POLéMICAS
Perdidos en el espacio
En 1996, el escritor norteamericano Jonathan Franzen publicó en la revista Harper’s un artículo sobre el lugar de la novela en la sociedad que sacudió el avispero cultural de su país como no lo hacía nadie desde Tom Wolfe. En 2002, cuando Estados Unidos entraba en guerra y su propia novela Las correcciones lo había convertido en un éxito colosal de ventas a la vez que materia de debate entre defensores y detractores, Franzen volvió a publicar el ensayo en una versión revisada y actualizada. Recién publicado en la Argentina (Cómo estar solo, Seix Barral), la polémica que arrastra sólo parece haberse recalentado: qué pueden hacer los libros atrapados entre el estruendo de las bombas y el frío hipnótico de las pantallas.
› Por Claudio Zeiger
En 1996 Jonathan Franzen publicó “Tal vez soñar” (más conocido como “el artículo de Harper’s”), una queja-manifiesto que causó una atendible conmoción cultural en Estados Unidos al replantear una clásica obsesión intelectual: el futuro de la novela. Ya había sucedido en 1989 con Tom Wolfe y su manifiesto en pos de una “nueva novela social”. Las posiciones enfrentadas suelen ser siempre más o menos las mismas. De un lado los patricios y del otro los plebeyos. Wolfe deploraba los juegos formales de los nuevos autores de los ‘80 y llamaba a retomar el sendero de los Grandes Relatos totalizadores de lo social, sin advertir, como lúcidamente se lo señala Franzen en 1996, que esos caminos conducen más hacia Hollywood que a una resistencia contra la cultura de masas (“Lo más sorprendente del manifiesto de Wolfe”, escribió Franzen, “aun más que su asombrosa ignorancia acerca de las muchas y excelentes novelas socialmente comprometidas publicadas entre 1960 y 1989, fue su incapacidad de explicar por qué su novelista ideal de la nueva novela social no debería estar escribiendo guiones para Hollywood”). Pero, aunque varíen las respuestas, las preocupaciones tienen raíces similares.
Franzen versión 2002 lee a Franzen versión 1996 y se reconoce (un tanto sorprendido) como un patricio preocupado por la educación de los plebeyos. Alguien “que consideraba apocalípticamente inquietante que los norteamericanos viesen cantidad de televisión y no leyeran mucho a Henry James. La clase de fanático religioso que se convence a sí mismo de que como el mundo no comparte su fe, en mi caso la fe en la literatura, debe de estar viviendo el fin de los tiempos”.
En 2002, con la publicación de Cómo estar solo (ejerciendo su derecho de autor, Franzen confiesa haber suprimido la cuarta parte del artículo de Harper’s y haberlo revisado a conciencia), focaliza en un objetivo más personal, si cabe: “el problema de preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae; la cuestión de estar solo”. Vuelta de tuerca intimista que no esconde que estamos todavía caminando sobre el mismo suelo del patricio preocupado por sí mismo y democráticamente preocupado por la cultura de los otros: ¿qué rol cumple la novela social en una cultura signada por la televisión y la informática? En definitiva, se plantea el rol social del escritor, algo que en la literatura norteamericana sólo se plantearon y se siguen planteando los escritores serios (a veces demasiado serios como Don DeLillo). Es evidente que Jonathan Franzen se ve a sí mismo como un escritor serio y esta percepción es correcta. Lo que más puede llamarnos la atención como integrantes de otra cultura literaria es no tanto la bienvenida seriedad de Franzen sino que entienda por novela social la necesidad de captar el Centro, la corriente principal del mundo contemporáneo, el corazón sensible del sistema.
(Breve desvío: en rasgos generales, si a cualquier escritor argentino se le pidiera que definiera a bocajarro lo que considera una “novela social”, casi seguro iría por otro lado que el de Franzen o Wolfe: algo relacionado a lo que está al margen, en los laterales, en algún flanco o costado del centro, del Eje. Una novela social sería aquella que buscara poner el foco en lo que no es aparente o está por detrás de la corriente principal del mundo contemporáneo. Un buen ejemplo sería –desde su elocuente título– Vivir afuera de Fogwill. Una novela, para decirlo en términos de nuestra más candente realidad, que sobre el escenario de la inclusión, busca indagar sobre la exclusión.)
El diagnóstico de Franzen, novelista en cierta forma perseguido por la realidad (su tercera y celebrada novela Las correcciones, postergada durante diez años, apareció una semana antes del atentado a las Torres Gemelas), seguía siendo más bien sombrío en 2002: “Nuestra sed nacional de petróleo, que ya ha producido dos presidencias Bush y una fea Guerra del Golfo, ahora amenaza con llevarnos a un conflicto de duración indefinida en Asia Central. Aunque nadie lo hubiera creído posible, parece que los norteamericanos hacen hoy incluso menos preguntas sobre su gobierno quelas que hacían en 1991, y los principales medios de comunicación son incluso más monolíticamente patrioteros”. Este análisis le da el contexto socio-político a este libro que recoge preocupaciones personales y sociales tan norteamericanas como el mal de Alzheimer (si bien es la enfermedad que afectó al padre del escritor y a quien dedica un texto bastante escalofriante acerca de la autopsia de su cerebro, nadie puede dejar de pensar en el largo Alzheimer de Ronald Reagan), la presentadora televisiva Oprah Winfrey, las cárceles de alta seguridad, el tabaquismo y las familias disfuncionales. Estamos en plena cultura americana. Y en plena resistencia. No por nada el libro termina con un conmovedor artículo de enero de 2001, “Toma de posesión del presidente”, tan elegíaco como profético de la soledad en la que vivirían los opositores a Bush al menos hasta muy avanzado el proceso de podredumbre americana.
Pero el artículo de Harper’s (1996/2002) y uno apenas anterior, “El lector exiliado” (1995), concentran nuestra atención. En ellos se juega el nudo de las preocupaciones de Franzen, su posición en el mundo. Quizás, a la luz de la lectura, Cómo estar solo es tanto una aspiración como un título excesivos. Cómicamente refiere que para volver a los libros debió deshacerse de su viejo televisor Sony Trinitron (mamotreto con un barnizado imitación madera para crear la ilusión de que es un mueble y no un frío artefacto). Todo termina sombríamente bien (hay que puntualizar que Franzen se pasó los ‘90 deprimido, separándose de su mujer y trabado con su tercera novela), afirmando: “Supongo que no muchas otras personas se desprenderán de su televisor. No estoy muy seguro de que yo aguante sin comprarme uno nuevo. Pero la primera lección que enseña la lectura es a estar solo”.
En el fondo, ni la televisión ni la soledad son las auténticas obsesiones de Franzen, sólo las puntas del iceberg de su obsesión. A Franzen, más que la tele le preocupan la computadora y el mundo digital. Ahí es donde en cierta forma el escritor serio se queda como congelado, se lo nota leve pero auténticamente aterrado de cara al futuro. Su reflejo automático de novelista social duda. Por primera vez el futuro se vuelve tan incierto y vertiginoso que la novela poco y nada puede hacer. Queda en entredicho algo que, por más deprimido que esté el individuo, también es un clásico tópico norteamericano: el optimismo. Y si decide “abrirse”, abandonar definitivamente el compromiso social y la necesidad de educar a las masas a través de un producto de calidad (información encerrada en una buena historia), le preocupa la acusación que se le pueda venir encima desde la cultura internética, la palabrita horrible en boca de los “cibervisionarios”: ¡elitismo! Los cibervisionarios creen que la democracia circula por la red y los libros son cosa de blancos ricos (tanto le preocupa a Franzen que recopila varios contraargumentos). Le preocupa que lo acusen de elitista y tampoco se resigna a que la cultura audiovisual procesa mejor y más rápido la información, función didáctica que el escritor social no resignará así nomás.
El escritor serio hace una lectura desopilante y profunda de El mundo digital de Nicholas Negroponte, el gurú del cibermundo, y si bien desarma el absurdo de un futuro de cd roms comestibles imaginados por un loco que comienza confesando que no le gusta leer porque es disléxico, no es tan fácil sacarse de encima el verdadero dilema de renunciar, quedarse encerrado en un mundo cultural de circuito cerrado. Escribe Franzen: “El elitismo es el talón de Aquiles de toda defensa seria del arte, una invitación para las flechas envenenadas de la retórica populista. El elitismo de la literatura moderna es, sin dudas, singular: una aristocracia de la alienación, una fraternidad de gente dubitativa e interrogante”.
Tan cerca de la aristocracia del espíritu, Franzen (¡novelista social!) no parece tener mucho más para ofrecer que una comunidad de lectores y escritores como miembros de una nueva familia divertidamente disfuncional: ratitas de biblioteca, nerds humanistas, viejos sesentistas y chicossolitarios. Ahí parece haber tocado el límite entre la resistencia y la resignación. Quizás más adelante tenga algo más que agregar. Pero no es poco lo que este escritor preocupado y aun un poco deprimido por Bush y la cultura americana pone sobre la mesa. La seriedad lo lleva a plantearse problemas que frívolamente podrían patearse de la mesa al grito de “¡No te enrollés con que la literatura tiene que servir para algo!”. Es bastante valiente (tan valiente como deprimirse) plantearse una vez más si la literatura tiene que servir para algo, aunque íntimamente se presienta que no sirve para nada.