Dom 27.06.2004
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PLáSTICA

Pap art

Con casi cien obras, algunas especialmente reconstruidas para la ocasión, el Malba presenta la primera gran retrospectiva de Víctor Grippo, el artista argentino que emprendió la solitaria tarea de reconciliar la ciencia y el arte con la esperanza de recuperar para el futuro algo de lo mejor que el hombre guarda en su pasado: el humanismo.

Por María Gainza
Una mañana de 2000 –año pastiche abismado por profecías de Nostradamus, estéticas que barajaban el amplio espectro desde Metrópolis hasta Blade Runner y hecatombes tecnológicas que por supuesto nunca llegaron, pero que todos creímos posibles– corrió la noticia sobre el “Spud Server”, el primer servidor de Internet que funcionaba con energía extraída de cinco humildes, sucias y agujereadas papas. Resultó ser una broma ingeniosa armada por un grupito de computer geeks ingleses que, luego de admitir su chiste, afirmaron envalentonados que con un par de toneladas más de papas, la idea podría haberse llevado a cabo y que de hecho, su fuente de inspiración había sido la obra de un artista argentino que alguna vez se había paseado por la isla con sus instalaciones. Corría 1995 cuando Víctor Grippo presentó en la Ikon Gallery de Birmingham su –como decirlo– laboratorio artístico, un lugar estepario donde durante años el hombre tiró de las mangas de la ciencia y el arte para que éstas no sólo se estiraran sino que volvieran a tocarse.
En esa oportunidad algunos concejales conservadores británicos calificaron de “basura” al trabajo de Grippo y sugirieron enviar las papas a una organización de caridad. Grippo frunció el entrecejo acostumbrado a que menosprecien su trabajo y quizá esperó revancha: ahora, el Malba presenta la primera gran exposición retrospectiva dedicada al artista –hubo una más acotada en la Fundación San Telmo en 1988–, con unas cien obras (algunas reconstruidas para su exhibición) que van de 1971 a 2001, bajo la curaduría de Marcelo Pacheco, quien, escéptico de los rótulos, define: “Las obras de Víctor Grippo desde 1970 se cruzan con el conceptualismo internacional pero no como variante periférica de un nuevo código definido desde los países centrales sino como una búsqueda local. Dentro de esta sociedad, Grippo insinúa el rescate de la conciencia, la ética, el trabajo y la vida, diseñando un nuevo humanismo, un ethos antimoderno”. El conceptualismo entendido, así, no tanto como un movimiento sino como una forma de pensar el arte.
Como arte, las obras de Grippo son esculturas conceptuales, instalaciones, como ciencia son un laboratorio de investigación. Pero es en la síntesis de ambas donde su trabajo cobra sentido. En la creencia en que las dos esferas –la intuición del arte y el pensamiento analítico de la ciencia— pueden reencontrarse. Una concepción renacentista de la actividad artística un poco en el espíritu de la Escuela de Atenas, la pintura de Rafael donde Aristóteles, Euclides y Miguel Angel comparten el mismo techo. Un pico del Alto Renacimiento en el que en el mismo instante en que los campos del saber fluyen entre sí se ha puesto en marcha su separación. No es casual que Grippo recordara siempre a Leonardo el artista-científico como el disparador de su mundo.
Se ha pretendido con la papa curar el lumbago, la borrachera, la insolación, el dolor de muelas (el truco consiste en meter una papa pelada en el bolsillo del lado de la muela cariada y el dolor cesaría cuando la papa se hubiese descompuesto). Pero la papa energética –como batería de auto– la rescató Grippo cuando en 1970 construyó su Analogía I. Cuarenta papas colocadas en celdas, cada una con un par de electrodos de zinc y cobre que, conectadas entre sí en serie y en paralelo, producían una corriente eléctrica que era verificada por un voltímetro. Grippo no sólo redescubría la energía vegetal sino que planteaba su correlación con el despertar de la conciencia humana. La mente del hombre como una gran papa capaz de encender lamparitas, expandirse, y, al conectarse en red, generar algo que no sabíamos que estaba ahí. Luego las papas seguían su proceso natural, echaban brotes, se pudrían. Y allí entraba en juego la idea de una modernidad con recursos pobres, literalmente atada con alambres.
Lejos de la ciudad, por 1936 y en pleno campo de Junín, nació Víctor Grippo. Quizá fue ese auscultar el campo, para ver donde el pensamiento mágico no se da de bruces sino que se enrosca virósicamente con elcientífico, lo que volvió a Grippo un niño sabio. Aquel mismo que de grande andaría guiado por la certeza de que “no hay que pintar los dos árboles en el paisaje sino lo que hay entre esos dos árboles y que no se ve”. Quizá fueron los juegos en la herrería de su padre donde el niño Grippo vislumbró que un tornillo no es un tornillo, y que en los objetos austeros y parcos con que se trabajan las herraduras, está contenida la historia del hombre.
Porque eso que no vemos y que para Grippo es necesario volver a ver son los objetos cotidianos. Aunque lejos del cinismo de un gesto dadá y un poco más cercano al material como mito de Beuys, el de Grippo es un acto cargado de metafísica: la papa como elemento que se mira y no se ve, un poco como aquellas que pintó Van Gogh (otro que vio antes y más allá que el resto) en su Los comedores de papas y que termina irguiéndose como montículo esencial del pensamiento americano, cargando con la memoria de conquistas y reconquistas, de poblaciones aquí y allá, alimentadas por lo que a veces parece nada más que un montón de tierra apretujada.
“Yo soy un realista, trabajo con elementos ya construidos”, comentaba Grippo apropiándose, como un Caravaggio, de las cosas más pobres y sucias hasta cargarlas de religiosidad. Y después, el interés de Grippo por recuperar el oficio, justamente lo que lo distancia del frío conceptualismo norteamericano y lo que llevó a Pacheco a instalar el término “conceptualismo caliente”. La Mesita de carpintero, la Valijita de albañil, Algunos oficios son el Grippo que creía en el trabajo como un instante chamánico donde suceden “momentos perfectos en los que es imposible definir si el hombre es quien guía la herramienta o ésta la que mueve su mano”. Entonces, Grippo insistía en que no bastaba con enunciar una idea y que: “soy un homo faber, entre comprar un pomo de ocre y fabricármelo, opto por fabricármelo”. Y ahí están, maravillosamente recreadas en el Malba, la austeridad mística del envío a la Bienal de La Habana de 1994: esa habitación en penumbras con lamparitas desnudas colgando como un cielo estrellado sobre pequeñas mesas de madera escritas y La intimidad de la luz en St. Ives, de un lado y del otro: arrinconada hacia la esquina de un cuarto una mesita rústica, sobre ella pedazos de yeso blando y algunas herramientas abandonadas, todo iluminado por una claraboya que deja entrar una luz difusa que vuelve todo fuera de foco. Y en ambas instalaciones un silencio hondo, como el de un monasterio medieval.
Un día, aún adolescente, Grippo le llevó una pintura a su profesor de dibujo y pintura, Juan Comuni. Éste la miró un largo rato, luego clavó sus ojos en su alumno y le dijo: “Buscate uno mejor que yo porque mucho más no te puedo decir”. De esa primera etapa casi no queda nada. Ironías de la vida, su obra siguiente también estaría signada por lo efímero. De Junín a La Plata a estudiar química. Y de la química a la alquimia como quien desanda el camino intentando encontrar el lugar donde se bifurcó. Y de a poco fueron apareciendo sus preocupaciones: en los ‘60, los experimentos con cristales modificados a partir del ruido fueron la primera vez que se vislumbró en Grippo aquella tierra de nadie entre el arte y la ciencia. Luego incorporó máquinas a sus cuadros pero pronto se dio cuenta de que al final siempre le interesaba menos el mecanismo que la energía generada por él.
Lo orgánico había estado lejos en la agenda de vanguardias que construían visiones de una sociedad donde la naturaleza se había vuelto irrelevante. La hubris humana llegaba a su cima. Pero hacia 1968, ahí estaban: las protestas antibélicas, las revueltas de estudiantes y la idea de progreso que implotaba. El futuro ya había llegado y no era lo esperado. Como una nostalgia por el pasado, los modelos orgánicos fueron introducidos en el discurso: lo orgánico como crítica, como modelo social, como una recuperación de la inocencia perdida. Pero la mirada de Grippo nunca fueparcial. Lo orgánico para él no aparecía como una fuerza suave y benigna sino como un elemento acechado por lo que yace debajo (la potencia de aquella papa que después de todo crece bajo tierra, tal así que los europeos contaban entre sus ventajas el hecho de que un ejército completo podía acampar sobre un sembradío del tubérculo, para luego renovar su marcha, sin haberlo dañado). “Mucho tiempo después me di cuenta de que lo que me interesaba eran las transformaciones”, diría Grippo delineando su mundo en el interés por lo inestable, por las mutaciones ominosas, por las irregularidades. En 1980 Vida-Muerte-Resurrección era una síntesis de sus trabajos anteriores. Cuerpos geométricos de plomo y porotos que germinaban en su interior: se hinchaban, destrozaban tentaculares los contenedores, se pudrían. Josefina Robirosa dice haber estado visitando una muestra de Grippo cuando escuchó “Pluc”: era uno de los cuerpos estallando. Porque así era la potencia de una germinación, como una represa que se quiebra por la fuerza del agua. En esa misma muestra Grippo mostró un violín lleno de maíz con su tapa levantada (método que usan los luthiers porque permite desarmar el instrumento sin romperlo ya que la fuerza de la germinación es pareja) y un pedazo de viga carcomida por comejenes que había quedado livianita como una esponja. Más tarde, en los ‘80, Grippo encerró en sus cajas una rosa de plomo, como la posibilidad de atrapar lo pesado y lo frágil en un mismo instante para producir el conocimiento como efecto, como el chispazo de dos espadas diría Nietzsche, como un enfrentamiento de opuestos. El conocimiento, en definitiva, como el resultado de una batalla entre realidades de naturaleza distinta.
En Bolivia un científico sugirió alguna vez lanzar papas deshidratadas al espacio para que éstas giraran en órbita hasta que el hombre, abandonado en una Tierra devastada, las pudiera bajar nuevamente. Gira gira la papa astronauta como primer y último vestigio de vida sobre este mundo. El mundo de Grippo podría ser ése, el de fronteras abiertas al espacio más que de comunidades cerradas. Y fue en su atreverse a poner en juego la duda radical donde Grippo, más que nunca, hincó el diente sobre una ruptura epistemológica, logrando ajustar el pensamiento hasta salirse de lo preconstruido, de la idea de papa como último orejón del tarro. Para recrear así, la papa cósmica, la súper papa, el elemento capaz de despertar nuestras conciencias con la fuerza de un piano que cae desde un balcón sobre nuestras cabezas.


Víctor Grippo
Del 25 de junio al 6 de septiembre
Malba
Av. Figueroa Alcorta 3415

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