Dom 20.06.2004
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LOS 12 PRECURSORES DE LA CIENCIA. CAPíTULO 4

La inglesa de los huesos

Era desesperadamente pobre, de tierra adentro y mujer, algo imperdonable en un medio elitista, urbano y cargado de testosterona como el de la ciencia inglesa de principios del siglo XIX. Pero ya antes de cumplir 30 años, Mary Anning —la joven Mozart de la paleontología– había exhumado los hallazgos con los que los hombres de su gremio habían soñado toda la vida.

Por Leonardo Moledo y Federico Kukso

En 1654, con la Biblia bajo el brazo y la razón de franco, James Ussher, arzobispo de Armagh, primado de Irlanda y vicecanciller del Trinity College de Dublín, lanzó uno de esos datos bomba que nunca se olvidan: el mundo (y el universo) había comenzado a las seis de la tarde del sábado 22 de octubre del año 4004 a. C. Ni un minuto más ni un minuto menos. La fecha –a la que había llegado tras seguir paso a paso las palabras del Génesis y contar las generaciones sucedidas desde que Adán y Eva fueran pateados del Paraíso, justamente el lunes 10 de noviembre de 4004 a. C.– fue tomada al pie de la letra hasta bien entrado el siglo XVIII.
Para desgracia de Ussher y del teólogo inglés John Lightfood (que en 1658 corrigió al irlandés diciendo que la fecha de la creación, en realidad, había sido el 17 de septiembre del año 3928 a. C., a las nueve de la mañana), todo empezó a complicarse cuando los grandes yacimientos de huesos descubiertos a lo largo de siglos en todas partes del globo encontraron por fin una explicación científica. No eran fémures de hombres gigantes (como supuso en 1676 el reverendo inglés Robert Plot) ni de dragones llenos de poderes mágicos y fuerzas medicinales (como sospechaban los antiguos chinos) ni de búfalos extra large (como imaginaron algunas tribus de indios norteamericanos), sino simplemente de reptiles enormes, bautizados dinosaurios –”lagartos terribles”– en 1841 por el antievolucionista Richard Owen, que habían vivido hacía 225 millones de años. La Tierra era muy vieja (algo así como 4500 millones de años, según la estimación actual) y los seres humanos, apenas criaturas efímeras, transitorias.
Se abría una época nueva, que pondría en cuestión el lugar humano en la (verdadera) historia. Pronto algunos importantes cazadores de fósiles (el naturalista francés Buffon –1707-1788–, uno de los primeros en romper con la cronología bíblica del inicio del planeta; Charles Lyell –1797-1875–, padre de la geología moderna, y Georges Cuvier –1769-1832–, férreo defensor de la inmutabilidad de las especies) pasaron a calentar los sillones de las academias científicas y a llenar las hojas de manuales escolares. Pero en cada nueva edición, una figura primordial en esto de desenterrar esqueletos reptilianos quedaba siempre relegada, oculta, borrada, silenciada. Su nombre era Mary Anning (1799-1847). Y ésta es su historia.

Cazadora de fósiles
En el año 1800, un circo ambulante pasó por Lyme Regis, Dorset, la pequeña ciudad costera del sur de Inglaterra que vio nacer, crecer y morir a Mary Anning. Una gran tormenta se levantó de golpe y descargó un rayo sobre la mujer que cargaba en brazos a Anning, entonces de 15 meses, fulminándola de inmediato. La beba, dice la leyenda, salió de la emergencia eléctrica gateando, más vivaz que nunca. Según su familia, desesperadamente pobre –father Richard, carpintero, mother Mary y nueve hermanos de los que sólo sobrevivió el inquieto Joseph–, la niña cambió a partir del “incidente”: parecía más inteligente que lo habitual. Su rareza empezó a asomar a los siete años, cuando solía perderse tardes enteras y volver a casa sucia, con un botín de piedras y huesos que muchas veces la superaban en tamaño.
Cuatro años después, en 1811, cuando su padre murió de tuberculosis, Mary buscó la manera de volver rentable su extraño pasatiempo. Se calzó los pantalones de la casa y con sólo once años se convirtió en una experta negociadora. Se pasaba día y noche con su martillito, su canasta de mimbre y su perro, caminando por playas y acantilados para recoger (y analizar) cuanta piedra brillante y fósil maltrecho encontrase, siempre con la misma idea fija en la cabeza: venderlos al día siguiente al primer turista despistado con el que se cruzara, y así sostener a su familia. Lo que Mary Anning no sabía era que pronto se convertiría en casi la única proveedora de huesos de los museos históricos ingleses y las colecciones privadas de nobles y científicos europeos. Montones de papers y libros científicos pudieron escribirse sin verse obligados a agradecer, o siquiera a aludir, a la original descubridora de semejantes bestias jurásicas, cuya talla alcanzaba envergaduras pesadillescas. La condenaba su condición: era pobre, campesina (hoy la tildarían de white trash) y sobre todo mujer, algo inadmisible en un mundo bañado de testosterona como el científico.
Y aunque Mary Anning creció con un incontenible recelo hacia los aprovechadores que ganaban fama y fortuna a costa suya, eso no impidió que la joven Mozart de la paleontología, a los 12 años, desenterrase el primer fósil completo de un ictiosaurio –un reptil marino parecido a un delfín pero con dientes de tiburón, actualmente en exhibición en el British Museum de Londres–, al que había confundido primero con un cocodrilo grande. Una vez reconstruido y analizado, Mary vendió el fósil por 23 libras a un tal Henry Henley, que lo expuso en el Museo de Historia Natural William Bullock de Piccadilly.
El segundo gran hallazgo lo hizo a los 22: el primer esqueleto completo de un plesiosaurio –ese delfín gordo de cuello muy largo y cabeza de serpiente–, vendido por 200 libras al duque de Buckingham. Y a los 28 vino el tercero: el primer pterodáctilo macronyx –lagarto volador– hallado en Inglaterra.

Sombras de antepasados olvidados
Las noticias sobre fósiles nuevos y sorprendentes no tardaron en llover sobre el Museo Nacional de Historia Natural de París, segundo hogar del por entonces famoso Georges Cuvier. Como era su costumbre, lo primero que hizo el naturalista francés fue dudar de la autenticidad de los especímenes detalladamente dibujados por Anning. Pero la duda no duró mucho y pronto la cazadora de fósiles recibió el tan merecido visto bueno de la comunidad científica.
Le dijeron de todo: “princesa de la paleontología” (Ludwig Deichardt, explorador alemán), “una muy inteligente y graciosa criatura” (George William Leatherstonaugh, geólogo norteamericano). Sin embargo, el título más recordado –el que mejor le queda– es el de “la más grande fosilista que el mundo haya conocido”.
Así fue como a partir de 1838, Mary Anning recibió una pensión anual de la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia y en julio de 1846 pasó a formar parte de la Sociedad Geológica en reconocimiento a los servicios (científicos) prestados a los geólogos del mundo. (La organización no volvería a admitir a otra mujer hasta 1904.) Entonces, la dinámica de la encíclica pueblo chico-infierno grande empezó a ronronear. En Lyme Regis, se rumoreó que Mary Anning –sin marido, sin hijos y sin madre, muerta en 1842– le daba a la botella.
Lamentablemente, el rumor era cierto. Pero en vez de empinar botellas de whisky, vodka, brandy o ron, Mary se rendía a los pies del láudano, único bálsamo para los dolores infligidos por el cáncer de mama que anidaba sin control en su pecho. La lucha, que comenzó un día anónimo, concluyó un día que ahora todos conocemos: el 9 de marzo de 1847. Desde entonces, Mary Anning, con vasta fama y reconocimiento pero muy pocas libras, abandonó el reino de los vivos para descender al mundo fósil. Un lugar prístino y eterno, pero sobre todo muy suyo.

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