Dom 29.02.2004
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CINE

Una mujer llamada Osama

La película Osama es un debut doble: el del director Siddq Barmak y el del cine afgano de la era post-talibán. Y hoy a la noche puede saltar a la tapa de todos los diarios si gana el Oscar a la mejor película extranjera. Filmada en los devastados escenarios naturales de Afganistán con actores no profesionales, cuenta la historia, basada en hechos reales, de una niña que por necesidad quiso ser un niño entre talibanes y murió a manos del férreo sistema que rigió en esa tierra de hombres misóginos.

› Por Ariel Magnus

Osama, el primer largometraje afgano de la era post-talibán, flamante ganador del Globo de Oro a la mejor película extranjera y candidato a llevarse el premio en la misma categoría hoy a la noche en la entrega de los Oscar, empieza al revés: por la moraleja. “No olvidaremos, pero habremos de perdonar”, se cita a Nelson Mandela sobre fondo negro en letras blancas y occidentales. La primera imagen del debut cinematográfico de Siddiq Barmak (guionista, director y editor) también ocurre literalmente bajo ojos occidentales: un chico –Espandi (Arif Herati)– le habla a la cámara, desde la que un brazo le va entregando billetes de un dólar. De repente, una multitud de mujeres veladas de pies a cabeza invade las calles. Traen pancartas escritas de derecha a izquierda, donde piden el revés de lo que tienen: trabajo, comida, libertad. “Corramos antes de que vengan los talibanes y nos maten”, nos alerta Espandi. Pero nosotros hacemos todo al revés: nos quedamos. Y vienen los talibanes. Y nos matan.

LA HIPOTESIS
“No hay diferencias entre el hombre y la mujer. Le cortás el pelo a una mujer y ya tenés un hombre.” La hipótesis, propuesta por la abuela y aceptada por la madre, ha de ser probada en la hija (Marina Golbahari, a quien Barmak descubrió al encontrarla pidiendo en la calle). La miseria en la que viven no les deja otra opción: necesitan un hombre, o al menos ahorrarse el lastre de una mujer más que alimentar. Con pelo corto y traje masculino, la hija consigue trabajo en lo de un amigo del padre, muerto en las guerras por Kabul. De vuelta a casa, temblando ante la mirada de los hombres, Espandi la intercepta y le dice que (como nosotros) él sabe de su travestismo, pero que está dispuesto a callarlo por un poco de dinero, probablemente menos de lo que cuesta una entrada al cine.
“Hablás como una mujer, mejor callate”, le sugiere el amigo del padre en su primer día de trabajo, después de cambiarle sus zapatos de niña por unos de hombre. Los ardides hacen efecto: tomándolo efectivamente por un niño, los hombres barbados, armados y devotos del Corán, la reclutan junto a Espandi y a los otros niños del pueblo para hacer de ella uno de ellos. En la escuelita aprende a colocarse un turbante, a leer el Corán, a manejar un arma de fuego. Pero cuando llega el momento tan temido del baño (“tres baldazos de agua en el lado izquierdo, tres en el derecho, tres ahí en el medio, aunque qué lado va primero y cuál después sólo el Señor lo sabe”), el profesor Mullah hace un comentario sobre su belleza paradisíaca, andrógina, y desde ese momento todos se empiezan a burlar de ella. Espandi es el único que la defiende: le improvisa el nombre de Osama, poco imaginativo pero eficaz, y para poner fin a la discusión de si es o no es una mujer la insta a subirse a un árbol. “¿Qué mujer podría subir así a un árbol? Es un hombre, yo sé lo que les digo.” Sin embargo, Espandi se equivoca: una vez arriba, Osama no puede bajar. Los hombres de verdad la bajan, la cuelgan dentro de un pozo para que expíe sus culpas y al sacarla ven que chorrea sangre por entre las piernas. La hipótesis se revela como una soberana falacia. Espandi llora.
En la Sharia, la fantochada de juicio oral y público en el que ejecutan al occidental que sostenía la cámara del principio, Osama es indultada y entregada a Mullah, quien la encierra en su casa junto a sus múltiples mujeres y su aún más multitudinaria progenie. Mientras la embellecen para la prima nocte, las desgraciadas concubinas lloran su martirio bajo ese hombre perverso, bajo los talibanes en general. “Ya no tengo más vida”, le confiesa una mujer de velo negro mientras le adorna las manos. Cada mujer de la casa tiene su habitación, y cada habitación tiene su candado. Para la futura habitación de Osama, Mullah le da a elegir entre una serie de candados (los candados afganos, al menos los que proliferan en varios close ups de la película, tienen la base tubular y gorda, ostensiblementefálica). “Elegí el que más te guste”, ofrece, benévolo. Ante el silencio de su presa, el macho produce un candado tres veces más grande que el resto, como indicándole que quien no se contenta con lo que hay, al final se queda con lo peor. La historia, basada en hechos reales, de la niña que quiso ser un niño y murió en el intento, termina con el profesor de higiene higienizándose para hacerle lo peor. Y eso no más que el comienzo de su vida adulta.

VESRE
Al revés de lo que suele suceder en las películas que parecen diseñadas para conquistar a los jurados de los concursos internacionales, Osama termina mal. Hay, claro, otro final, que ya todos vimos por televisión, pero ése no se cuenta. Lo que entra en el debut cinematográfico del afgano Siddq Barmak es pura desesperanza: en tierra de hombres misóginos, parece decirnos, una mujer es una mujer, y ni puede vencer a los hombres, ni puede en su defecto unirse a ellos. No puede nada, en rigor. Porque Osama ni se salva, como el dueño del almacén que se exilia en Pakistán, ni se convierte en mártir, como el padre cuyas ropas usó para su corta aventura masculina. Osama pierde una batalla que nunca quiso dar; no saber subir a un árbol o, una vez arriba, no sabe bajar, ésa es su condena. La prueba empírica refuta los cuentos de vieja de la abuela: el hombre y la mujer sí que son distintos. Y a la que intente oponerse a su destino, el candado más grande de todos la encerrará para siempre en casa del hombre más malo de la película.
Pero esta historia filmada en los devastados escenarios naturales de Afganistán con actores no profesionales también se puede leer al revés. Tiene que poder leerse al revés. Es verdad, no basta con cortarse el pelo: si los hombres son malos (y vaya si lo son), hay que ser tan malo como ellos. Y el sexo débil no lo es tanto como para asumir esa debilidad. Por eso es que, destacando por sobre la sobriedad con que Barmak narra el espanto, la escena en que a Osama le cortan el pelo es de una violencia casi insoportable. Como Sansón, con el pelo Osama pierde también la fuerza, que bajo los talibanes del film radica en el desprecio y el sometimiento del prójimo, sobre todo del prójimo femenino. No poder rebajarse a ser uno de esos seres despreciables, caer derrotada ante sus candados, es por lo tanto una forma de la victoria.
Nunca sabemos el verdadero nombre de Osama, ni el de su madre, ni el de su abuela. De Espendi sí, y del padre, y del profesor Mullah. En Osama, los nombres son cosa de hombres, y lo que esos nombres denuncian, también. Por eso es que cualquier esperanza está puesta en las anónimas mujeres, verdaderas protagonistas de la historia. Tras sus burkas, sus sábanas fantasmales de mirillas enrejadas, velan a la espera de un tiempo al revés: un tiempo no de tener que ser como los hombres sino de poder querer ser como ellos. Mientras, lo que parece regir no es la utopía de Mandela sino su exacto reverso: podremos olvidar, porque el olvido es casi una necesidad fisiológica cuando el recuerdo duele como un tirón de pelo; pero perdonar, eso sí que jamás.

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