Dom 20.06.2004
radar

FOTOGRAFíA

La socarrona

Fue reportera gráfica, hizo paisajes y brilló como retratista. Tres géneros que Julie Méndez Ezcurra practicó como si fueran uno, con la misma pasión por el detalle, la misma generosidad, la misma perspicacia.

Por María Moreno

Ahora que la fotografía se vuelve cada vez más un instrumento antropológico, la pluralidad de registros alienta al prejuicio y suele confundirse con la vacilación y el tanteo. Julie Méndez Ezcurra tenía por lo menos tres vertientes, pero en todas hay una obra realizada. Como reportera gráfica era capaz de descubrir el detalle íntimo y único en el interior de un trabajo dirigido al mero elemento testimonial. Una foto hecha por encargo como El comedor de Bagley o el retrato de un grupo de enfermeras contienen elementos que exceden la fidelidad realista y parecen inventar una pararrealidad. Como paisajista, buscaba elementos nimios que volvían la imagen casi estoica, y jamás se permitió extorsionar el crepúsculo o el otoño. Como retratista –la vertiente en la que fue más reconocida–, podía encontrar la expresión excepcional en celebridades cien veces retratadas. La imagen de un Borges felicísimo con un jazmín en la solapa y un fondo de ventana gótica es totalmente diferente a las de la construcción gráfica borgeana habitual, donde se abusa de las representaciones melancólicas favorecidas por la mirada ciega. Y si en Borges y Beppo Borges tiene cara de Borges es porque está enojado.
–Julie siempre llegaba tarde –cuenta su amiga Patricia Viaña–, y cuando aparecía era de lo más calma, cosa que encrespaba más. Así pasó con Borges, que encima tenía que ir a no sé qué reunión y estaba de un humor imposible. Le costó un montón tomarle las fotos, y era tal el enojo de Borges que, aunque tuvo que esperar mucho, se olvidó de atarse los cordones del zapato izquierdo.
Julie tenía ese aire de falso despiste que la mitología plebeya adjudica a la gente bien y un humor agudo que hacía más asociable su mandíbula a la de Oscar Wilde. Su modo de revelar el gesto imperial que la dignidad es capaz de inscribir aun en la pobreza extrema nunca hace del otro un fetiche. Pero con su propia clase social ejercía una maldad jocosa. Son inolvidables esas espaldas envejecidas y pecosas por las que corren unos exagerados pañuelos en Conferencia de Julio Ardiles, y ese conjunto de tomadoras de sol de la Plaza Las Heras que se exhiben semi en cueros junto a horrendos perritos enrulados.
Julie Méndez solía decir que vivía en Babia, “un lugar al que uno se remonta cuando no quiere adaptarse a la realidad que le ha tocado”. Pero Babia podía ser el nombre de la distancia que transmitía. –Viaña la llama “flema”– y que le permitía desorientar a sus modelos, que terminaban por mostrarle sus secretos sin siquiera darse cuenta. Pero a veces estaba realmente en Babia. Como cuando se fue a sacar fotos a Tucumán durante el verano del ‘76. “El Norte argentino me recibió de una forma bastante poco hospitalaria: tuve ocasión de ver a los hombres más fornidos de su suelo, pero todos apuntándome detrás de una ametralladora, lo cual no fue agradable. Por ser joven, por andar sola, supongo que resultaría muy sospechosa. De esto ya hace nueve años. Entiendo que algunos perdieron cosas más importantes en este tipo de encuentros, como por ejemplo su vida, pero yo sólo perdí las ganas y la inocencia”.
Julie Méndez Ezcurra murió a los 42 años, dos meses después que su padre, que la mira con su ojo de aguilucho en una foto titulada Papá. Su último negativo, revelado poco después, muestra un espacio de trabajo fuera de foco, como si simulara la borrosidad del mundo antes de desaparecer. Había tomado la foto en la casa familiar el día del entierro de su padre. Parece un ritual de duelo –“mirar con los mismos ojos”– y una profecía. La muerte precoz suele hacer que se lea una obra como incompleta, a lo sumo como potencialidad radiante. Pero las fotos de Julie Méndez Ezcurra que se exhiben en la FotoGalería del Teatro San Martín muestran una compleja obra completa.

Julie Méndez Ezcurra.
Hasta el 1º de agosto
en la FotoGalería del San Martín.
Curadores: Florencia Blanco y Juan Travnik. Producción de Patricia Viaña.

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