Dom 01.02.2004
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PLáSTICA

La libertad de expresión

Entre fines de los años sesenta y mediados de los ochenta, dos generaciones de artistas alemanes, hartos de la impersonalidad del pop y el arte conceptual, promovieron un retorno brutal al gesto, al lienzo y a la expresividad de la pintura. Oriundas de la colección Deutsche Bank, las casi 150 piezas que integran El regreso de los gigantes –la muestra que se exhibe en el Museo de Arte Decorativo– reconstruyen una coyuntura clave en la historia del arte contemporáneo.

POR MARIA GAINZA

Varias veces la habían dado por muerta, y aunque nunca nadie pudo encontrar su cuerpo, todos insistían en que estaba kaput. Pero la vieja dama regresó. Algunos dicen que avanzaba atronadora, con la potencia de un huracán que arrastra a su paso techos y ventanas. Otros, que estuvieron ahí, cuentan que el temblor se sintió primero en lienzos que se poblaron de rostros bravíos. Terminaban los setenta, y luego de los radicales procesos de desmaterialización del arte, la pintura reaparecía en todo el mundo. En Alemania, Italia, Francia, Estados Unidos, los artistas tomaron pinceles y telas y se pusieron a intentar una pintura impetuosa, desinhibida.
Ese retorno es el que registra El regreso de los gigantes, la muestra que reúne en el Museo de Arte Decorativo casi 150 piezas de la colección Deutsche Bank pertenecientes al período de resurgimiento y consolidación de la pintura en Alemania (1975-1985). Un movimiento que algunos denunciaron como un proyecto burgués, de regreso al orden, y otros como una tentativa de recuperar las imágenes perdidas. A casi veinte años de los hechos, sin embargo, la muestra produce sentimientos encontrados. En algunas obras hay algo que ya no palpita, cierta pérdida de intensidad a manos del tiempo, pero a la vez siempre produce un efecto refrescante ver la insolencia con que los neoexpresionistas alemanes se embarcaron en una empresa –pintar y pintar cuadros– que parecía un absurdo a los ojos de la época.

LOS PADRES DE LA BESTIA
En una entrevista de 1979, el cineasta Werner Herzog decía: “Vivimos en una sociedad que ya no tiene las imágenes adecuadas, y si no las encontramos, nos extinguiremos como los dinosaurios”. Ese hambre de imágenes (como curiosamente se titularía después un libro fundamental sobre la nueva pintura alemana) llevó a los artistas a rebelarse contra la impersonalidad del conceptualismo y el pop, que por entonces se había vuelto el pasaporte diplomático del mundo del arte. Muchos vincularon el renovado interés por la expresividad con cierto espíritu alemán que trazaba un hilo entre las figuras de cuerpos retorcidos de Grünewald y los zombies espectrales de Munch. A lo que se sumó la necesidad germana de ponerse al día con el mundo y apretar el acelerador, luego de haber padecido tanto las consecuencias de la retrógrada política cultural nazi. Lo cierto es que las escenas –como se llamó a los principales centros creativos del neoexpresionismo: Düsseldorf, Berlín, Colonia y Hamburgo– encarnaron aquel feroz modo de ver alemán que en los años ochenta ingresaría al circuito internacional poniendo quinta a fondo.
Grosso modo, el neoexpresionismo alemán agrupó a dos generaciones. La primera, sacudida por una guerra devastadora, comenzó a mediados de los sesenta a abandonar una postura neutral frente a la historia y a mirar hacia atrás, alentando una pintura más cercana a la tradición germana. Pero el “retorno” era sólo aparente: en realidad, la nueva pintura surgía de la necesidad de cuestionar el medio como un ejercicio complaciente. Es verdad que por esos años no todos lo entendían así, y que algunos incluso pusieron el grito en el cielo. En la Bienal de Venecia de 1975, Benjamin H.D. Buchloh dictaminó que, para fatalidad de todos, el mundo se encontraba frente a “un movimiento retrógrado y autoritario”, al que acusó de fomentar una mitología alemana decadente que se valía de imágenes obsoletas y medios anticuados. Pero los alemanes siguieron, firmes. La muestra incluye algunos nombres de esa camada inicial, los padres de la bestia: Karl Horst Hödicke, Jörg Immendorf, Georg Baselitz. Ahí están las águilas de Baselitz, tremendas y fatales, condensando en cinco pinceladas tanta historia alemana, tantas cosas que vinieron antes y tantas que vinieron después. A lo que el artista suma un gesto, simple pero contundente: colgar las imágenes patas para arriba, para preguntarse porla inercia de la convención: la idea de que el cielo esté arriba y la tierra abajo, ¿no será un acuerdo al que todos nos hemos acostumbrado, pero al que no necesariamente deberíamos aferrarnos?

LA BESTIA
Y –como en todo mar revuelto– a la primera ola siguió una segunda, estrepitosa y arrasadora: una generación integrada por lo que los slogans periodísticos calificaron como los “Nuevos Salvajes”. Un rejunte de artistas con menos mochila, con el fantasma del nazismo un poco más a la distancia, que tomó los pinceles para revolver en el presente y en lo personal. Ojo: la expresión seguía marcando el tono de estas imágenes, pero ya no se trataba de una remake del expresionismo histórico de Der Brücke o Die Blau Reiter, plagado de intenciones trascendentales e intentos de renovación del individuo y la sociedad. Los Nuevos Salvajes parecían ser a la pintura de los ochenta lo que los punks a la música; si bien les reconocían a las vanguardias el haber abierto las puertas hacia la subjetividad, estaban bien lejos de los sueños utópicos. Eran puro escepticismo y acidez. Por eso, aunque el nombre El regreso de los gigantes aluda a una obra de Rainer Fetting que retrata y homenajea a unos Gauguin y Van Gogh corpulentos y macizos, la desfachatez del retrato habla, más que de un respeto acartonado, de una sincronía emocional con aquellos artistas que Hitler había calificado de “degenerados”.
El camino ya estaba allanado cuando, hacia 1980, la pintura se extendió a Colonia y se encarnó en el Mülheimer Freiheit, un grupo más ligado al arte conceptual que contaba entre sus miembros con J.G. Dokoupil y Walter Dahn. Cerca de lo marginal, Dokoupil buscó una pintura ecléctica que se riera de sí misma, como si en el mismo instante de pintar presintiera lo absurdo del intento, mientras Dahn hizo unas caricaturas existenciales, temblorosas, de una fragilidad extrema, con figuras que se sostienen del papel con desesperación, como aterradas por la posibilidad de desaparecer. Durante los mismos años, pero en Berlín, un redactor de la revista Spiegel escribió: “Ha llegado el mundo de los graffiti diseñados en los baños públicos o los garabatos que trazamos mientras hablamos por teléfono. Francamente, entusiasmarse por la libertad que aquí se proclama sería pedir demasiado”.
El hecho es que los berlineses habían acuñado un nuevo término para aquellas imágenes que surgían de una ciudad traumáticamente dividida: las denominaban “pintura impetuosa” (Heftige Malerie). Sus defensores eran un grupo heterogéneo –Rainer Fetting, Helmut Middendorf, Salomé y Bernd Zimmer–, unidos principalmente por el interés en hacer una pintura subjetiva, satírica, con los ojos puestos en una metrópolis que hervía turbulenta como una cacerola sellada. La expresividad y la intensidad se erguían como valores supremos para estos jóvenes inspirados por la música new wave, las discotecas punk, los travestis del SO36 y un cóctel filo-literario de nombres como Whitman, Pound, Verhaeren y Nietzsche.
De las 50 mil obras que comprende la colección Deutsche Bank, la muestra del Museo de Arte Decorativo privilegió trabajos de formato pequeño y mediano, casi todos sobre papel: dibujos, acuarelas, gouaches, grabados. Algunos, incluso, son estudios preparatorios para obras posteriores como el Abrazo de la noche de Immendorf, un boceto de la pintura mural homónima para la Kunsthalle de Baden-Baden, que describe los enfrentamientos en las calles del barrio del Kreuzberg. Pero la muestra es despareja: hace brillar obras potentes como las de Walter Dahn y delata la debilidad de otras como las de Middendorf –que a través de los años parecen haber perdido ímpetu, aunque es interesante, por ejemplo, pensarlas en relación con las imágenes de un Pablo Suárez, ver dónde se unen y dónde se separan–, a las que el montaje, mustio y monótono, tampoco ayuda demasiado.
Cuando llega a Buenos Aires una muestra de buenos artistas pero de calidad desigual, uno queda como varado en un callejón sin salida:agradecido de la mera oportunidad de ver esas obras, pero al mismo tiempo frustrado, porque intuye que lo que llegó no es lo mejor que la colección tenía para ofrecer. Y la sensación se agudiza cuando se cae en la cuenta de que una muestra como ésta reduce las chances de que otra, compuesta por lo mismos artistas, acuda a estas latitudes en un plazo más o menos. Sigue siendo gratificante, de todos modos –llámenlo provincialismo o como quieran–, que lleguen exposiciones extranjeras a esta Argentina pesificada. En especial cuando se trata de obras de un período del arte alemán que, como decía el crítico del New Yorker, Peter Schjeldahl, fue al arte norteamericano de la época lo que los Mercedes-Benz a los Cadillacs: una versión más refinada, con mejor carrocería y mejor motor.

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El regreso de los gigantes - Pintura alemana 1975-1985 - Colección Deutsche Bank, en el
Museo Nacional de Arte Decorativo, Av. del
Libertador 1902. Hasta el 22 de febrero.
De martes a sábado de 14 a 19, horario de verano.

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