Dom 01.02.2004
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TEATRO

El día después

A trece años de su muerte, Tadeusz Kantor parece más vivo que nunca. Mientras se multiplican las lecturas de su obra y su trabajo es diseccionado en las escuelas de teatro de todo el mundo, la editorial francesa Actes Sud acaba de publicar O douce nuit, un libro que compila páginas de un diario íntimo, anotaciones de trabajo, bocetos y el guión de la obra homónima, la anteúltima que puso en escena y la última a cuyo estreno asistió. De allí procede el fragmento que reproducimos a continuación, extraña mezcla de poema autobiográfico, sinopsis argumental y diario de trabajo redactada durante los ensayos de la obra, poco antes de inaugurar el Festival de Avignon de 1990.

por Tadeusz Kantor

El fin del mundo
Todo empezó hace mucho tiempo
mucho antes,
mucho antes de la obra de la que estoy hablando aquí.
La imagen del fin,
del fin de la vida,
de la muerte,
de la catástrofe,
del fin del mundo
ya estaba claramente arraigada
en mi imaginación
y quizás en mi naturaleza.

¡Y no sin razón!

Antaño siempre me habían fascinado
el cataclismo
de la Atlántida,
de ese “mundo” anterior a nuestro mundo,
y el único “relato” que tenemos de él, el de Platón,
que contiene estas palabras:
“esa noche”.
Después de eso todo volvió a empezar desde el principio, de cero.
Y lo mismo sucede ahora en el escenario:
el fin del mundo,
después de la catástrofe,
una pila de cuerpos inanimados
(cuántos ha habido ya),
y una pila de Objetos fragmentados,
eso que quedó.

Después de eso,
según mi idea del teatro,
los muertos “se levantan de entre los muertos”
y desempeñan sus papeles,
como si no pasara nada anormal.

Eso no basta.
Los personajes
que empiezan a vivir por segunda vez
lo han olvidado todo.
Sus relaciones
(quieren recomponerlas de nuevo)
no son más que trozos de recuerdos,
trágicos y desesperados.
Lo mismo vale para los objetos fragmentados,
que luchan por rearmarse a sí mismos
correctamente
y por deducir su función.
La cama, la banqueta, la mesa, la ventana, la puerta,
después, más “compuestos”,
la cruz, la horca,
y al final los instrumentos
de guerra...

Qué magnífica serie de inventos, de desesperaciones,
de sorpresas, de errores...

Poco a poco,
el mundo de todos los días,
y la esfera más primitiva de la existencia básica,
consiguen nacer.
Luego vienen el mundo
de los fenómenos sobrenaturales,
los milagros, los símbolos sagrados.
Y por fin el mundo
de los acontecimientos colectivos,
la civilización...

Lo más asombroso es que todo es
repetición, ensayo.
A partir de allí, todo
(en escena) está permitido:
otra versión,
deformación,
blasfemia,
corrección...

Quizás
este ensayo,
con su versión, que no encaja con “el original”,
nos permita percibir nuestro mundo,
“el original”,
como si lo viéramos por primera vez.
Nosotros, espectadores de la época
previa a “esa noche” tan terrible,
contemplamos esta segunda
“edición”
del mundo
muy seguros de nosotros mismos.
Sabemos todo de todas las cosas,
lo sabemos tan bien
y lo hemos sabido durante tanto tiempo
que la realidad se ha vuelto
algo tan obvio
que ya no merece ser comprendido.

Contemplamos esas
luchas primitivas y torpes
y descubrimos
inesperadamente,
como si fuera nueva,
la esencia de esos actos elementales,
de esos objetos,
de esas funciones.

Por ejemplo:
una banqueta...
sentarse...
el estado de estar sentado...

Será más bien así
como habrá de desplegarse
el argumento de este
relato casi aventurado.

Nos estamos acercando al final.

Con los restos de una
civilización desaparecida
el hombre vuelve a construir
algo completamente desconocido,
un objeto-monstruo.
El objeto-monstruo explota.
¡Sabemos qué es eso!
El fin.
¡El fin del mundo!

Éste era el boceto bruto, simplificado,
de esta obra,
que, entre otros,
tenía pegado en la pared
de mi pobre Cámara de
la Imaginación
y la Memoria.


La lección del maestro

por Johan De Boose

“Mi arte morirá conmigo”, dijo Tadeusz Kantor, que nació en Wielopole, al sur de Polonia, en 1915, y murió en Cracovia en 1990. Se equivocaba: a lo largo de los trece años transcurridos desde su muerte, los libros sobre su obra escénica no han cesado de proliferar, se multiplican los artistas que lo reivindican como maestro o alma gemela e innumerables escuelas de teatro organizan seminarios sobre su trabajo. Pero estaba en lo cierto en un sentido: el teatro es una metáfora de la mortalidad y sólo existe cuando es representado. Nadie llevó esa idea más lejos que Kantor: estaba presente en el escenario en cada función, como una suerte de demiurgo (y algunas obras tuvieron más de 1500 representaciones). Como murió antes de completar su último trabajo, Hoy es mi cumpleaños, la obra salió de gira por el mundo con una silla vacía en medio del escenario. Pero eso sólo podía suceder una vez. Después de esa obra, más un homenaje que un espectáculo, el telón cayó por última vez sobre el teatro de Kantor. Quienes no lo hayan visto no tendrán ya ninguna posibilidad de verlo.
Kantor era un hombre de paradojas. Por ejemplo, se negó con obstinación a montar una escuela como la de Jerzy Grotowski, aunque nunca le faltaron oportunidades. Sostenía que un artista independiente no debía convertirse en una institución (ya el mundo le parecía suficientemente desagradable) que, para usar una palabra contemporánea, sólo produciría clones. A diferencia de otras figuras centrales de la vanguardia, Kantor se enorgullecía de no tener método. Stanislavsky tuvo su “sistema”, Meyerhold su “biomecánica”, Artaud su “teatro de la crueldad” y Grotowski su “laboratorio”. El único modelo de Kantor fue un modelo histórico, el de la commedia dell’arte. Por lo demás, era adepto de Dadá, que impugnaba todo modelo. Apenas veía que su trabajo escénico corría peligro de convertirse en un método, cambiaba y seguía una dirección completamente nueva. Su manifiesto sobre el Teatro de la Muerte, escrito para acompañar la obra La clase de muerte, de 1975, es un vehemente alegato contra la institucionalización de la libertad artística.
El secreto de la maestría de Kantor estaba en su actitud, no en su estética. En los debates públicos, de los que solía participar activamente, no hablaba de estética, de forma, sino de la actitud que el artista contemporáneo debía asumir ante los desafíos que se le presentaban a cada paso. En uno de sus últimos grandes manifiestos, Duodécima lección milanesa antes del fin del siglo XX, lo expresó con claridad y pasión. La suya es una conmovedora prédica en favor de la libertad individual, la “historia de la víctima”, y contra toda forma de totalitarismo, tanto en la versión del colectivismo comunista como en la del mercantilismo vulgar. Mientras arreciaba el discurso posmoderno, él promovía la franca introspección y pregonaba un “camino hacia adentro” para reemplazar el “camino hacia adelante” de la vanguardia. Mucho antes de que se hablara de globalización (y por lo tanto de antiglobalización), Kantor ya manifestaba sus dudas respecto de “las autopistas de la información” que lo atravesarían y racionalizarían todo.
Al ver el trabajo de Kantor no hay que olvidar que toda su vida estuvo signada por sucesivas dictaduras. Creció entre las dos guerras, cuando las secuelas de la Primera Guerra Mundial seguían siendo palpables y Polonia vivía presa entre dos regímenes totalitarios crecientes, el fascismo de Europa occidental y el estalinismo de Europa oriental. Vivió clandestino en Cracovia durante la Segunda Guerra, hasta que el estalinismo se instaló en Polonia. Pero aun después de muerto Stalin, en 1955, cuando Kantor ya había montado su propio teatro, Polonia seguía agobiada por una forma local de “dictadura del proletariado”. Nunca colaboró con esas dictaduras, pero el régimen comunista no desaprovechó la ocasión de utilizarlo cuando la Guerra Fría estaba en su apogeo: después de todo, si un artista tan devoto de la libertad podía trabajar en todas partes del mundo, el régimen polaco no debía ser tan malo. En realidad, el régimen lo consideraba un lunático inofensivo. Kantor, por una parte, encontraba esa situación excepcionalmente divertida y, por otra, necesitaba paredes contra las cuales estrellarse la cabeza: así funcionaba su creatividad. A lo largo de los años fue adoptando deliberadamente una actitud “dictatorial” paralela, que consistía en oponer la dictadura del arte a la dictadura de la política. Por su naturaleza dadaísta, la suya era una dictadura antidictatorial. Eso pintaba a la perfección la clase de hombre que era.

 

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