FIESTAS
El Hornero amable
Hay un lugar en el Tigre que es mucho más que punto de encuentro. Ya desde los setenta, el delta fue lugar de resistencia tanto para gays como para militantes. Y desde entonces se esconden ahí algunas de las mejores fiestas diurnas y nocturnas, donde se les da de comer a los chicos, los raros no son simplemente tolerados, conviven vecinos y conchetos, y los hombres arrasan en la elección de la reina de Carnaval. El centro de ese universo: un restaurante, almacén y república liberada llamado El Hornero.
› Por María Moreno
Mirá cómo se llama esa casa. Mi negra, aquí es. Me imagino a un tipo construyéndola en secreto. Hasta que un día agarra a la mina y le dice: demos una vuelta por el Delta. La sube a la colectiva y la baja acá. Y la mina se desmaya por la sorpresa –pero la novelista que ha venido al Tigre para asistir al mítico baile de Carnaval del restaurante El Hornero se equivoca (preparada para la noche con un cabezal de cuernos de reno con lucecitas, dice que va a usar todos los pasitos que se aprendió en Radio Estudio de Constitución). Porque la casa, cuando la alquilaba Titina, actual dueña junto a su marido Alberto de El Hornero, se llamaba Mi negra y ella le agregó el “aquí es” que repetía su hijo Leandro para señalarla orgulloso a las visitas y cuya primera bicicleta fue un bote. Titina, pulpera de agua dulce, es el alma de un local de almacén y bar que desemboca en un patio con mesitas donde los fines de semana se come la mejor parrillada al aire libre de agua y tierra. Sacando el abultado álbum de fotos de fiestas diurnas y nocturnas a prueba de años y de crecientes, Titina recuerda la época en que un muchacho gay –entonces la palabra se usaba menos– entraba en el almacén con una rosa en la mano, se la daba a una clienta y decía: “Vio, señora, los maricones somos así, insoportables”. O de aquel otro que le pedía: “Titina, traeme una cerveza, una porción de queso y, ¿no tendrías algo para ser más gay?”. Es que su restaurante, almacén y república liberada es algo más que un lugar gay friendly. Allí los hombres que aman a los hombres y las mujeres que aman a las mujeres son algo más que tolerados o recibidos por las familias parroquianas para hacer subir el barómetro democrático. La república de El Hornero prueba que la convivencia separada por ligustros, la acción conjunta en la sociedad de fomento y la fiesta con cualquier pretexto disuelven la discriminación en una palabra que hasta fines del 2001 era muy poco política: vecino. También el consumo, porque desde 1970, sobre todo durante la dictadura, el Tigre fue lugar de resistencia tanto para gays como para militantes que se fueron nucleando en determinados ríos como el Rama Negra, o éste que ya desde el nombre, y como para hacer juego con el lugar, provoca una vacilación de género: se lo llama indistintamente Abra Vieja o Viejo. Y resistencia quería decir entonces poner un límite a la represión, mantener la vigencia revolucionaria de la alegría y posponer durante el fin de semana las nuevas de la muerte. Ese conjunto de casitas con jardín señalizado por los penachos y las hortensias requirió la tarea de albañiles, carpinteros, parquistas y posteros que todavía hoy tienen trabajo y fiesta en El Hornero donde, durante el aperitivo, suelen optar por los asientos que señalan la tradición y la larga data: los de cemento. En El Hornero, los niños nombrados eufemísticamente como “de distintas capacidades” son recibidos por una Titina que les practica la discriminación positiva, untándoles ella misma el pan con la mayonesa casera que ataja el hambre antes de la llegada de la parrillada. En ellos subraya las caricias y la conversación, integrando en su amabilidad a padres acostumbrados a recibir en los lugares públicos la mirada huidiza o fijada en una agraviante piedad. En El Hornero, el dueño del yate y el parquista comparten el vino patero mientras evalúan la conveniencia del motor Suzuki o la mejor fecha para la poda. Al sin techo se le acerca un plato de comida y al que cultiva una razón diferente que la conocida se le recuerda que tome la pastilla. Una utopía palustre para pequeños burgueses que matizan el bufete o el consultorio con un viaje en lancha a los Bajos del temor o la cacería de nutrias en el monte.
La última noche de Carnaval, Daniel y Oscar –El Capitán– han pedido la tarima para elegir reina y princesas 2004.
Meneadito, un, dos, tres epsilon, arriba las manos y arriba y arriba se superponen mientras Delta Sound opera en el equipo de sonido bajo el techo de glicinas y los perros abotonados por la excitación del olor humanoperfumado por la cumbia son separados abruptamente según la técnica oficial que viene de la gauchada criolla. Paisanos de botas de goma, con las llaves de la lancha colgando del cinto, parecen dar pasitos de cine mudo bajo la bola giratoria que no marea al escritor disfrazado caseramente de fedeyina con una pañoleta tejida en punto santa clara ni a ese artista plástico que a todo le da un toque de samba y por eso Titina lo ha privilegiado con un par de maracas. Nonas en batón de salir vigilan sin ganas porque el ambiente familiar y las caras conocidas debilitan el alerta por la debutante de ombligo desnudo que ha enganchado a un surfista del río San Antonio. Los retrasados en la suprema a la oriental o la ensalada de rúcula con provoletas mastican también el papel picado que cayó de las piñatas.
Desde la época en que el vino y la ambrosía soltaban la lengua de los filósofos en una Grecia prefreudiana, de los baños y las vomitonas romanas, la primera condición de la fiesta debe ser la angustia de esperarla. No en vano en el inconsciente del que va a una fiesta sobrevive el fantasma de las antiguas saturnales donde las bailarinas empolvadas con esencia de albaricoque levantaban las piernas para invocar la sombra sensual de Baco. Sólo que, en El Hornero, Baco es el profesor de remo Julián, que se ha puesto algodón por sobre las medibachas, cuernitos en la cabeza y toca la flauta dando más fauno que rey de las vides.
La transgresión está en la punta de la memoria en nombre de las antiguas fiestas paganas, pero en El Hornero se concentra en los disfraces de reina que aspira a reina, aunque Juan bautice al suyo My Fair Lady y Alicia diga por lo bajo que se vistió de Flor de Culo porque se ha puesto una margarita entre las nalgas.
En los bailes de El Hornero, el tigrero viejo cultiva el vestuario aprobado por Landrú en Tía Vicenta para la gente bien: remera de marca, mocasines, bremer al cuello. Sobreviviente del Petit Café, arrastra algo del espíritu de Mau Mau y tal vez haya sido un garganta de O5 o asistido a las fiestas que daba Arturito Alvarez en el Crillon, donde aparecían joyas bajo las servilletas y el dueño de casa terminaba adoptando a los perritos del mago. El banlon de las damas se ha camuflado en nuevas versiones de la tienda Los Tres Aces y sirven para las fiestas que se organizan a lo largo del año en la casa denominada con razón El Gustazo, o para remar bajo la luna llena con la remera Inés hasta el fin del Abra. Los dueños de Sonoridad Amarilla, Livia y Javier, escapan del propio restaurante para ser clientes del de Titina, sobre todo cuando Alberto hace lemoncello.
El mito dice que las fiestas de La Riviera eran más grandes, que 1500 disfrazados llegaban en lanchas colectivas iluminadas con bombitas de colores y desde donde la espuma de las primeras botellas de champagne caía al río. Que la nota en una revista dio nombres y apellidos, escrachó los rostros detrás de los disfraces y muchos perdieron su empleo. Ahora, chez Titina, el tope son 500, que se extienden al muelle colectivo y entre las sombras de los árboles que llegan al Río Sarmiento donde el cartel indica Tres Bocas. Y en el hotel abandonado que se viene decúbito dorsal sobre el suelo húmedo y que, dicen, ocupó Sarmiento, pero también Perón y Evita, con enormes jarrones en el recibidor y perritos tan añosos que bien podrían haber pertenecido al General, se ofrecen cuartos con baño en el placard y free shop bajo la forma de heladeras Siam de los cincuenta que el encargado Nelson promociona como ideales para guardar las milanesas de ayer y hacer picnic en el parque. Porque El Hornero no tiene alojamiento que no sea la mesa blanca con vista al río y a la gasolinera de Sonia dando a la imagen un toque de cine independiente.
Entre los disfraces sobresale el de Cruela DeVille que Néstor se hizo con piel de dálmata falsa y acompañó con un anillo a pila, el de conejita de Playboy que luce una señora ricotona y el de Pájaro de oro, que Inés alternó durante todo el Carnaval con otro de bacante. Esta noche, ella será la única mujer premiada y la segunda princesa.
La casa tipo country con rejas de lanza no es aquella a la que llaman “Palacio de Buckingham” sino la que queda casa por medio. De allí salieron la reina del año pasado –Cristian–, la de este año –Carlos– y la primera princesa –Juan–. Salieron también literalmente en dirección a El Hornero en tacos altos por el camino sinuoso y arisco que rodea el Abra, arrastrando las colas de tul y a riesgo de que el peso de las enaguas las mande al fondo del río como a la protagonista de la película La lección de piano. Pero no hay peligro: el Abra siempre está bajo y, como todo en la zona, es para toda la familia. Ni Juan ni Carlos se reconocen en la palabra transformismo y mucho menos en travestismo.
“Nos disfrazamos para divertirnos y también por revancha por todos los años de persecución y de silencio durante los que te llevaban preso por sólo caminar por la calle”, dice Juan que, con el corazón estrujado, formó parte de la primera marcha del Orgullo Gay cuando los participantes eran poco más que veinte.
“Lo que se premia es también la perseverancia, el haber venido a todas las fiestas... y el sacrificio de estar tantas horas sin beber ni ir al baño. Porque, imaginate, ¿cómo hacemos para sacarnos los corsets, las trusas superpuestas, las panty? Si estamos como enyesadas”, dice Carlos para indicar que la copa no se la llevó sólo por el traje que, como todos, hizo el modisto Cacho, cuyo taller queda en el arroyo Santa Rosa. El de Carlos es de tul fucsia, de espalda escotada, y el de Juan de un encaje rosado que hace juego con el sombrerazo que debe haber demandado las plumas de por lo menos 20 garzas. Elegidas de noche reinas y princesas, son las primeras en levantarse para colgar polizones, miriñaques y corpiños en las ventanas e ir a tomar sol en sunga al muelle o ir en kayak Abra abajo. A esa hora, en El Hornero se está haciendo fuego mientras los gringos tempraneros se sientan a leer mapas, aunque ignoren el poema de Lugones con esa zoncera de “la casita del hornero tiene alcoba y tiene sala”.
Han quedado en el aire los ecos de los carnavales de antaño donde, a pesar de las rimas subidas de las murgas, primaba la inocentada del plumerito y del pomo que aludían a una sensualidad de pequeño formato y donde el disfraz más pobre era el guardapolvo escolar, con caretita y una escupidera colgando del cinturón: a eso sólo se atrevían los varones de entonces.
El Tigre es una fiesta, otra que París. Parafraseando al periodista Carlos Monsiváis, hay que proclamar que la felicidad es el mínimo compensatorio para habitar en un lugar.