Dom 07.03.2004
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PLáSTICA

Niña gótica

Referencia ineludible del arte portugués del último medio siglo, Paula Rego pinta mundos infantiles poblados de animales, exotismo, mujeres imperativas y amenazas que erizan la piel. Su último trabajo es una serie de litografías que ilustran una flamante edición de superlujo de Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë, donde su ingenuidad malsana y sus dosis tóxicas de feminismo encajan como anillo al dedo. Zoom sobre una artista imprescindible.

› Por María Gainza

“AaAaaaaaaah, aaaaaaaaah”, murmuraba Paula Rego detrás de la puerta de su habitación. Entonces la madre seguía tejiendo, tranquila: sabía que su hija rebosaba de felicidad. Siempre se daba así: cada vez que la niña se ponía a dibujar, toda la casa se inundaba con ese murmullo constante, como un suspiro eterno que dejara escapar algo que por días había estado encerrado. Es el mismo sonido que puede escucharse aún hoy cuando, arrodillada en el piso, rodeada de sus lápices, Paula Rego empieza a trabajar en una historia que le pide salir a gritos.
Quizá es la artista más importante surgida de Portugal en los últimos cincuenta años (es tan genial que los ingleses la reclaman como suya). Rego convoca así .-con ese aaaaaaaaah bajito y monótono– un mundo de la infancia poblado de cuentos de animales, fábulas exóticas, mujeres robustas y sargentonas, y un interés por la niñez que siempre esconde un costado pavoroso. Difícil decidir de dónde se irradia ese espanto: si de esos cuerpos fortachones, de los rostros tallados como en manteca, de las sombras densas, de todo eso junto o de algo que no se ve pero respira tras las imágenes. Una atmósfera perturbadora que hace que los pelos de la nuca se nos ericen como los de un gato en guardia.
Un buen día, esas imágenes infantiles de ribetes siniestros y un inalterable interés por contar historias llevaron a Rego a emprender una serie de litografías inspiradas en Jane Eyre, la novela de Charlotte Brontë, lo que incorporó su nombre a una lista de geniales ilustradores de libros: Arthur Rackman, Beatrix Potter y John Tenniel. La serie, que la editorial Enitharmon Editions acaba de elegir para ilustrar los 75 ejemplares de una reedición de lujo (asiático) de la novela, cada uno de los cuales está acompañado por una litografía original y cuesta 550 libras, se exhibe ahora en una muestra que viene circulando por Inglaterra y que hasta fines de marzo se presenta en el Abbot Hall de Kendal, un pueblo a apenas un kilómetro de la escuela a la que asistieron las locuaces hermanitas Brontë. Hasta que no aparezca una edición de bolsillo, es casi más económico tomarse un avión e ir a verla que comprarse el libro.

I
Nacida en Lisboa en 1935, Rego –como recordaría más tarde– tuvo una infancia “de ésas en que una pasa la mayor parte del día encerrada en el cuarto, y que en rigor son el mejor entrenamiento para un pintor”. En plena dictadura de Salazar, que se empeñaba en mantener a la mujer en la cocina, estaba atrapada en las redes de una sociedad católica que la aterraba con sus imágenes de santos, sus rosarios y sus promesas de castigo. En ese contexto, las historias de la Comtesse de Ségur –una escritora francesa del 1800 que escribía cuentos con mujercitas caprichosas e insolentes– sembraron en su cabeza la posibilidad de una vida con más oportunidades. Y cuando Rego cumplió dieciséis años, su padre, convencido de que Portugal no era un lugar para señoritas, la mandó a Londres. Ahí su cabeza explotó, pero no tanto por lo que vio como por lo que el lugar le permitió liberar.
De arranque probó el collage y la pintura –aunque el dibujo siempre fue la base de su trabajo– con unos monos delincuentes y zarpados que se mezclaban con recuerdos de su infancia, alimentada en parte por el culto a la femme-enfant del surrealismo. Pero durante todo ese tiempo algo la preocupaba, algo que tenía que ver con “cómo dar sustancia a formas que un día parecían sólidas y reales y, al otro, puro polvo, ligeras y a punto de volarse”. Hasta que las sombras se arrastraron por sus pinturas y parecieron colocar plomadas a los lienzos. Se plantaron ahí, y con ellas entraron las mujeres, grandotas y atrevidas, con la solidez de una Sibila Cumea de Miguel Angel: “Era como ver a alguien por primera vez lanzarse a hablar en una mesa de adultos”, comentó un crítico inglés. Las mujeresllevaban polleras enormes, llenas de pliegues y volados que les cubrían todo el cuerpo y escondían debajo miles de secretos incontables, y estaban resueltas en un naturalismo molesto, inquietante, que más de una vez la identificó con Balthus, asociación que en rigor se basa más en el estilo que en la sustancia. Nada en la obra de Rego evoca el voyeurismo masculino de Balthus, esa sensación de estar espiando detrás de una puerta entreabierta. En Rego todo se da en el centro: nosotros, ella y las mujeres, todos revueltos y con la puerta abierta de par en par. “Siempre, de una forma u otra, hablo sobre la dominación, sobre la opresión y la violencia, sobre todo lo que la psiquis no revela”, dijo en varias oportunidades sobre esas mujerotas que iban creciendo y adquiriendo cada vez más densidad en su pintura.

Ii
Así, nadie mejor que Paula Rego para captar visualmente los paisajes interiores de la mente y el fuego interno que consume a la heroína de la novela de Charlotte Brontë. Esas afiladas estrategias de evasión hacia el mundo de la imaginación y la necesidad de alzar la voz y tirar abajo las estanterías hicieron de Brontë y Rego una buena dupla. Lo interesante de Jane Eyre es su condición de híbrido sinuoso (una condición que la obra de Rego también suscribe): una mezcla de bildungsroman, novela sentimental y crítica social, todo sugerentemente infiltrado por el género gótico, que adereza la trama con experiencias sobrenaturales, paisajes remotos y oscuros secretos. La sensación de Jane de estar siempre atrapada en espacios sin aire y ese episodio clave y delirante en que, encerrada en el cuarto rojo, la niña cree toparse con el fantasma de su tío muerto son imágenes que Rego bien podría haber concebido antes de leer la novela. Pero la artista evitó reproducir literalmente el drama psicológico de la heroína. En cambio eligió iluminar, crear imágenes que acompañaran la historia pero que también la sobrepasaran, llenándola de posibilidades sugerentes, lecturas propias y entrelíneas. Jane no es la mujercita agraciada, ni la fea-linda, ni la Madonna renacentista que las tapas de las ediciones Penguin, contradiciendo incluso a las sirvientas de la novela, que se refieren a ella como un sapito, nos hacían creer de jóvenes. A los ojos de Rego, Jane es hosca, tremenda; tiene un cuello ancho y macizo y lleva un peinado a lo princesa Leia. Y tiene además el erotismo solapado de una tía solterona, como bien lo sugiere Loving Bewick, una litografía que refiere la escena en que la niña lee absorta la Historia de los pájaros ingleses de Thomas Bewick. Rego aporta lo suyo a la estampa: entiende que el nutrirse de libros y dibujos es para Jane la única forma de sobrevivir al encierro, a esa tía nefasta y a esos profesores hipócritas. Entonces crea esa imagen en que la niña abre la boca eróticamente –abre la boca y no besa, como los ingleses se empeñan en describir– para tragar al pelícano con una expresión de arrobamiento eucarístico que recuerda más al éxtasis de la Santa Teresa de Bernini que a un juego infantil. Y todo a través de enormes distorsiones de escala, expresiones crueles y desgarradas y violentos contrastes de luz y sombras que por momentos confieren a esta edición una brillantez parecida a la que ostenta la Alicia en el País de las Maravillas ilustrada por John Tenniel.

Iii
La cabeza de Rego funciona como la de una directora de cine. Siempre se empeña en crear esa atmósfera cinematográfica que sólo dos pintores lograron antes que ella: Giorgio de Chirico y Edward Hopper. Su obra es vastísima, pero hay un par de trabajos que descuellan y que, por la puesta, la luz y el clima, podrían perfectamente ser fotogramas. Una joya: La Familia, el ambiente más sofocante y extraño que se haya visto en una pintura desde el manierismo, y cuyas sombras amenazantes recuerdan aHitchcock. “Mi tema favorito son los juegos de poder y las jerarquías”, ha dicho Rego sobre esta obra. Pero la imagen es tanto más ambigua, tanto más llena de posibilidades, que lo mejor es mirarla y mirarla hasta que los ojos duelan de cansancio. Tal vez ahí las capas empiecen a levantarse y las puertas de los cuartitos de atrás –ésos que evitamos abrir para que el inconsciente no entre con toda la furia y nos atropelle– a abrirse.
Los grabados de canciones infantiles, por su parte, son tremendos: un material aparentemente inofensivo que en manos de Rego conjura rastros de violencia y sexualidad. Se diría que son deudores de Goya: los tres ratones ciegos parecen demoníacos, la vieja que vivía en un zapato está que no da más y puede que la señorita Muffett esté a punto de ser tragada por una araña negra betún. Después –en forma brutal– entra la serie Dog Woman. Unos pasteles de mujeres-perro con algo de las señoritas de Robert Crumb (por lo matronas, lo pesadas y bestiales), pero sin toda esa vulgaridad y decadencia crumbianas. También tienen algo de Degas: esa forma de captar lo físico, la carne, mediante el pastel que raspa contra el lienzo. La mujer-perro reflexiona sobre la relación amo y esclavo: cómo se traslada y termina tiñendo todos los ámbitos, y cómo todos somos el perro de alguien. Es una mujer poderosa sorprendida en situaciones domésticas que la estrangulan, con una cosa animal que se enfatiza en las mandíbulas dislocadas y en esas piernas acortadas y esas rodillas como sandías que recuerdan a los desnudos de Jenny Saville y Lucien Freud. Y finalmente The Ostriches, unas bailarinas rapaces basadas en la película de Walt Disney Fantasía, que oscilan entre arpías y luchadoras de sumo con tutús negros y en una segunda mirada más bien parecen salidas de una clase de aerobics para la tercera edad. Mujeres que –según las entiende Rego– “son grotescas más que caricaturescas, porque la caricatura es burla y lo grotesco es lo oscuro, los secretos más profundos del ser humano. Aquello que todas llevamos dentro”.
Paula Rego dijo alguna vez que “el hecho de no intentar hacer arte mejora lo que hago”. Esta falta de pretensiones sobre su obra, y sobre la importancia que su obra tuvo en un ambiente que, hasta mediados del 1900, era principalmente machista (“El ingreso de la mujer en la escena del arte ha sido la revolución artística más importante de la segunda mitad del siglo XX”, opinó el crítico inglés John McEwen), sumada al empeño en seguir dibujando y, más aun, de dibujar historias (cuando las historias parecían ser el último orejón del tarro del arte), consiguieron darle a su trabajo una intensidad poco común. Pero lo que fascina es cómo a medida que pasa el tiempo sus imágenes siguen resonando; como cuando éramos niños y venía la noche y todos los cuentos se nos abarrotaban en la cabeza y no se iban. Porque de golpe parece claro: dibuje lo que dibuje, Paula Rego siempre recuerda a una nodriza que mientras pone en orden la habitación va contando historias algo subidas de tono para que empecemos a entrar en el sueño.

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