TARAS
Noche de perros
Gente común que aplaude en la entrada; vestidos absurdos; gente famosa que ríe; números musicales desquiciados; gente todavía más famosa que agradece a la Academia y a Dios (en ese orden); y fragmentos dilectos de películas que no deberían haber superado los cinco segundos de duración a la hora de sus estrenos, constituyen –una vez al año– la fiesta más olvidable e irresistible de todas: la entrega de los premios Oscar. Rodrigo Fresán se prepara en vano para la noche más larga e hipnótica de la televisión. Y, por supuesto, pierde en todas las categorías.
› Por Rodrigo Fresán
La noche de la entrega de los Oscar –la casi religiosa contemplación televisiva de la entrega de los premios de la Academia– tiene, si se lo piensa un poco, algo de servicio militar. Pero mientras el servicio militar es algo con lo que se tiene pesadillas antes de que ocurra, se sufre mientras sucede a lo largo de un año y pico y, con el correr del tiempo, se evoca con gracia y cierta épica mitómana; lo que ocurre con la noche de los Oscar es muy diferente: los Oscar se anticipan con inexplicable expectativa y excitación, se padece en vivo y en directo desconcierto durante unas horas y, superado el mal trance, se los recuerda con espanto y promesas vanas de no volver a caer en la trampa. Aun así, doce meses después, allí volvemos a estar embobados frente a la caja boba a ver si esta vez... ¿qué? ¿Súbita manifestación de Jesucristo pidiendo que no hagan más películas en su nombre y en vano? ¿Ataque terrorista desde Bollywood? ¿Terremoto y ola gigante cubriendo el auditorio? ¿Oscar reparación al fantasma de Peter Sellers y Ron Howard devolviendo el suyo por A Beautiful Mind?
Y con el correr de los años y el arrastrarse de nuestras vidas, los Oscar se nos empiezan a confundir unos con otros, y aquella entrega con esta otra –¿fue el año pasado o el anterior a ése cuando Halle Berry agradeció su premio con la histeria de quien ha sobrevivido a un accidente aéreo?–, como nos sucede con esos veraneos de nuestra infancia, siempre en la misma playa, donde lo único que parece cambiar de una temporada a otra y para mal somos nosotros. O algo así. De modo que este año he decidido llevar un pequeño diario de la semana anterior al magno evento número 76, cosa de tenerlo a mano y esgrimirlo como crucifijo cuando el vampiro vuelva a buscarme a la hora de la entrega 77 y me pregunte si lo invito a tomar una copa. Y yo le responda que...
DOMINGO Faltan siete días. Jornada de reflexión; y descubro que por primera vez en mi vida me faltan ver varias de las películas nominadas. ¿Será esto un síntoma de decadencia física y/o mental o sabiduría? Da igual: lo cierto es que, si de mí dependiera, me limitaría a repartir equitativamente las estatuillas entre The Return of the King (la contundencia del cine espectáculo que, además, está hecho fuera de Hollywood por una pandilla de neocelandeses locos) y Lost in Translation (la elegancia de una art-movie que perpetúa y expande la saga de los Coppola y que, además, incluye a un insuperable Bill Murray). Pero no. Seriedad. Mañana empiezo a comprar figuritas para llenar el álbum. Hoy, ayuno y entrenamiento: aguantar despierto hasta las 2 de la mañana (escribo esto en Barcelona, la transmisión comienza aquí a eso de las 2 de la mañana, al día siguiente que en Estados Unidos). Todo es tan raro. Y complicado. Tan raro y complicado como comprender por estas fechas la diferencia entre una película extranjera y una Made in USA para los miembros de la Academia. Tal vez esta proliferación de películas en otro idioma en los rubros hasta no hace mucho exclusivamente locales sea un modo de insinuarnos que, sí, el resto del mundo no es más que otro estado más. Un estado alterado pero, al fin y al cabo, unido y americano.
LUNES Bajo de Internet la lista de nominados. ¡No vi casi ninguna! Es más: alguna (como ésa por la que está nominada una niña exótica a mejor actriz y que parece algo tan políticamente incorrecto que despierta mis más bajos instintos) ni sabía que existía. A ver: vi Mystic River (que me dejó frío pero, ah, qué buen actor que es Tim Robbins); Cold Mountain (que me dejó helado si la comparo con la ardiente The English Patient); Finding Nemo (que me dejó mojado, pero que no es Toy Story); Pirates of the Caribbean (que me mojó un poco más, cortesía de la antológica y bizarra actuación de Johnny Depp saboteando las leyes naturales del blockbuster veraniego); Master and Commander (que me dejó más mojado todavía, vale la penaembarcarse aquí a pesar de Russell Crowe y viva Paul Bettany); Ciudad de Dios (el DVD vino en oferta con el diario, me dejó temblando, muy buena y al fin el mundo entero comprende que la alegría no es sólo brasilera); The Last Samurai (en la que está nominado un japonés actuando de japonés y de la que sólo recuerdo los encandilantes dientes de Tom Cruise). Y las ya mencionadas Lost in Translation (que me hizo llorar) y The Return of the King (que también me hizo llorar). Las vi varias veces. Tengo los DVDs. Y lloro siempre en las mismas escenas. Sí, he alcanzado esa edad donde lloro en el cine casi por cualquier cosa. Supongo que mi psicoanalista me diría que lloro por otros motivos, por cuestiones acaso más íntimas; pero como nunca me psicoanalicé, está todo bien.
MARTES Me despierto tarde y me levanto un poco más tarde todavía. Voy a ver 21 Grams y salgo indignado de esta película que pesa una tonelada. No sólo no derramé una sola lágrima (en un film que se supone “emocionante”) sino que me parece una de los engendros más pretenciosos y tontos y absurdos en muchos años. Sean Penn y Naomi Watts y Benicio del Toro, pobres, se pasean por la pantalla con esa inequívoca intensidad de quienes imaginan que están haciendo “algo distinto” cuando en realidad han sido engatusados por un par de pinches mexicanos de la chingada, güey. Decido aprovechar el viaje –en Barcelona se ven películas subtituladas sólo en un puñado de cines, son muchos los actores que viven del doblaje, me explican; pero aun así podrían dedicarse a cosas menos dañinas, ¿no?– y entro en la sala de al lado a ver Seabiscuit. Las películas del género “con caballo al que todos consideran perdedor, pero que acaba ganando todo” (variaciones atendibles: con boxeador, con actor, con soldado, con bailarina clásica, con enfermo de enfermedad de moda, con cualquiera que nos haga creer en el Sueño Americano) no son mis favoritas. Pero ésta tiene música de Randy Newman, transcurre durante la Gran Depresión (linda época para la dirección de arte y vestuario), e incluye a un Jeff Bridges –como Gable y Bogart y Newman, pero con la diferencia de que todavía no tiene Oscar, ya llegará– haciendo como ningún otro de sí mismo. Seabiscuit es una película que bien podría haber filmado Frank Capra con James Stewart. Pero ya lo dije: Jeff Bridges siempre cumple y dignifica. Y esa voz de Jeff Bridges –mezcla de fiaca y veteranía, que es la que uno adquiere cuando promedia la transmisión de los Oscar y comienza a preguntarse cómo es que llegó allí y comprende que ya es demasiado tarde para abandonar dignamente, que si aguantamos hasta aquí hay que seguir hasta allá. En cualquier caso, Seabiscuit es muy linda. Y, sí, lloré y es una lástima que los bares de por acá no sirvan Legui.
MIÉRCOLES Un amigo me pregunta si voy a ver los Oscar. Le contesto que sí, que hay que apoyar a Murray y a Depp. El mismo amigo me lo pregunta por teléfono un par de horas más tarde y le respondo, ofendido, que ni loco, que cómo puede pensar semejante idiotez. Estos súbitos exabruptos psicóticos tienen que ver con el hecho de que se aproxima la noche del domingo. Tengo miedo. Me digo que no será tan grave; que Billy Cristal vuelve a ser el maestro de ceremonias; que después de todo sobreviví a la entrega de los Goya (versión de los Oscar, pero como filtrada por la estética del dúo musical Estopa); que nada le hace una mancha más al tigre y unas estatuillas más al sobrecargado podio de mi memoria hollywoodense. Me distraigo y me fortalezco haciendo lista de las películas nominadas que no pienso ir a ver: Thirteen (los dramas adolescentes indies y verité ya han dejado de interesarme, y de golpe me acuerdo de que no vi Elephant de Gus Van Sant y que ya la sacaron); House of Sand and Fog (no me pregunten por qué, pero no puedo soportar a Jennifer Connelly); y tampoco voy a ir a ver Something’s Got to Give porque es como si ya la hubiera visto (finalmente a alguien se le ocurrió combinar el género “película con JackNicholson” con el género “película con Diane Keaton”). Vuelvo a dormirme a las 2 de la mañana luego de releer un libro de Ian Hamilton sobre las penurias y humillaciones de los escritores en Hollywood. Duermo como un bebé y me preguntó a quién se le ocurrió semejante expresión cuando se sabe que los bebés duermen poco y nada y se la pasan despertando a sus padres. Me digo que tal vez en esto haya una idea para una película. Mañana mismo llamo a Harvey Weinstein en Miramax y se lo comento. Deliro.
JUEVES Mi televisor se llena de avances sobre la transmisión del domingo. Los dos idiotas de siempre: hombre y mujer, no importa que esté en España, todos los países tienen una parejita de éstas. Periodistas del tipo “culto” y “versátil” a los que “les gusta el cine” y “por prepotencia de trabajo” –como decía Arlt, otro cinéfilo loco– se han colgado del cuello del Oscar y no lo soltarán hasta el día en que bajen de cartel y los pongan bajo tierra. El problema es que la dupla española tiene problemas extra a la hora de pronunciar apellidos (sobre todo cuando se trata del de Hitchcock) y títulos originales que optan por leer textualmente y sin ninguna inflexión anglo. Ejemplo: Pirates no es Páirets sino... Pirates. A no preocuparse: lo mismo ocurre con el detergente Woolite y con los neumáticos Firestone. Es una larga y poderosa tradición ibérica que viene de los barcos y llegó a nuestro país. Aquí o allá –¿Jorge Jacobson se llamaba?– se supone que manejan el inglés a la perfección y por eso se la pasan hablando todo el tiempo sobre las voces originales y repitiendo una y otra vez que Billy Cristal “acaba de hacer un juego de palabras intraducible”. Lost in Translation, que le dicen. (Nota: las películas mencionadas en estas páginas aparecen con sus títulos en idioma original como forma de protesta contra lo que acabo de contar. Así que, a no quejarse.)
VIERNES Hoy estrenan Monster, con Charlize Theron haciendo de fea. Todo parece indicar que le van a dar el mismo premio –algo que tiene que ver con prótesis y maquillaje como forma de actuación– que le dieron a Nicole Kidman por hacer de Nariz de Virginia Woolf o a Cher por hacer de varias partes de la anatomía de Cher. Decido no verlo como forma de protesta por el hecho de que Scarlet Johansson (¡con ese nombre tan inequívocamente cinematográfico, además!) no haya sido nominada por Lost in Translation. Así que voy a ver Girl in a Pearl Earring, que trata sobre el célebre cuadro de Vermeer y, sí, sobre Scarlett Johansson. Linda de mirar, pero me la olvido al volver a casa y ya se me mezcla con Amadeus y La agonía y el éxtasis y la película que algún día filmarán sobre la vida de Herman Melville. Ya saben: ustedes serán artistas, pero la película la hacemos nosotros. Y la película está based in a true story, así que es la verdad verdadera. Y qué parecido que es Vermeer al novio de Bridget Jones, ¿no?
SABADO Alguien me pregunta si ya vi a Samantha Morton –nominada a mejor actriz– en In America. Me dice que es “de llorar”. No voy a verla entonces. A mí no me gustan las películas “de llorar”, me gusta llorar en las películas, que no es lo mismo. Salgo a comprar provisiones para la noche del domingo: gaseosa, papas fritas, helado y es una lástima que los Big Macs no aguanten un día en perfecto estado. Ya está: mañana voy a comprar Big Macs. Por la tarde vuelvo a ver una selección de mis escenas favoritas de Lawrence of Arabia, It’s a Wonderful Life! y Casablanca para fortalecer mi tambaleante fe en el medio desde la muerte de Stanley Kubrick. Todo en orden: lloro con las tres en las mismas partes de siempre. Y me voy a dormir –tres y media de la mañana, casi estoy en forma perfecta– pensando en que tal vez sea verdad y habitemos un mundo mejor de lo que yo creo y quizás le den el Oscar a Bill Murray quien,además, suele dar unos discursos de agradecimiento formidables en los que parece que, en realidad, hubiera perdido. Genio.
DOMINGO Ha llegado el gran día y yo soy, otro año más, el mismo idiota de costumbre. Leo un artículo en The Guardian sobre el modo en que los estudios pretenden influir a los miembros de la Academia antes de votar y me indigno mucho y me indigno todavía más por indignarme por semejante idiotez. Para recuperar la razón, hojeo Nobody’s Perfect, la formidable antología de las críticas y crónicas de cine de Anthony Lane para The New Yorker. En un pequeño ensayo sobre los Oscar, Lane explica –citando a Anjelica Huston– que a los actores les pasa lo mismo que a uno o, por lo menos, que a mí (pero tengo la sospecha de que no estoy solo en esto): “Primero dicen que nada les interesa menos, pero a medida que se acerca la fecha se van preocupando más por el tema, y el día de la entrega todos han sucumbido a una forma de histeria colectiva”. Entendido. Cuento las horas y minutos y segundos (para colmo este dominlunes la señal llegará retrasada cinco segundos o minutos, todavía no me queda claro, para evitar la posibilidad de que algún discípulo de Michael Moore monte un numerito apátrida) para que empiece la transmisión. Me pregunto estupideces del calibre de cómo todavía nadie mató a nadie con un golpe de Oscar en la cabeza: es un objeto aparentemente tan funcional a la hora del asesinato, ¿debo llamar a Harvey para comentárselo? Y aquí no tenemos E!, por lo que me pongo a ver canales norteamericanos para chusmear los preliminares de la alfombra roja y me río de los idiotas que aplauden en las gradas y dejo de reírme cuando comprendo que más idiota soy yo por estar viendo exactamente lo mismo pero a miles de kilómetros de distancia, y de noche. No es el momento de flaquear. Salgo a comprar Big Macs. Vuelvo a ver Lost in Translation para fortalecerme. Vamos, Bill, todavía. Allá está, allá vamos, ahora empieza. En realidad empieza a las 2 de la mañana pero, hey, hoy es Oscar todo el día. Y mañana será otro. Terminada la fiesta, los ganadores se van a otras fiestas y los perdedores a la cama. Como yo. Cerraré los ojos, fundiré a negro y flash-forward, y puedo verme a la mañana siguiente (todo termina a eso de las 6) que ya es ésta. Ojeras, mal humor (o la felicidad idiota por el triunfo de Murray, que de nada me servirá a la hora de remontar la cuesta del lunes), mintiéndoles a mis amigos que no, no vi los Oscar, que voy a ver el resumen (y, ugh, viendo el resumen para ver si se me escapó algún detalle vital). Feliz Oscar nuevo, hasta el Oscar que viene, y –de pronto, satori en la ducha, epifanía temprana– recordaré que el año aquel en que se robaron las estatuillas, acabaron encontrándolas a los pocos días. ¿Dónde las encontraron? En la basura.
¿LUNES? Sacar la basura. Mucha. Acumulada durante estas últimas jornadas de entrenamiento.
Hollywood... mierda. Todavía estoy en Hollywood.