Dom 27.06.2004
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ANIVERSARIOS

Gran Chico

Hijo de un historiador y una pianista aficionada, no hay rincón de la cultura brasileña que su talento no haya tocado. Compuso y cantó canciones memorables. Hizo óperas. Escribió novelas notables que fueron best-sellers. Caetano Veloso, que lo toreó en los 60, lo reconoció como “el más elegante, discreto y generoso” de sus colegas. Feliz cumpleaños, Chico Buarque de Holanda.

POR DIEGO FISCHERMAN

“Abuela, me voy a Italia. Cuando vuelva, probablemente ya estés muerta. Pero no te preocupes. Voy a ser cantor de radio. Y si sintonizás la radio del cielo, me vas a escuchar.” La carta de despedida, escrita por Chico Buarque de Holanda a los 8 años, es tal vez la primera muestra de su talento. “Cuando escuché La banda, estaba en Nueva York. Él estudiaba arquitectura. Dibujaba ciudades imaginarias, siempre con una fuente en una plaza. La noticia de que había ganado un festival de canciones me sorprendió. Supe que en ese momento él había dejado de ser mi hijo y yo había a comenzado a ser su padre”, escribió el famoso historiador Sérgio Buarque de Holanda, amigo de Vinicius de Moraes y esposo de la pianista amateur Maria Amélia Cesário Alvim. Cuarto de los siete hijos de la pareja, Francisco –el mismo que con el nombre Chico se convirtió en uno de los más grandes escritores y compositores de canciones de su época– cumplió 60 años el pasado 19 de junio.
A fines de la década de 1960, una serie de malentendidos derivó en un supuesto enfrentamiento con Caetano Veloso, Gilberto Gil y el Tropicalismo. “Claro que en nuestras actitudes había una agresividad necesaria contra el culto unánime a Chico”, cuenta Caetano en Verdade tropical. “Chico fue, en todas las oportunidades, el más elegante, discreto y generoso de todos nuestros colegas. Lo conozco bien y siempre supe eso de él, además de que es un virtuoso de las rimas y los ritmos verbales. Y lo sabía en la misma época en que nuestros proyectos se enfrentaron. La prensa y la opinión pública, en cambio, prefirieron hacer con la disputa una caricatura.” El público, masivo en ambos casos, apoyaba por mitades a Chico o a los tropicalistas. Según Veloso, ellos se oponían a la idea de que Buarque fuera la única encarnación posible de la dialéctica entre tradición y novedad en el campo de la canción brasileña. Por eso la insistencia en ensalzar la figura de Paulinho Da Viola. “La mera valorización que hacíamos de su trabajo era un grito de independencia en relación con el estilo buarqueano.”
La figura de Chico, el mejor heredero de la mejor tradición cultural carioca –de la que su padre era un referente privilegiado–, estaba demasiado presente. En las canciones, por supuesto, pero también en el cine. Y en la Opera do malandro (adaptación a la música popular brasileña de la Opera de tres centavos de Kurt Weill y Bertolt Brecht, y de su antecesora, la Beggar’s Opera de John Gay y Johann Christoph Pepusch). Y en sus novelas: Fazenda modelo (traducida al español por Ediciones de la Flor), Estorbo (traducida por Tusquets), Benjamín y Budapest (que sólo en Brasil vendió 150 mil ejemplares). De este último texto, José Saramago aseguró que “algo nuevo sucedió en Brasil”, y Caetano, su antiguo adversario, lo describió como “un laberinto de espejos que finalmente se resuelve, no en la trama sino en las palabras, como los poemas”. Chico Buarque siempre tuvo claro el lugar de la palabra en una canción; como Paul Simon, Violeta Parra y Bob Dylan, fue uno de los pocos que supo entender la diferencia entre una letra y un poema.
La vieja polémica entre Chico y el Tropicalismo, tal vez actualizada en el hecho de que Caetano mire a Nueva York como lugar de la modernidad y Chico viva la mayor parte del tiempo en París, pone en escena, por otra parte, un hecho excepcional. Que hayan coexistido dos proyectos estéticos con tanta fuerza, tanta calidad poética y poder evolutivo –a los que hay que sumar a Milton Nascimento, que al principio pasó inadvertido tanto para Chico como para Caetano– habla de uno de los momentos más importantes, e irrepetibles, no sólo de la música artística de tradición popular sino del propio Brasil.
La escena fundante tal vez esté en ese compositor de formación precaria, cellista y guitarrista de bares, cuya manera de orquestar fue admirada por Varèse y cuyas piezas para piano fueron tocadas y elogiadas por Arthur Rubinstein: Heitor Villa-Lobos. Autor casi sin continuadores dentro delcampo de la música clásica, Villa-Lobos fue indispensable para los que provenían de tradiciones populares. Y allí –como en muchos guitarristas populares y en su sentido colorístico de la armonía, en Pixinguinha, Cartola o en Noel Rosa– ya aparece uno de los sueños menos cumplidos del progresismo de Occidente. Un sueño plasmado, como nunca, en las letras de Chico Buarque; en esos sambas aparentemente festivos en los que se cuenta un amor trágico o se vilipendia a un dictador; en esas mujeres radiografiadas con precisión y ternura; en la mirada aguda sobre la vida en las ciudades; en la ironía; en el ritmo. Allí, en canciones como Cáliz, Qué será, Cotidiano, Mujeres de Atenas, Aquella mujer o Construcción, y en el hecho de que una scola do samba, en carnaval, le haya dedicado una carroza a un artista con tal grado de sofisticación, puede encontrarse lo que quizá sea un secreto sólo brasileño: una receta en la que, como en la “pipoca moderna”, vanguardia y popularidad son sabores complementarios y no antagónicos.
Alguna vez le preguntaron a Chico si era religioso. “Hay misterios”, dijo. “Pero cuando hablo de misterios, hablo de la vida misma.”

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