Dom 20.06.2004
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MúSICA

Hacer la guerra

Mientras arrecian reediciones y Grandes Éxitos, y Roger Waters y David Gilmour siguen trenzándose desde las revistas especializadas, reaparece The Final Cut, el álbum que Pink Floyd grabó en plena guerra de Malvinas, cuando tenía los días contados. Un disco controvertido y político, con los pies sobre la tierra, cuyo parto -dolorosísimo– sigue despertando toda clase de conjeturas y teorías.

POR RODRIGO FRESAN

Esta es una de las muchas historias dentro de esa Historia: Eric Fletcher Waters, cristiano devoto e inglés, fue llamado a filas en 1939 y se negó a marchar al frente argumentando que no creía en esas cosas. Amparado legalmente en la categoría de “objetor de conciencia”, Waters no fue enjuiciado ni enviado a prisión sino obligado a conducir una ambulancia a través de los bombardeos del Blitz. Londres no era una fiesta pero, durante alguno de esos amaneceres en ruinas, Waters conoce a una joven inglesa y se enamoran y hacen el amor y no la guerra. Entre 1940 y 1941, Waters comienza a interesarse en la política, acude a mitines de la izquierda, acaba afiliándose al Partido Comunista y padece conflictos dialécticos con su cristianismo.
Son tiempos difíciles: cuesta compaginar la fe en Dios con tanta destrucción y comprender qué es lo que el Creador se propone con tanta destrucción. ¿Y cómo era posible que Hitler fuera un simple ser humano y no una bestia del apocalipsis? Así que Waters regresa a la oficina de reclutamiento y les dice que ha visto la luz y que ahora comprende que tiene que entrar en combate contra los bloody nazis. Los encargados de firmar los papeles manifiestan su entusiasmo: he aquí un hombre educado que será un perfecto oficial, la clase de tipo que los soldados jóvenes adoran y siguen adonde sea. Así que lo convierten en un teniente segundo de los Royal Fusiliers y Waters apenas tiene tiempo de asistir al nacimiento de su hijo Roger, en septiembre de 1943, porque lo envían a Anzio, donde desaparece para siempre. Su cuerpo jamás será recuperado.
El pequeño Roger crece obsesionado por la ausencia de su padre. Sus primeras palabras son: “¿Dónde está?”. No puede evitar sentir envidia por todos esos niños cuyos papás pasan a buscarlos a la salida de la escuela. Son hombres grises, con la mirada todavía perturbada por las cosas que vieron en combate. Pero mejor un padre aterrorizado que nada, piensa el pequeño Roger. Su madre pasa dos años flotando en el depresivo limbo de la esperanza: nadie vio morir a Eric Fletcher, jamás se hallaron sus restos; tal vez ande vagando por las nuevas ruinas italianas, amnésico y zombie... Finalmente, madre e hijo reciben una carta de George VI –”firmada con su propio sello de goma”, canta la canción– que les informa que el status de Eric Fletcher Waters ha pasado del de “presuntamente muerto” al de “fallecido sirviendo al Reino”.
Casi cuarenta años más tarde, en 1983, su hijo Roger –alucinado por la resaca triunfalista y thatcheriana de la victoria inglesa en unas islas del Atlántico Sur– le dedicará a Eric Fletcher Waters (1913-1944) un disco llamado The Final Cut, subtitulado Un réquiem por el sueño de posguerra y, de paso, presionará el botón de autodestrucción de una de las bandas más exitosas y con mayor talento y ego y conceptualidad de toda la historia del rock: Pink Floyd.

PRESENTEN ARMAS
Pero la cosa no está del todo clara. Me refiero a la desaparición de Pink Floyd. Porque todo lo relativo a Pink Floyd -empezando por su música– es difuso, inasible. ¿Sigue existiendo Pink Floyd? Aparentemente sí, porque sigue vendiendo como si nada hubiera ocurrido. Y lo cierto es que Pink Floyd es una banda experta a la hora del nada se pierde y todo se transforma, y la discografía es un río sonoro que fluye mientras, al fondo, se escuchan despertadores y aviones y teléfonos y conversaciones y latidos de corazón.
Se sabe, sí, que hasta la fecha Pink Floyd ha tenido cuatro encarnaciones. La primera dura lo que el breve resplandor de Syd Barrett. La segunda tiene lugar con la incorporación de David Gilmour y la dictadura ilustrada del cada vez más neurótico y atormentado Roger Waters, que consigue los grandes éxitos artísticos de la banda. La tercera es la del Pink Floyd FM (Fiaca y Mediocre: ahí están esas falsificaciones auténticas y exitosas llamadas A Momentary Lapse of Reason en 1987 y TheDivision Bell en 1994), ideal para el consumo yuppie, que canjea a Waters por Gilmour y, dicen, paga el silencio de ghost-writers de canciones que suenan a una de esas varias bandas-homenaje a Pink Floyd que –mientras escribo esto– dan vueltas por el mundo con cerditos inflables y ladrillos de pared. La cuarta es la que tiene lugar por estos días: grandes éxitos, reediciones, discos en vivo de conciertos muertos hace años, banda en animación suspendida y zombie y un hipotético retorno a los estudios y los escenarios. Mientras tanto, el burgués Gilmour y el combativo Waters siguen insultándose cordialmente desde las páginas de las mejores revistas especializadas y siguen representando in aeternum un divorcio pop que, por virulencia y duración, supera incluso a los inventores del asunto, Lennon & McCartney, peleándose por la marca y el nombre en los tribunales de la Reina.
Porque, sí: como los Beatles, Pink Floyd descubrió que no hay mejor negocio que separarse y reeditar, que no hay nada más productivo que un grupo fantasma de mística vigorosa, que no hay nada como desaparecer para estar más presente que nunca.
AL ATAQUE
Ahora, en este estado de cosas, le toca el turno a The Final Cut, que ya había sido remasterizado en 1994 y, en esta nueva versión de lo mismo, aparece eficazmente remezclado y enriquecido con la “canción perdida”, el denso y orquestal single de 1982 When the Tigers Broke Free. El tema estaba presente en la versión fílmica de The Wall y figuraba en el grandes éxitos Echoes: The Best of Pink Floyd, pero hasta ahora seguía huérfano del contexto que supo inspirar y que aquí encuentra su sitio entre One of the Few y The Hero’s Return.
Porque todo empezó con ese tema nuevo; la idea era potenciar el soundtrack de la película cantado por Bob Geldof que nunca salió a la venta, pero que llegó a ser anunciado con el título de Spare Bricks. Compuesta en plena guerra de las Malvinas/Falklands por un Waters que revivía la muerte estúpida de su padre y cantaba: “La cabeza de playa de Anzio fue tomada luego de pagar con unos cientos de vidas comunes... Y así fue como el Alto Mando me arrebató a mi papito...”, la canción abrió las puertas de la catarsis y la inspiración, y así nació el conflictivo The Final Cut, que casi por sorpresa llegó a las disquerías en la primavera boreal de 1983. Un disco raro, que no suele figurar entre los hitos del canon floydiano, pero –hablo a título personal, aunque sé de muchos que piensan lo mismo– se encuentra entre sus logros más perdurables. También, se sabe, fue la gota que derramó el vaso: los signos están por todas partes en esa cubierta con detalles de uniforme militar donde se lee “por Roger Waters” y “ejecutado por Pink Floyd” pero sin Rick Wright, reemplazado aquí por Michael Kamen. Desde entonces, Waters va por un lado y Gilmour, Wright y Mason por el otro: desearía que NO estuvieras aquí.
Y, sí, hay que admitirlo: al igual que Pet Sounds de The Beach Boys, The Lamb Lies Down on Broadway de Genesis, All Shook Down de The Replacements o Adore de The Smashing Pumpkins, The Final Cut es un disco solista encubierto, en el que el líder del grupo utiliza a los músicos de la banda como músicos de sesión. The Final Cut es, también, el primer ladrillo de la discografía/diatriba de Waters que se continuaría con The Pros and Cons of Hitch Hiking (1984), Radio K.A.O.S. (1987) y Amused to Death (1992), curiosos y por momentos conmovedores artefactos de protesta donde Waters se consagra como el consumado actor-vocal que había debutado en The Wall. Y así, el dificultoso parto de The Final Cut –contado en versiones encontradas– ha sido motivo de estudio y de teoría. En el último número de la revista Uncut, Waters consume doce páginas para zanjar el asunto y aporta reveladores comentarios.
Waters, sobre un disco turbulento: “De acuerdo, tal vez sea un disco solista encubierto. Pero también lo fue The Wall, que yo quería grabar asolas y los otros me pidieron que lo convirtiera en un disco de Pink Floyd. No sé... Es un poco frustrante eso de que siempre te consideren el malo de la película. Pero me he ido acostumbrando al rol. El otro día vi un documental que explicaba que hay una zona del cerebro capaz de inventar cosas que sucedieron hace 30 o 25 años y conseguir que su dueño se las crea hasta el último detalle. Así que no tiene mucho sentido luchar contra los recuerdos de los otros... Y es cierto que me sentí mal cuando ellos siguieron sin mí y se llevaron mis canciones de gira. Pero he comprendido que no se puede luchar contra eso, que mis canciones son propiedad pública. Es imposible apresar tus canciones. Y sí, fue difícil los primeros años, cuando ellos llenaban estadios y yo andaba por ahí tocando en teatritos. Y eran las mismas canciones. La diferencia es que yo –el compositor– no era Pink Floyd sino Roger Waters. Pero ya pasó: me he hecho mi propio lugar, mis discos llegan al millón de copias vendidas, grabo con los músicos que me gustan, y no puedo decir que sea una mala vida... En cuanto a The Final Cut, creo que está todo muy claro en el subtítulo del álbum: Un réquiem por el sueño de posguerra. No hay más que eso, de eso se trata y el tema de la guerra ya estaba presente en varios discos de Pink Floyd. Las canciones reflejan mi espanto por la muerte de mi padre y el retorno a una sociedad casi dickensiana promovido por Margaret Thatcher, que utilizaba la guerra por esas islas como perfecta estrategia para perpetuarse en el poder. Yo lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora: Inglaterra debió haber seguido la vía diplomática en lugar de enviar la Task Force al Atlántico Sur. Tuvo la enorme suerte de encontrarse con alguien como Galtieri del otro lado. Y así fuimos marchando. The Final Cut –aunque los nombres de los políticos que se mencionan en las canciones ya sean parte de la Historia– me parece un álbum muy pertinente para los tiempos que corren, para esta nueva guerra by design que ahora padecemos. Y al mismo tiempo funciona como una suerte de coda y subtexto a The Wall. Porque en The Final Cut se habla de los que no volvieron y de los que sí volvieron, pero volvieron cambiados. Son esos hombres que viven sonámbulos en el pub y no pueden olvidar los horrores de la guerra y –como dice una de las canciones– sonríen ‘detrás de ojos petrificados’, y de golpe comprenden que la respuesta a la pregunta ‘¿Qué es lo que hay que hacer cuando caes parado para llegar a fin de mes?’ es: ‘Enseñar’. Y así se convierten en los maestros castradores de Another Brick in the Wall... Y todo termina con una suerte de avance de la película del gran holocausto atómico que parecía obsesionar por entonces a Reagan. Sí: es un disco difícil. Y tal vez no fue lo que por entonces se esperaba de un disco de Pink Floyd... Incluso Pink Floyd esperaba otra cosa de Pink Floyd. David siempre se sintió incómodo con el disco. Lo sentía muy personal y político, y le incomodaban mis ataques a Thatcher. Y también tengo que reconocer que yo no estaba pasando por mis mejores momentos cuando grabábamos The Final Cut...”.
En cualquier caso, insisto, es un gran disco, y un gran disco de la que probablemente haya sido y siga siendo una de las paradojas más interesantes en la historia de la música moderna: una banda de culto con millones de seguidores. Eso que por estos crepúsculos se muere por ser Radiohead. Eso que Radiohead de algún modo casi ha conseguido. Lástima que Radiohead se haya olvidado de cómo escribir canciones.

RETIRADA
Pensar en The Final Cut –número uno de ventas fugaz, considerado en su momento por la crítica como “demasiado tranquilo” y “muy deprimente”– como lo más parecido a un unplugged que jamás hizo Pink Floyd. De acuerdo: ahí está el característico sonido de la guitarra de Gilmour, el inevitable solo de saxo, los “ruiditos” entre canciones, la ciclotímica voz de Waters... pero también un piano que es pura madera y un aire sepia y triste que recupera el sonido de esa formidable melanco-balada que es Wish You Were Here. Así, si los obsesos aseguran que hay que escuchar The Dark Side of the Moon mientras se mira El mago de Oz, entonces The Final Cut probablemente sería la perfecta banda de sonido subliminal del Brief Encounter de David Lean o algo así. The Final Cut como un pacifista pero belicoso disco sobre la derrota que late en las tripas desparramadas de toda victoria.
Y no deja de tener su gracia que Pink Floyd, luego de haber grabado, entre muchos otros conceptos, el disco psicodélico definitivo (The Piper at the Gates of Dawn), un ciclo de canciones sobre la psique entrópica (The Dark Side of the Moon), una elegía al espejismo lisérgico (Wish You Were Here), una sátira orwelliana (Animals) y un descenso a las vertiginosas y profundas alturas del ego trip (The Wall), haya cerrado su edad dorada con un disco tan político y con los pies tan bien plantados en la tierra. Si se lo compara con lo que producía el pop de los primeros ochenta, es también un disco de una audacia y valentía admirables, que no se parece a nada ni a nadie. Un disco sobre la guerra a cargo de una banda en guerra consigo misma. Un disco que ha añejado de la mejor manera posible y ahora suena mejor que nunca y –esto, otra vez, es a título personal– está ahí arriba con Wish You Were Here.
Ahora, mientras Gilmour hiberna en su casa de campo y vuela en su planeador, Waters prepara la inevitable adaptación para Broadway de The Wall, compone y arma una “colección de sonidos” para una ópera sobre la Revolución Francesa y –la herida nunca cierra, el corte jamás será final– dice haber escrito varias canciones nuevas sobre la guerra de Irak y el papel de Blair en la invasión.
Descansen en guerra, Eric Fletcher Waters y Pink Floyd.
Los tiempos no están cambiando.
Todo lo que necesitas es dolor.

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