Dom 20.06.2004
radar

NOTA DE TAPA

La gran siete

La polémica desatada por el levantamiento de dos programas dedicados a los libros sólo han puesto en evidencia un debate siempre latente en el país: ¿cómo debería ser un canal estatal? Radar convocó a un grupo de productores, periodistas e intelectuales para que contesten esta pregunta.

La gran siete
Por Julio Nudler

Se diría que ésta es la tercera, y quién sabe si la vencida. Porque en los últimos tiempos publiqué en el cuerpo central de este diario dos notas sobre Canal 7, una tan inútil como la otra. En la primera decía qué programación me gustaría ver por ese canal, sabiendo que no hay chance alguna de verla por otro. Pero parece que por ése tampoco. Básicamente, los mejores artistas residentes en la Argentina, en todas las disciplinas, del tango al teatro, de la danza al folklore, de los cómicos a los charlistas, de la música clásica a... La mayoría, obviamente, desconocidos salvo para minorías específicas, pese a sus notables condiciones. Decía que para ponerlos dignamente en pantalla no era preciso contar con un gran presupuesto porque ninguno de ellos tiene muchas pretensiones económicas, como es obvio. La única condición –¡vaya condición!– es que prime un criterio de calidad, que no quepan ni las trenzas políticas, ni el acomodo ni el amiguismo, y tampoco la corrupción, demonio que explicaría ciertos montos siderales trascendidos últimamente.
En la otra nota –intitulada “Mucci sí, Quiroga no”– me refería a la discusión desatada por el levantamiento de dos programas culturales, uno genuino y el otro mucho menos. Ese patético episodio fue una nueva e innecesaria prueba de la degradación del espacio público en la Argentina. Cualquiera que salga a caminar por Buenos Aires, tal vez por Cabildo cuando atraviesa Belgrano, notará el contraste entre negocios y cafés coquetos, prolijos y hasta esplendorosos, y aceras rotas, desparejas, poceadas y sucias, paradas de colectivos que nadie lava jamás, y así todo. La televisión estatal está como esas veredas y el pretenciosamente llamado “moblario urbano”. Tiene algunos tramos aceptables, pero predomina una deplorable desjerarquización: un locutor no sabe hablar, el otro grita más que los del más barato canal privado (¿por qué gritará tanto este buen hombre, se pregunta uno?), muchos programas oscilan entre la chabacanería y la superficialidad, otros son primitivos y tediosos. Nada de eso tendría por qué ser así: fuera del Siete está la gente que puede cambiarlo. ¿Por qué no la dejan entrar?
Partiendo del hecho cierto de que en la mayoría de los hogares hay un televisor y de que el costo de encenderlo es mínimo, y además igual si ha de verse algo malo o bueno, útil o inútil, provechoso para el alma o espiritualmente pernicioso, la televisión es el medio más eficaz y democrático para llevar la cultura, en todas sus manifestaciones, y la inquietud por saber, la curiosidad, la indagación hasta el interior de las casas, las casonas y las casillas. En la primera nota a la que me referí arriba recordé algunos ciclos estupendos que transmitió el 7 en épocas ya remotas. Pero si fue posible entonces, ¿por qué no lo sería ahora? Lo primero es colocar al frente de la emisora gente elegida por su capacidad y por ninguna otra razón. Lo segundo, que tengan clara la tarea: estructurar una programación de altos méritos, que dé expresión a los mejores creadores, y que no se proponga competir con la televisión privada, que bastante mala es la pobre.
¿Será capaz este gobierno de rescatar Canal 7 de su lamentable estado? ¿Tendrá la grandeza de renunciar a utilizarlo como vehículo propagandístico –inservible, a la postre, por su ínfimo rating– y refugio para los amigos del poder, del presunto “círculo áulico”? Hay razones para dudarlo, porque esto, increíblemente, resulta más difícil que enfrentarse al Fondo Monetario, a Repsol y al Grupo Macri, todos juntos, quizá porque implicaría transformar las malsanas leyes de funcionamiento de la política en la Argentina, tan subdesarrollada en este sentido. Pero, ¿por qué no ponerle una ficha a esa maravillosa posibilidad?

“Debería actuar como un alcohólico”
Por Gastón Portal

“Canal 7 tendría que hacer como los alcohólicos, que para recuperarse tienen que empezar por el reconocimiento de su condición, por decir “soy alcohólico”. Todavía no hubo nadie que asuma el problema en toda su magnitud. Mientras siga ligado a los humores del gobierno de turno, nunca va a lograr cambiar esa instancia en la que está, una suerte de híbrido falsamente cultural.
El Estado debe asumir una realidad: Canal 7 tiene que ser subsidiado, como ocurre con toda la televisión estatal europea. Hoy tiene la gran oportunidad de cumplir con lo que se enseña en la facultad respecto de contenidos con porcentajes parejos de tres cosas: entretenimiento, información y formación, cultural o educativa. Eso, ahora, es impensable en cualquier otro canal.
Salvo la ebullición que significó para mí el retorno a la democracia con Alfonsín, ningún otro gobierno, por cabeza y por ciertas actitudes, me motiva tanto como éste. Sin embargo, creo que en muchos aspectos hay un cierre a la pluralidad: Canal 7, y todo lo que está alrededor del área cultural, son ejemplos de eso. Habría que poner al frente a alguien que no responda como una marioneta, y bancarlo, de la misma forma que ya no se nombran a jueces amigos en la Corte Suprema. Y también habría que tener los huevos para hacer algo que hasta ahora no se hizo: enfrentar a los gremios. El canal está viciado de décadas de muy malos manejos, y gremialmente es muy difícil trabajar; paradójicamente, hay gente que tiene una formación extraordinaria, que no se encuentra en ningún otro canal. Pero no se puede hacer televisión con gremios que todo el tiempo paran las grabaciones.
Debería haber un presupuesto razonable y concreto, asegurado para tres años de gestión, sin interferencias gubernamentales en cuanto a noticias o programas. Y reglas claras negociadas con los gremios. Por otro lado las productoras independientes, que hacen el 80 por ciento de la programación de la televisión de aire que funciona, tienen montones de productos que, debido a la competencia salvaje, no tienen lugar en el aire. Podría hacerse una programación muchísimo más interesante que las de los otros canales, aunque no tan popular.
Canal 7 también podría incorporar algo que perdió la privada: la segmentación. No hay programas infantiles en los canales de aire porque están Cartoon y otros tres más en cable; no hay más programas de música porque están MTV y demás; con los deportes pasa lo mismo. Sería oportuno recoger esa segmentación, para que la gente que no tiene cable pueda ver ese tipo de programas.
Hay diez millones de ideas, pero tienen que estar pagas. Veo discusiones bizantinas sobre lo que cobra Georgina; un programa no se hace con 500 pesos por día. Por esa plata no se puede hacer televisión. Si no se puede pagar más que eso, que no se haga. Hay que tomar el toro por las astas: hay que subsidiarlo y desechar la fantasía de que puede bancarse con publicidad.”

“Saquémoslo del aire”
Por Silvia Itkin

“Antes de preguntarse por Canal 7, primero habría que preguntarse qué hacer con la Secretaría de Medios. Y con el Sistema Nacional de Medios Públicos, si vale la pena seguir intentándolo. O qué hacer con la televisión estatal y pública, que no existe en la Argentina. No es por esquivar el bulto, pero estas preguntas las tendrían que contestar dos personas: una es Torcuato Di Tella, porque lo que está pasando en el canal no puede escapar al área de Cultura; y la otra es Pepe Albistur, que desde el momento de su asunción nos debe a todos los periodistas una charla franca y transparente en la que explique cuál es la política de medios, cosa que hasta ahora nadie sabe. Mientras esto sucede, hay tres instancias de comunicación e información: Télam, Radio Nacional y sus FM y Canal 7, en sintonía con el Gobierno.
Canal 7 es, históricamente, la criatura abandonada. Yo creo que habría que sacarlo del aire: dejar las 24 horas las rayitas de colores, o una pantalla neutra, con un cartel que diga “Canal 7, Argentina”. En serio lo digo. Y ver, en principio, quiénes son los empleados del canal, quiénes son los programadores, cuáles son los acuerdos de producción y coproducción que tienen. Me parece que, como los otros medios públicos, deberían blanquear sus egresos e ingresos, sus balances, a los contribuyentes. Digo, para evitar estas cosas en parte rumorosas, en parte ciertas, de los cachés que se les pagan a los artistas.
La programación de este momento me recuerda, francamente, al menemismo; no porque sea gente del mismo palo, sino por esta forma de pastiche; por un lado trabajan los amigos y, por otro, aquellas figuras que ya no son rendidoras, en general por rating, y caen ahí a ocupar un espacio. No creo que la cosa pase por el malentendido “Georgina Barbarossa vs. Osvaldo Quiroga”: ninguno de los dos debería estar en la pantalla del 7. Desde la Secretaría de Medios habría que decidirse por una televisión pública, pero esto implica abrir el juego a intereses que no siempre convergen con la política del Gobierno. Mientras no haya una decisión, un proyecto, pantalla vacía. Yo creo que no se muere nadie. El problema volvería al mismo canal: reúnanse adentro, vean qué gente está laburando ahí, cuánto cobra, de dónde viene, qué pasa con los gremios, qué pasa con los ejecutivos que ocupan líneas medias y operan, qué pasa con los políticos, con los amigos de los hijos de Pepe Albistur, toda esta gente que está ocupando los medios y no puede dar cuenta de profesionalidad, criterio o capacidad de reflexión.
Hay una estructura gubernamental que debe dar las respuestas: al canal lo garpamos entre todos. Quiero saber qué plata se les paga a las figuras del canal, quiénes son los coproductores, por qué hay dos directores. Me parece que están tapando baches con chicle: es sabido que al día siguiente se cae un colectivo adentro. Lo interesante de esta crisis es que ya no le podemos endilgar la degradación a la política de turno: hay una historia que debe revisarse en profundidad. Mientras nadie piensa a fondo qué hacer, en Canal 7 se seguirá con una superestructura que, indefectiblemente, se come la energía de la gente.

Silvia Itkin es periodista y coautora de Estamos en el aire, una historia de la televisión argentina.

“Tiene que ser como la Corte Suprema”
Por Martín Becerra

“Acostumbrados a pensar ‘en contra’, resulta sencillo postular qué cosas no hay que hacer con los medios que gestiona el Estado. Ello permite evaluar críticamente el manejo de los medios públicos, su impronta comercial, su bastardeo en pos de intereses gubernamentales, el loteo de espacios.
El canal que gestiona el Estado no cubre hoy todo el país de modo gratuito. Es preciso extender el alcance de la programación de Canal 7 para que todos tengan acceso a la televisión pública independientemente de su condición socioeconómica y su lugar de residencia.
Un principio medular es la autonomía del canal público. Se propone la creación de un directorio que, presidido por un especialista designado por el Poder Ejecutivo, esté integrado por personas que surjan de una consulta con organizaciones sociales y culturales, así como con representantes de los gobiernos provinciales, y que cuenten con acuerdo del Congreso. En el Reino Unido, Chile, Alemania o Francia el directorio de las emisoras públicas suele estar compuesto por entre 10 y 20 miembros. La aplicación del decreto 222/03 que regula el nombramiento de jueces de la Corte Suprema de Justicia sería deseable como mecanismo de selección de integrantes del directorio.
Este directorio debe aprobar anualmente un plan de acción que la gerencia general del canal debe ejecutar y sobre el que debe rendir cuentas. El directorio debe responder, a su vez, ante el Congreso. Todos los gerentes del canal estatal deberían ser cargos concursables periódica y públicamente.
El financiamiento puede provenir de los ingresos que el Comfer debe recaudar por gravámenes a las licencias privadas y también de las multas (que no debe condonar, como ha hecho el interventor Julio Bárbaro) por infracciones a la ley cometidas por los licenciatarios. La publicidad no debe ser la principal fuente de sostenimiento económico del canal público, no obstante debería orientarse una cuota significativa de la publicidad oficial en el canal estatal.
El canal público debería contar con la figura del “defensor de la audiencia” que recoja observaciones y críticas de los ciudadanos. Asimismo, un Consejo del Audiovisual podría realizar el seguimiento y las recomendaciones para el sistema.
No es posible gestionar los medios públicos con la misma lógica de lucro que guía a los medios de gestión privada, ni tampoco con lógica de facción. El canal público debe, como señala Omar Rincón, interpelar al ciudadano cuando los canales privados interpelan al consumidor. Este es un principio orientador de la política de contenidos del canal público. Ello representaría un giro copernicano en materia de medios públicos. E implica comenzar a pensar a favor de los medios como servicio público.”

Martín Becerra (U. Nacional de Quilmes),
es doctor en Ciencias de la Comunicación.


“Si no entretiene, no sirve”
Por Raúl Becerra

“Lo primero que tendría que hacer el Estado es asumir que eso no es un canal de televisión y que hay que reequiparlo de una buena vez: no puede ser que siga funcionando con los equipos del año 1978.
A partir de eso, debería fijarse una política de Estado acerca de los contenidos del canal. Yo descreo de ese concepto elitista de la cultura que sostiene que ‘la cultura es lo que yo digo que es’; la misión de Canal 7 trasciende a la de un canal público, porque en la Argentina es la única opción de televisión de aire en muchísimos pueblos del interior. A mi juicio debería cumplir funciones de tipo cultural, obviamente, pero también debería ser, y creo que es lo que está intentando Becchini, undigno canal de entretenimiento. No hay que perder esto de vista: más que un canal de esta ciudad, se trata de un canal nacional.
Todo el mundo se llena la boca hablando de la BBC o de la TVE, que tienen 1200 millones de euros cada una para producir lo que se les canta; creo que Canal 7 tiene tres millones de pesos. Habría que aspirar a parecerse lo más posible a la Televisión Nacional de Chile, donde hay una buena combinación de programas de entretenimientos y periodísticos y un buen nivel informativo. Y a la hora de hablar de libros hacen un show con Antonio Skármeta; no ponen a una señora sentada al lado de un señor al que por lo general no conoce nadie, hablando de libros durante una hora.
La televisión tiene una norma básica fundamental: si no entretiene, no sirve. Si no es entretenido no lo ve nadie, y si no lo ve nadie no cumple ninguna función. Si al Colón fueran sólo 50 personas lo cerrarían, porque no estaría cumpliendo su rol de difusor cultural para el que fue creado; bueno, con un canal como el 7 pasa lo mismo: si en definitiva lo terminan viendo 100.000 personas en todo el país, mejor mandarles una carta o un folleto: va a ser mucho más barato que utilizar una infraestructura que a lo mejor cuesta 50 millones de dólares.
Debería volver a ser una empresa del Estado, y no este delirio del multimedio; una sociedad anónima con un directorio que trascendiese, con profesionales de televisión en cada área y con rendimiento de cuentas. Al costo operativo del canal en alguna medida ya lo paga el Ministerio de Economía, lo que implica que no hay una actitud de competencia o un concepto de negocio. Debería tener una partida presupuestaria que exceda el pago de los sueldos, la luz y los impuestos municipales, que sirva para producir televisión en serio, de acuerdo con los costos actuales. Hay gente que se rasga las vestiduras porque un conductor cobra 8000 pesos, el valor del mercado. ¿Por qué tendría que cobrar menos en Canal 7 que en uno privado, por qué tendría que rebajar su valor profesional?”

Raúl Becerra es productor de televisión y ex conductor de La noticia rebelde.

“Lo que nadie hizo”
Por Aníbal Ford

De pronto han estallado las discusiones sobre la cultura pública en la Argentina. El Colón, la Biblioteca Nacional, el Fondo Nacional de las Artes, Canal 7... Y todo esto ha puesto en evidencia: 1) la falta de políticas culturales y comunicacionales a pesar del tremendo agujero que dejó la dictadura militar y que complementó el menemismo; 2) la ignorancia sobre lo mucho que se ha trabajado tanto en América latina como en otros continentes sobre estos temas (sólo en América latina hay 700 facultades de Comunicación); 3) la continuación de una concepción de la cultura que olvida que ésta encierra un conjunto crítico: información, identidades, vida cotidiana, patrimonios tangibles e intangibles, artes, investigación y desarrollo y tantas otras cosas que están, además, sumergidas en las fuertes transformaciones de la seudoaldea global. No la de la sociedad de la información sino la de la sociedad de las brechas y las exclusiones.
En este marco y en el de una década en que el neoliberalismo conformó la dictadura de la convergencia y de las fusiones, en que el infoentretenimiento abusó y transformó en commodities las agendas críticas, en que se falsearon los hechos despiadadamente, en que la “cultura única” barrió con todo tipo de respeto al derecho a la diferencia cultural, es obvio que a los medios públicos, o a los pocos medios públicos que nos quedan, les corresponde una tarea crítica y fundamental. Tarea que no puede hacer ningún ñoqui improvisado.
Tal vez uno de los objetivos centrales de un canal público, y en la tesitura de lo que Herbert Schiller llamó la “información socialmente necesaria”, radique en reinformar al país sobre sí mismo y sobre América latina. Y no importa a través de qué géneros o formatos. Esto se hace de diversas maneras. Los niveles de la información de la población sobre el país, sus recursos, sus diferentes formas de vida social, sus trabajos, sus historias, sus sueños, sus búsquedas, sus geografías materiales e inmateriales, han caído brutalmente en el último cuarto de siglo. Y de esto nadie se ha hecho cargo. Es el momento.
También es importante que un canal público explique lo que pasa en el mundo desde aquí y que no sigamos viviendo de la información digerida por algunos columnistas de los países del G-7 o del G-8. La Argentina tienerecursos para desarrollar un pensamiento autónomo. En los medios tecnológicamente nuevos o en los convencionales.
Para terminar pienso que hay que descartar esa concepción cretina de la rentabilidad en un medio público. Un medio público se mide con otros parámetros. Es como una forma, a través de diversos sistemas de comunicación, narración, información, de pensarnos a nosotros mismos y de alimentar proyectos que barran las crueles injusticias que acosan tanto a nuestro país como a muchas otras regiones del mundo.

“Yo lo usaría para el más alevoso deschave”
Por José Pablo Feinmann

Luego de la década del ‘90 (a la que podríamos señalar, primeramente, por sus características de destrucción masiva) es poco lo que quedó del Estado argentino. El proyecto (neo)liberal y globalizador se propuso arrasar con los Estados nación y –coherentemente– con las identidades nacionales. De modo que la concentración del poder político en manos de la economía ha determinado que los oligopolios (los grupos concentrados del poder económico) se hayan dedicado a construir Estados dentro de la nación, Estados más poderosos que el Estado nacional, humillado ante el poder del capital desterritorializado. O sea, los grupos empresarios tienen canales de televisión propios. Responden a la política dirigista de la economía de esos grupos. Dirigista, porque está dirigida en beneficio de sus propios intereses. Un canal estatal –así las cosas– debiera ser abiertamente estatal. Defender los intereses de un Estado regional (abierto a los restantes Estados regionales de América latina) y asumir las cuestiones “pluralistas” con la misma arbitrariedad con que las resuelven los canales “privados”, poderosos todos. El canal del Estado deberá expresar al Estado. El Estado deberá expresar los intereses de la nación. La nación, para ser, hoy, tal, deberá integrarse a un proyecto regional latinoamericano.
Si yo fuera Presidente (es un ejemplo y una fantasía intempestiva y hasta prepotente), usaría el canal del Estado para el más alevoso “deschave”. Hablaría con la gente cara a cara, sin vueltas, diría lo nodicho, lo que no se dice, lo que nunca se dice. Diría cuánto dinero tienen en el exterior los capitostes del capitalismo argentino. Diría que por su incapacidad y hasta por su concepción del país como goce y como renta jamás arriesgan sus dineros en proyectos nacionales, culturales, industriales, edilicios, en campañas de alimentación, por ejemplo: devuelvan algo, caramba, diría. Y diría cuánto ganaron en la década del ‘90. Y preguntaría dónde está ese dinero. Y por qué no lo traen. Y por qué no lo invierten aquí, creando fuentes de trabajo, confianza, mercado interno, liquidez monetaria, un poco de alegría, un amago de felicidad. Si los financistas argentinos están trenzados con los avivados (porque es así: son y han sido vivísimos) que aprovecharon las tasas desorbitadas por medio de las cuales el menemismo incrementó nuestra deuda, los nombraría sin hesitar. Y explicaría por qué no nos respaldan en las negociaciones con los acreedores. ¡Porque ellos son los acreedores, sus socios, sus testaferros o sus corsarios negros! Traidores a la nación, a sus habitantes, a los pibes que se desmayan en las aulas por falta de comida. Me jugaría a la estética del contraste. Haría programas de un aplastante documentalismo sobre la miseria de los miserables de toda miseria que viven en este país y filmaría después los countries privados, los espacios del lujo, del despilfarro, de la ostentación impúdica. Y preguntaría: ¿por qué? Preguntaría: ¿tiene esto que ser así? Y si alguien me dijera que utilizo el canal estatal para desarrollar los proyectos estatales les pediría a los holdings, a los grupos concentrados e hiperconcentrados que demuestren que ellos no, que ellos utilizan sus espacios para ceder la palabra a los otros, a los que no piensan como ellos, a los que saben –con impecable eficacia– tachar de todos los lugares en que los encuentran. En suma, un canal estatal sería para recuperar algo del poder que el Estado perdió frente a los monopolios privados durante la orgía privatizadora y deconstructiva de todo vestigio de soberanía. No perdería el tiempo jugando a la “democracia”. Los popes del (neo)liberalismo tienen miles de tarimas urbanas y mundiales donde treparse y hablar de Hayek o Friedman. A López Murphy, por ejemplo, le diría: “Amigo, para qué quiere usted hablar desde este pequeño canal estatal cuando lo puede hacer desde el mismísimo living de la mansión de Bill Gates, desde Disneyworld o desde el Pentágono. Déjenos tranquilos, esto es nuestro. Es poco. Es lo único que hasta ahora reconquistamos. Y nos da tanta pereza cederlo como a ustedes democratizar la riqueza”. Por pedirles algo.

 

 

 

 

 

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