NOTA DE TAPA
La polémica desatada por el levantamiento de dos programas dedicados a los libros sólo han puesto en evidencia un debate siempre latente en el país: ¿cómo debería ser un canal estatal? Radar convocó a un grupo de productores, periodistas e intelectuales para que contesten esta pregunta.
La
gran siete
Por Julio Nudler
Se diría que ésta es la tercera, y quién sabe si la vencida.
Porque en los últimos tiempos publiqué en el cuerpo central de
este diario dos notas sobre Canal 7, una tan inútil como la otra. En
la primera decía qué programación me gustaría ver
por ese canal, sabiendo que no hay chance alguna de verla por otro. Pero parece
que por ése tampoco. Básicamente, los mejores artistas residentes
en la Argentina, en todas las disciplinas, del tango al teatro, de la danza
al folklore, de los cómicos a los charlistas, de la música clásica
a... La mayoría, obviamente, desconocidos salvo para minorías
específicas, pese a sus notables condiciones. Decía que para ponerlos
dignamente en pantalla no era preciso contar con un gran presupuesto porque
ninguno de ellos tiene muchas pretensiones económicas, como es obvio.
La única condición –¡vaya condición!–
es que prime un criterio de calidad, que no quepan ni las trenzas políticas,
ni el acomodo ni el amiguismo, y tampoco la corrupción, demonio que explicaría
ciertos montos siderales trascendidos últimamente.
En la otra nota –intitulada “Mucci sí, Quiroga no”–
me refería a la discusión desatada por el levantamiento de dos
programas culturales, uno genuino y el otro mucho menos. Ese patético
episodio fue una nueva e innecesaria prueba de la degradación del espacio
público en la Argentina. Cualquiera que salga a caminar por Buenos Aires,
tal vez por Cabildo cuando atraviesa Belgrano, notará el contraste entre
negocios y cafés coquetos, prolijos y hasta esplendorosos, y aceras rotas,
desparejas, poceadas y sucias, paradas de colectivos que nadie lava jamás,
y así todo. La televisión estatal está como esas veredas
y el pretenciosamente llamado “moblario urbano”. Tiene algunos tramos
aceptables, pero predomina una deplorable desjerarquización: un locutor
no sabe hablar, el otro grita más que los del más barato canal
privado (¿por qué gritará tanto este buen hombre, se pregunta
uno?), muchos programas oscilan entre la chabacanería y la superficialidad,
otros son primitivos y tediosos. Nada de eso tendría por qué ser
así: fuera del Siete está la gente que puede cambiarlo. ¿Por
qué no la dejan entrar?
Partiendo del hecho cierto de que en la mayoría de los hogares hay un
televisor y de que el costo de encenderlo es mínimo, y además
igual si ha de verse algo malo o bueno, útil o inútil, provechoso
para el alma o espiritualmente pernicioso, la televisión es el medio
más eficaz y democrático para llevar la cultura, en todas sus
manifestaciones, y la inquietud por saber, la curiosidad, la indagación
hasta el interior de las casas, las casonas y las casillas. En la primera nota
a la que me referí arriba recordé algunos ciclos estupendos que
transmitió el 7 en épocas ya remotas. Pero si fue posible entonces,
¿por qué no lo sería ahora? Lo primero es colocar al frente
de la emisora gente elegida por su capacidad y por ninguna otra razón.
Lo segundo, que tengan clara la tarea: estructurar una programación de
altos méritos, que dé expresión a los mejores creadores,
y que no se proponga competir con la televisión privada, que bastante
mala es la pobre.
¿Será capaz este gobierno de rescatar Canal 7 de su lamentable
estado? ¿Tendrá la grandeza de renunciar a utilizarlo como vehículo
propagandístico –inservible, a la postre, por su ínfimo
rating– y refugio para los amigos del poder, del presunto “círculo
áulico”? Hay razones para dudarlo, porque esto, increíblemente,
resulta más difícil que enfrentarse al Fondo Monetario, a Repsol
y al Grupo Macri, todos juntos, quizá porque implicaría transformar
las malsanas leyes de funcionamiento de la política en la Argentina,
tan subdesarrollada en este sentido. Pero, ¿por qué no ponerle
una ficha a esa maravillosa posibilidad?
“Debería
actuar como un alcohólico”
Por Gastón Portal
“Canal 7 tendría que hacer como los alcohólicos, que para
recuperarse tienen que empezar por el reconocimiento de su condición,
por decir “soy alcohólico”. Todavía no hubo nadie
que asuma el problema en toda su magnitud. Mientras siga ligado a los humores
del gobierno de turno, nunca va a lograr cambiar esa instancia en la que está,
una suerte de híbrido falsamente cultural.
El Estado debe asumir una realidad: Canal 7 tiene que ser subsidiado, como ocurre
con toda la televisión estatal europea. Hoy tiene la gran oportunidad
de cumplir con lo que se enseña en la facultad respecto de contenidos
con porcentajes parejos de tres cosas: entretenimiento, información y
formación, cultural o educativa. Eso, ahora, es impensable en cualquier
otro canal.
Salvo la ebullición que significó para mí el retorno a
la democracia con Alfonsín, ningún otro gobierno, por cabeza y
por ciertas actitudes, me motiva tanto como éste. Sin embargo, creo que
en muchos aspectos hay un cierre a la pluralidad: Canal 7, y todo lo que está
alrededor del área cultural, son ejemplos de eso. Habría que poner
al frente a alguien que no responda como una marioneta, y bancarlo, de la misma
forma que ya no se nombran a jueces amigos en la Corte Suprema. Y también
habría que tener los huevos para hacer algo que hasta ahora no se hizo:
enfrentar a los gremios. El canal está viciado de décadas de muy
malos manejos, y gremialmente es muy difícil trabajar; paradójicamente,
hay gente que tiene una formación extraordinaria, que no se encuentra
en ningún otro canal. Pero no se puede hacer televisión con gremios
que todo el tiempo paran las grabaciones.
Debería haber un presupuesto razonable y concreto, asegurado para tres
años de gestión, sin interferencias gubernamentales en cuanto
a noticias o programas. Y reglas claras negociadas con los gremios. Por otro
lado las productoras independientes, que hacen el 80 por ciento de la programación
de la televisión de aire que funciona, tienen montones de productos que,
debido a la competencia salvaje, no tienen lugar en el aire. Podría hacerse
una programación muchísimo más interesante que las de los
otros canales, aunque no tan popular.
Canal 7 también podría incorporar algo que perdió la privada:
la segmentación. No hay programas infantiles en los canales de aire porque
están Cartoon y otros tres más en cable; no hay más programas
de música porque están MTV y demás; con los deportes pasa
lo mismo. Sería oportuno recoger esa segmentación, para que la
gente que no tiene cable pueda ver ese tipo de programas.
Hay diez millones de ideas, pero tienen que estar pagas. Veo discusiones bizantinas
sobre lo que cobra Georgina; un programa no se hace con 500 pesos por día.
Por esa plata no se puede hacer televisión. Si no se puede pagar más
que eso, que no se haga. Hay que tomar el toro por las astas: hay que subsidiarlo
y desechar la fantasía de que puede bancarse con publicidad.”
“Saquémoslo
del aire”
Por Silvia Itkin
“Antes de preguntarse por Canal 7, primero habría que preguntarse
qué hacer con la Secretaría de Medios. Y con el Sistema Nacional
de Medios Públicos, si vale la pena seguir intentándolo. O qué
hacer con la televisión estatal y pública, que no existe en la
Argentina. No es por esquivar el bulto, pero estas preguntas las tendrían
que contestar dos personas: una es Torcuato Di Tella, porque lo que está
pasando en el canal no puede escapar al área de Cultura; y la otra es
Pepe Albistur, que desde el momento de su asunción nos debe a todos los
periodistas una charla franca y transparente en la que explique cuál
es la política de medios, cosa que hasta ahora nadie sabe. Mientras esto
sucede, hay tres instancias de comunicación e información: Télam,
Radio Nacional y sus FM y Canal 7, en sintonía con el Gobierno.
Canal 7 es, históricamente, la criatura abandonada. Yo creo que habría
que sacarlo del aire: dejar las 24 horas las rayitas de colores, o una pantalla
neutra, con un cartel que diga “Canal 7, Argentina”. En serio lo
digo. Y ver, en principio, quiénes son los empleados del canal, quiénes
son los programadores, cuáles son los acuerdos de producción y
coproducción que tienen. Me parece que, como los otros medios públicos,
deberían blanquear sus egresos e ingresos, sus balances, a los contribuyentes.
Digo, para evitar estas cosas en parte rumorosas, en parte ciertas, de los cachés
que se les pagan a los artistas.
La programación de este momento me recuerda, francamente, al menemismo;
no porque sea gente del mismo palo, sino por esta forma de pastiche; por un
lado trabajan los amigos y, por otro, aquellas figuras que ya no son rendidoras,
en general por rating, y caen ahí a ocupar un espacio. No creo que la
cosa pase por el malentendido “Georgina Barbarossa vs. Osvaldo Quiroga”:
ninguno de los dos debería estar en la pantalla del 7. Desde la Secretaría
de Medios habría que decidirse por una televisión pública,
pero esto implica abrir el juego a intereses que no siempre convergen con la
política del Gobierno. Mientras no haya una decisión, un proyecto,
pantalla vacía. Yo creo que no se muere nadie. El problema volvería
al mismo canal: reúnanse adentro, vean qué gente está laburando
ahí, cuánto cobra, de dónde viene, qué pasa con
los gremios, qué pasa con los ejecutivos que ocupan líneas medias
y operan, qué pasa con los políticos, con los amigos de los hijos
de Pepe Albistur, toda esta gente que está ocupando los medios y no puede
dar cuenta de profesionalidad, criterio o capacidad de reflexión.
Hay una estructura gubernamental que debe dar las respuestas: al canal lo garpamos
entre todos. Quiero saber qué plata se les paga a las figuras del canal,
quiénes son los coproductores, por qué hay dos directores. Me
parece que están tapando baches con chicle: es sabido que al día
siguiente se cae un colectivo adentro. Lo interesante de esta crisis es que
ya no le podemos endilgar la degradación a la política de turno:
hay una historia que debe revisarse en profundidad. Mientras nadie piensa a
fondo qué hacer, en Canal 7 se seguirá con una superestructura
que, indefectiblemente, se come la energía de la gente.
Silvia Itkin es periodista y coautora de Estamos en el aire, una historia de la televisión argentina.
“Tiene
que ser como la Corte Suprema”
Por Martín Becerra
“Acostumbrados a pensar ‘en contra’, resulta sencillo postular
qué cosas no hay que hacer con los medios que gestiona el Estado. Ello
permite evaluar críticamente el manejo de los medios públicos,
su impronta comercial, su bastardeo en pos de intereses gubernamentales, el
loteo de espacios.
El canal que gestiona el Estado no cubre hoy todo el país de modo gratuito.
Es preciso extender el alcance de la programación de Canal 7 para que
todos tengan acceso a la televisión pública independientemente
de su condición socioeconómica y su lugar de residencia.
Un principio medular es la autonomía del canal público. Se propone
la creación de un directorio que, presidido por un especialista designado
por el Poder Ejecutivo, esté integrado por personas que surjan de una
consulta con organizaciones sociales y culturales, así como con representantes
de los gobiernos provinciales, y que cuenten con acuerdo del Congreso. En el
Reino Unido, Chile, Alemania o Francia el directorio de las emisoras públicas
suele estar compuesto por entre 10 y 20 miembros. La aplicación del decreto
222/03 que regula el nombramiento de jueces de la Corte Suprema de Justicia
sería deseable como mecanismo de selección de integrantes del
directorio.
Este directorio debe aprobar anualmente un plan de acción que la gerencia
general del canal debe ejecutar y sobre el que debe rendir cuentas. El directorio
debe responder, a su vez, ante el Congreso. Todos los gerentes del canal estatal
deberían ser cargos concursables periódica y públicamente.
El financiamiento puede provenir de los ingresos que el Comfer debe recaudar
por gravámenes a las licencias privadas y también de las multas
(que no debe condonar, como ha hecho el interventor Julio Bárbaro) por
infracciones a la ley cometidas por los licenciatarios. La publicidad no debe
ser la principal fuente de sostenimiento económico del canal público,
no obstante debería orientarse una cuota significativa de la publicidad
oficial en el canal estatal.
El canal público debería contar con la figura del “defensor
de la audiencia” que recoja observaciones y críticas de los ciudadanos.
Asimismo, un Consejo del Audiovisual podría realizar el seguimiento y
las recomendaciones para el sistema.
No es posible gestionar los medios públicos con la misma lógica
de lucro que guía a los medios de gestión privada, ni tampoco
con lógica de facción. El canal público debe, como señala
Omar Rincón, interpelar al ciudadano cuando los canales privados interpelan
al consumidor. Este es un principio orientador de la política de contenidos
del canal público. Ello representaría un giro copernicano en materia
de medios públicos. E implica comenzar a pensar a favor de los medios
como servicio público.”
Martín Becerra (U.
Nacional de Quilmes),
es doctor en Ciencias de la Comunicación.
“Si
no entretiene, no sirve”
Por Raúl Becerra
“Lo primero que tendría que hacer el Estado es asumir que eso no
es un canal de televisión y que hay que reequiparlo de una buena vez:
no puede ser que siga funcionando con los equipos del año 1978.
A partir de eso, debería fijarse una política de Estado acerca
de los contenidos del canal. Yo descreo de ese concepto elitista de la cultura
que sostiene que ‘la cultura es lo que yo digo que es’; la misión
de Canal 7 trasciende a la de un canal público, porque en la Argentina
es la única opción de televisión de aire en muchísimos
pueblos del interior. A mi juicio debería cumplir funciones de tipo cultural,
obviamente, pero también debería ser, y creo que es lo que está
intentando Becchini, undigno canal de entretenimiento. No hay que perder esto
de vista: más que un canal de esta ciudad, se trata de un canal nacional.
Todo el mundo se llena la boca hablando de la BBC o de la TVE, que tienen 1200
millones de euros cada una para producir lo que se les canta; creo que Canal
7 tiene tres millones de pesos. Habría que aspirar a parecerse lo más
posible a la Televisión Nacional de Chile, donde hay una buena combinación
de programas de entretenimientos y periodísticos y un buen nivel informativo.
Y a la hora de hablar de libros hacen un show con Antonio Skármeta; no
ponen a una señora sentada al lado de un señor al que por lo general
no conoce nadie, hablando de libros durante una hora.
La televisión tiene una norma básica fundamental: si no entretiene,
no sirve. Si no es entretenido no lo ve nadie, y si no lo ve nadie no cumple
ninguna función. Si al Colón fueran sólo 50 personas lo
cerrarían, porque no estaría cumpliendo su rol de difusor cultural
para el que fue creado; bueno, con un canal como el 7 pasa lo mismo: si en definitiva
lo terminan viendo 100.000 personas en todo el país, mejor mandarles
una carta o un folleto: va a ser mucho más barato que utilizar una infraestructura
que a lo mejor cuesta 50 millones de dólares.
Debería volver a ser una empresa del Estado, y no este delirio del multimedio;
una sociedad anónima con un directorio que trascendiese, con profesionales
de televisión en cada área y con rendimiento de cuentas. Al costo
operativo del canal en alguna medida ya lo paga el Ministerio de Economía,
lo que implica que no hay una actitud de competencia o un concepto de negocio.
Debería tener una partida presupuestaria que exceda el pago de los sueldos,
la luz y los impuestos municipales, que sirva para producir televisión
en serio, de acuerdo con los costos actuales. Hay gente que se rasga las vestiduras
porque un conductor cobra 8000 pesos, el valor del mercado. ¿Por qué
tendría que cobrar menos en Canal 7 que en uno privado, por qué
tendría que rebajar su valor profesional?”
Raúl Becerra es productor de televisión y ex conductor de La noticia rebelde.
“Lo
que nadie hizo”
Por Aníbal Ford
De pronto han estallado las discusiones sobre la cultura pública en la
Argentina. El Colón, la Biblioteca Nacional, el Fondo Nacional de las
Artes, Canal 7... Y todo esto ha puesto en evidencia: 1) la falta de políticas
culturales y comunicacionales a pesar del tremendo agujero que dejó la
dictadura militar y que complementó el menemismo; 2) la ignorancia sobre
lo mucho que se ha trabajado tanto en América latina como en otros continentes
sobre estos temas (sólo en América latina hay 700 facultades de
Comunicación); 3) la continuación de una concepción de
la cultura que olvida que ésta encierra un conjunto crítico: información,
identidades, vida cotidiana, patrimonios tangibles e intangibles, artes, investigación
y desarrollo y tantas otras cosas que están, además, sumergidas
en las fuertes transformaciones de la seudoaldea global. No la de la sociedad
de la información sino la de la sociedad de las brechas y las exclusiones.
En este marco y en el de una década en que el neoliberalismo conformó
la dictadura de la convergencia y de las fusiones, en que el infoentretenimiento
abusó y transformó en commodities las agendas críticas,
en que se falsearon los hechos despiadadamente, en que la “cultura única”
barrió con todo tipo de respeto al derecho a la diferencia cultural,
es obvio que a los medios públicos, o a los pocos medios públicos
que nos quedan, les corresponde una tarea crítica y fundamental. Tarea
que no puede hacer ningún ñoqui improvisado.
Tal vez uno de los objetivos centrales de un canal público, y en la tesitura
de lo que Herbert Schiller llamó la “información socialmente
necesaria”, radique en reinformar al país sobre sí mismo
y sobre América latina. Y no importa a través de qué géneros
o formatos. Esto se hace de diversas maneras. Los niveles de la información
de la población sobre el país, sus recursos, sus diferentes formas
de vida social, sus trabajos, sus historias, sus sueños, sus búsquedas,
sus geografías materiales e inmateriales, han caído brutalmente
en el último cuarto de siglo. Y de esto nadie se ha hecho cargo. Es el
momento.
También es importante que un canal público explique lo que pasa
en el mundo desde aquí y que no sigamos viviendo de la información
digerida por algunos columnistas de los países del G-7 o del G-8. La
Argentina tienerecursos para desarrollar un pensamiento autónomo. En
los medios tecnológicamente nuevos o en los convencionales.
Para terminar pienso que hay que descartar esa concepción cretina de
la rentabilidad en un medio público. Un medio público se mide
con otros parámetros. Es como una forma, a través de diversos
sistemas de comunicación, narración, información, de pensarnos
a nosotros mismos y de alimentar proyectos que barran las crueles injusticias
que acosan tanto a nuestro país como a muchas otras regiones del mundo.
“Yo
lo usaría para el más alevoso deschave”
Por José Pablo Feinmann
Luego de la década del ‘90 (a la que podríamos señalar,
primeramente, por sus características de destrucción masiva) es
poco lo que quedó del Estado argentino. El proyecto (neo)liberal y globalizador
se propuso arrasar con los Estados nación y –coherentemente–
con las identidades nacionales. De modo que la concentración del poder
político en manos de la economía ha determinado que los oligopolios
(los grupos concentrados del poder económico) se hayan dedicado a construir
Estados dentro de la nación, Estados más poderosos que el Estado
nacional, humillado ante el poder del capital desterritorializado. O sea, los
grupos empresarios tienen canales de televisión propios. Responden a
la política dirigista de la economía de esos grupos. Dirigista,
porque está dirigida en beneficio de sus propios intereses. Un canal
estatal –así las cosas– debiera ser abiertamente estatal.
Defender los intereses de un Estado regional (abierto a los restantes Estados
regionales de América latina) y asumir las cuestiones “pluralistas”
con la misma arbitrariedad con que las resuelven los canales “privados”,
poderosos todos. El canal del Estado deberá expresar al Estado. El Estado
deberá expresar los intereses de la nación. La nación,
para ser, hoy, tal, deberá integrarse a un proyecto regional latinoamericano.
Si yo fuera Presidente (es un ejemplo y una fantasía intempestiva y hasta
prepotente), usaría el canal del Estado para el más alevoso “deschave”.
Hablaría con la gente cara a cara, sin vueltas, diría lo nodicho,
lo que no se dice, lo que nunca se dice. Diría cuánto dinero tienen
en el exterior los capitostes del capitalismo argentino. Diría que por
su incapacidad y hasta por su concepción del país como goce y
como renta jamás arriesgan sus dineros en proyectos nacionales, culturales,
industriales, edilicios, en campañas de alimentación, por ejemplo:
devuelvan algo, caramba, diría. Y diría cuánto ganaron
en la década del ‘90. Y preguntaría dónde está
ese dinero. Y por qué no lo traen. Y por qué no lo invierten aquí,
creando fuentes de trabajo, confianza, mercado interno, liquidez monetaria,
un poco de alegría, un amago de felicidad. Si los financistas argentinos
están trenzados con los avivados (porque es así: son y han sido
vivísimos) que aprovecharon las tasas desorbitadas por medio de las cuales
el menemismo incrementó nuestra deuda, los nombraría sin hesitar.
Y explicaría por qué no nos respaldan en las negociaciones con
los acreedores. ¡Porque ellos son los acreedores, sus socios, sus testaferros
o sus corsarios negros! Traidores a la nación, a sus habitantes, a los
pibes que se desmayan en las aulas por falta de comida. Me jugaría a
la estética del contraste. Haría programas de un aplastante documentalismo
sobre la miseria de los miserables de toda miseria que viven en este país
y filmaría después los countries privados, los espacios del lujo,
del despilfarro, de la ostentación impúdica. Y preguntaría:
¿por qué? Preguntaría: ¿tiene esto que ser así?
Y si alguien me dijera que utilizo el canal estatal para desarrollar los proyectos
estatales les pediría a los holdings, a los grupos concentrados e hiperconcentrados
que demuestren que ellos no, que ellos utilizan sus espacios para ceder la palabra
a los otros, a los que no piensan como ellos, a los que saben –con impecable
eficacia– tachar de todos los lugares en que los encuentran. En suma,
un canal estatal sería para recuperar algo del poder que el Estado perdió
frente a los monopolios privados durante la orgía privatizadora y deconstructiva
de todo vestigio de soberanía. No perdería el tiempo jugando a
la “democracia”. Los popes del (neo)liberalismo tienen miles de
tarimas urbanas y mundiales donde treparse y hablar de Hayek o Friedman. A López
Murphy, por ejemplo, le diría: “Amigo, para qué quiere usted
hablar desde este pequeño canal estatal cuando lo puede hacer desde el
mismísimo living de la mansión de Bill Gates, desde Disneyworld
o desde el Pentágono. Déjenos tranquilos, esto es nuestro. Es
poco. Es lo único que hasta ahora reconquistamos. Y nos da tanta pereza
cederlo como a ustedes democratizar la riqueza”. Por pedirles algo.
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