Sí, porque todos éramos periodistas. En ese sentido soy arltiana: cuando Arlt hace ese famoso prólogo a Los Lanzallamas y habla de la literatura como un cross a la mandíbula y en contra de los escritores con privilegios. El que quiera escribir que escriba afanándole tiempo a la crónica diaria. Hay un libro muy interesante de Julio Ramos, Desencuentros de la Modernidad, donde justamente plantea que la autoconciencia del escritor modernista latinoamericano se armó por contraste a las escrituras contaminadas. Un Martí, un Darío, un Vallejo trabajaban en los diarios, esa zona que ellos mismos no consideraban. El día era el trabajo, la contaminación y la noche era la pureza de la poesía. Arlt rompe con eso. Para mí la literatura es una derrota. Yo estaba muy imbuida en plantear una forma de vida diversa, una sexualidad diversa. Cuando yo tenía veintipico de años me parecía interesante una transformación, una política de la vida cotidiana, no una obra. Mi utopía no era de producción literaria.

¿Esa contaminación se vincula a ese agujero de producción que aparece mencionado en el libro?

–Es muy performático el libro. La pregunta “dónde están mis compañeros” la hago porque me parece una hipótesis bastante aventurada sobre la problemática del no escribir: si era bloqueo o una forma de duelo. Ninguno era militante orgánico pero empiezan a producir realmente con la llegada de la democracia. Entonces pienso: no era solo neurótico, había otra cosa. Hay una forma de pensar la procastinación como un problema individual, pero también se puede ligar a una forma de conciencia colectiva ligada a lo que estaba pasando: la desaparición y el exterminio. Veo ese agujero de producción como algo a investigar.

LOS ISMOS DEL ALCOHOL

“Comencé a beber para ganarme un lugar entre los hombres. Imitaba una iconografía fuerte: Alfonsina en el Café Tortoni, Norah Lange en el Auer’s Keller. Como Alfonsina, quería un hogar contra el hogar, ser la mujer de las medias rotas –una gota de esmalte detiene la corrida–, la varonera ante cuya sorna se ponen a prueba las teorías, la amada vitalicia pero protegida por el tabú del incesto a la que se descubre de pronto como la amante más fiel aun en su traza impostada de pendenciera. Estaba convencida de que, más que ganar la universidad, las mujeres debían ganar las tabernas”, dice la narradora que, a lo largo de todo Black out va reconstruyendo su relación con el alcohol, entre el pathos y la comedia (el libro tiene pasajes absolutamente desopilantes), marca registrada de la escritura de Moreno. Hay una búsqueda de origen, de ir a buscar allá lejos algún momento fundacional para encontrar alguna respuesta. Así, aparecen diversas entradas: una familiar, otra más social, otra política –el libro entero está atravesado por una lectura política del alcohol (ismo)– otra literaria (el rito colectivo) y finalmente una subjetiva, casi psicoanalítica, que irrumpe en oleadas. La descripción de una infancia en el barrio de Once, los primeros contactos de esa niña con los diverso, la idea de lo popular (“el pueblo bebía”) se articulan con la mitología de una madre química que hacía experimentos y transformaba el alcohol en un líquido rojo (como un acto de magia) que luego la narradora identificará con sus hemorragias menstruales: entraba alcohol, salía sangre. Y de forma desenfrenada. Pero también aparece la figura del padre, un personaje central que, al igual que los amigos-escritores, está atravesado por la muerte. Este es, también, un libro sobre la muerte del padre. “En todo caso, mi padre bebía para liquidarse, como yo. Primero para darse ánimo pero, enseguida, para perder la conciencia, calmando así cualquier angustia, mucho y rápido con su boca insaciable. Hasta el sopor y el sueño o el coma intermitente antes del horror de despertarse en la feroz lucidez del día. Bebo en exceso porque bebo con la boca de mi padre”. Como una novela iniciática, la narradora también recorre su adolescencia, sus primeras idas a los bares, sus contactos bajofonderos haciendo gala de esa mirada de cronista afilada y desviada. Así desfilan los mozos (“madres subrogadas” de los clientes) las prostitutas, los parroquianos y luego los periodistas y escritores de “universidades laicas”, como llama a los bares.

–La comunidad funcionaba en un bar como La Paz que tenía resabios de los bares del siglo XlX donde iban los periodistas a intercambiar datos con los chorros pero también podría aparecer el presidente de la República. La Paz era un bar donde se contrabandeaba informaciones de grupos diversos. Porque había periodistas políticos, artistas, lúmpenes. A Briante, por ejemplo, no le gustaba La Paz porque tenia una cuestión de clase y estaba en contra del “realismo” de La Paz y le gustaba ese cosmopolitismo que tenía el BárBaro– dice la escritora.

Esa búsqueda de orígenes también está, como todo en Black out, ligado a la literatura. Y Moreno propone –con humor, pero también en serio– una lectura de los textos fundacionales argentinos a partir de las marcas del alcohol. Desde Una excursión a los indios Ranqueles de Lucio Mansilla (un autor fetiche de la autora, a quien considera el gran cronista argentino) hasta El Facundo y El cantor de Sarmiento pasando por El Martín Fierro y Echeverría. “Si David Viñas dijo que la literatura nacional empieza con una violación, habría que corregirlo un poco diciendo que empieza con un mamarám. En la misma mesa donde se tortura al unitario, se juega a las cartas y se llenan las achuras, los mazorqueros se colocan. ¿Sería posible El matadero si fuera un relato en seco?”, se pregunta la narradora que también aprovecha, a lo largo de todo Black out, para traer a otros escritores. El libro es una máquina de referencias, glosas, citas, no sólo de autores argentinossino también extranjeros. A la manera del inventario aparecen Marguerite Duras, Dorothy Parker, Raymond Carver, Graham Greene, y más, integrando una suerte de Paseo de la Fama de escritores borrachos que dialogan con esa narradora genial (“a veces pienso que el mundo se divide entre abstemios, bebedores, alcohólicos y británicos”) que busca un mito de origen, en un vaivén –zigzagueo– donde lo personal es político pero también literario.

LOS EXTINTOS

Black out es un libro escatológico. La muerte, el envejecimiento y los relatos de descomposición física son una constante. Cuerpos que huelen, que segregan. Alientos podridos, bocas pastosas de resaca. El cuerpo de una narradora que, por una endometriosis, sangraba de forma interminable, primero, y más tarde, que va notando cómo todo decae. La sangre y la degradación funcionan junto con el alcohol, pero también sonformasde hablar de lo visceral, de eso que está antes o abajo.

–Como te decía, yo escribo “en contaminación” y eso también es contaminación de zonas “altas” de la llamada cultura y otras de la picaresca oral, coloquiales e incluso lunfardescas. Me gusta no dejar mediaciones entre esas zonas, sino ponerlas en contraste. Acá hay un montón de elementos que serían lo palurdo y lo plebeyo ¿no? Así como escribí el libro Banco a la sombra contra los viajeros, contra el viaje como adquisición de conocimiento, como iniciación (en contra de Bowles, por ejemplo) en Black out está lo de las hemorragias como una enfermedad de mucho sufrimiento pero sin riesgo de muerte. Hay grandes libros sobre la cercanía de la muerte, como Al amigo que no me salvó la vida de Hervé Guibert. Pero yo tomo una enfermedad sin prestigio que no se merece una escritura. Tiene algo de paródico, me lleva a una posición clown que yo cultivo. Y por supuesto también quiero romper con esa narradora de muchos libros escritos por mujeres donde se proyecta una mujer bella, como si no hubiera esfínteres. Por eso me interesa Naty Menstrual: el cuerpo es mierda, es culo, es desfiguración. Entonces yo también hablo acá del cuerpo que se retira del mercando de los encantos.

A lo largo de Black out, sobre todo a partir de los diarios íntimos, hay reflexión constante y que tiene que ver con la relación entre vida y escritura. “Si escribo lo que escribo, ¿me desnudo?” dice la narradora. O insiste en que sus mayores secretos no están revelados. ¿Es una forma de abrir el paraguas?

–Esa es un poco una pregunta retórica que se hace la narradora. Sé que es inevitable que este libro se lea anclado a una referencia, a mi vida, pero la verdad es que no me manejé en ningún momento con un mito del recuerdo. Quizás tenga algo de ejercicio espiritual, de autoexploración y por supuesto está lo de la edad. Tiene algo de testamentario todo el libro, pero un testamento buffo, a la Zorba el Griego. No quisiera que se leyera como melancólico o como nostálgico. Creo que ahora ciertas generaciones imaginan que la experiencia de intensidad cesó (como puede haber sido la militancia de lucha armada, el sida, la liberación sexual) y tienden a leer literalmente: leen como caníbales de intensidad. Como se lee la biografía de Lamborghini; son como cafishos de intensidad. Y el libro es otra cosa. Yo hago siempre el mismo chiste. Irene Gruss escribió un poema que no es testimonial y alude a la dictadura, y dice “yo estaba lavando ropa/ mientras mucha gente/ desapareció/ no porque sí/ se escondió/ sufrió/ hubo golpes/ y ahora no están...” y un periodista después le dijo: “ah, es que usted no se enteró de nada porque estaba lavando ropa”. No me gusta la literalidad pero tampoco me parece que todo sea imaginación. Para mí la escritura arruina todos los planes. Yo no sabía que mi padre (eso que yo llamo mi padre) iba a ocupar tanto espacio.

¿Qué otras cosas te sorprendieron mientras escribías este libro?

–Yo diría más bien que me quedaron cosas afuera. Debería haber trabajado más las analogías entre la dipsomanía (me encanta la palabra) con la política LGTBI, que se comenta en broma en la parte del diario. El alcohol es algo legal pero el borracho sufre una gran discriminación cuando pasa de un punto medio. Y me hubiera gustado trabajar más el tema de la política terapéutica para la que no tenés derecho de regular tus daños bajo el imperativo de la felicidad, y la administración del cuerpo para hacerlo durar. También me interesa que Alcohólicos Anónimos funciona porque un borracho no se puede resistir a una experiencia extrema: parar abrupta y absolutamente. Pero después no poder parar de hablar de eso. Porque el objeto en ausencia y esfinge se transforma en una deidad.

“La literatura no sublima nada” dice María Moreno entre la contundencia y el guiño. Usará ese mismo tono para decir, ya al final de la entrevista: “sí, colecciono juguetes viejos”, adelantándose a la pregunta –obvia– de la periodista que mira con insistencia un despliegue de avioncitos y demás objetos exhibidos en un aparador. Pero volviendo a la sublimación:

–Jorge Barón Biza escribió El desierto y su semilla, una novela sobre la experiencia trágica de su familia un poco con la idea de que la literatura sublima. Cuando le comenté sobre este libro me dijo: si vos escribís este libro con estos retratos de la pasarela del alcohol, de los muertos, dejá páginas en blanco, porque la próxima sos vos. Años después se suicidó como su madre, su madre y su hermana.

¿Te importa la posteridad? ¿Esto lo escribiste pensando en “dejar algo” sobre esa época?

–Si soy atea (se ríe). Pienso eso que dicen de la muerte: “cuando estamos nosotros ella no está y cuando está ella no estamos noso- tros”. Esa obviedad. No, no tengo idea de posteridad. En este libro hay algo de tributo pero no lo hago desde el lugar de viuda sino como sobreviviente y par, y con la distancia de crítica literaria fraterna: está eso de la inscripción. La idea de lo extinto, que está en todo los retratos, y también de mí como extinta.

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