HOMENAJES
El gato: Amo y señor
En el cine, en la literatura, en la pintura, en la mitología, en la televisión, a lo largo de siglos, religiones y civilizaciones, el ser humano ha reverenciado a los gatos. ¿Por qué?
› Por Moira Soto
Acaso el siamés loco del cuento “El idioma de los gatos”, de Spencer Holst, no faltaba a la verdad cuando le decía al caballero científico que miles de años atrás los gatos tenían una gran civilización mundial, con naves espaciales, comunicación telepática y otras maravillas. Todo tan complejo que un día, para disfrutar de la vida, decidieron que era mejor simplificar las cosas y así fue que inventaron una raza de robots para que se hiciera cargo del cuidado de los gatos. Naturalmente, dichos robots somos nosotros.
En ese momento, el caballero que llevaba un tiempo estudiando los maullidos de mil gatos e incluso había aprendido a ronronear, entendió perfectamente por qué estos felinos solían ser tan desdeñosos con los que se creían sus amos. El siamés, hay que reconocerlo, estaba un poquito mambeado cuando le entregó al científico una lista de deberes entre los cuales figuraba el de dar muerte a los perros... Sin embargo, su fantástica historia vale para entender que, la humanidad, en vez de estar dividida entre gatófilos y perrófilos –como habitualmente se suele afirmar–, lo está entre las personas que los gatos aceptan y las que son rechazadas por ellos sin motivo aparente.
Porque estas bellas y cimbreantes bestias cuyo esqueleto de doscientos y pico de huesos es sostenido por más de quinientos músculos, se toman la libertad de elegir incluso a quienes merecen hacerles una caricia al pasar. Afortunadamente para los/as humanos/as que se sienten irresistiblemente atraídos/as por los gatos, suele haber coincidencia, amores correspondidos. Sobre todo, si los/as amantes de estos felinos tienen algo que ver con las artes, en particular con la literatura: a los gatos les encantan los libros, los papeles escritos o en blanco –quizás porque les traen halagüeñas remembranzas de cuando eran idolatrados en el Antiguo Egipto–, el rasguido de la lapicera y hasta se bancan con elegancia la pantalla encendida y el sonido de las teclas de la computadora.
Aunque nada les gusta más a algunos mininos –aparte de las aceitunas, la valeriana y el caviar– que acomodarse sobre la mesa en que están esparcidas las hojas y apoyar una patita o parte del cuerpo sobre la que ya tiene algo escrito. En cuyo caso –cualquier cosa antes que contradecir a un gatito tan compañero– lo mejor será proceder como Céline con Bébert: seguir escribiendo en el espacio que nuestro animal favorito de todos los tiempos deja libre... En el siglo anterior al de Céline, Dickens le daba el gusto a su gata Williemina, que lo escoltaba de noche mientras trabajaba: cuando ella apagaba la vela con su pata porque seguramente percibía la fatiga del escritor, él acataba. Gatófila absoluta, Colette reverenciaba el silencio, la fidelidad de esa “sombra de una sombra azulada sobre el papel azul...”. Más cerca en el tiempo, Patricia Highsmith, otra que se identificaba con los gatos, le dedicó una novela a su “querido Spider... que me acompañó a lo largo de la mayoría de estas páginas”.
En esto de evitar importunar a los gatos hay que anotar al mismísimo Mahoma, quien se rindió ante el sueño de su adorado gato Muezza, que se había quedado dormido en un diván, sobre la amplia manga de la túnica de su (presunto) dueño. Mahoma, en un gran gesto que lo honra, prefirió cortar la prenda y posteriormente le concedió al animal la gracia de caer siempre parado, y un buen lugar en el Paraíso.
La invención de lo gatuno
Esas son, entonces, algunas de las cosas que hacen las personas, así sean profetas, por los gatos, esos descendientes del Miacis, animalejo aparecido hace unos 40 millones de años, que se desdobló en cuarenta variedades un millón de años atrás, entre las cuales el Felis Libica y el Felis Silvestris habrían dado origen a nuestros venerados gatos domésticos. A los que también se les pueden disculpar conindulgencia las cortinas desgarradas y la tapicería en hilachas, desde luego menos importantes que sus uñas afiladas.
Pero si prefieren la leyenda, siempre más divertida, tienen que saber que el gato, según la mitología griega –de la que se apropiaron los romanos cambiando nombres–, fue una creación de Artemisa. La diosa, vengativa como toda esta gente del Olimpo, quería poner en ridículo al león que había inventado su hermanito Apolo. Según una fábula de origen musulmán divulgada en Francia, el gato nació de los amores heterogéneos entre un mono galante y una receptiva leona. En cambio, en otra narración, en este caso de corte bíblico, el gato fue estornudado por el león cuando Noé, angustiado porque una pareja de ratones, además de reproducirse a toda máquina, se comía las provisiones del Arca, rogó al Señor un remedio urgente. Et voilà, obtuvo un lindo, ágil y hambriento gatito, que además de cazar ratones tenía unos ojazos que podían funcionar como un reloj: al ponerse el sol, sus pupilas se dilataban para aprovechar al máximo la luz decreciente (es por eso que estos felinos distinguen las formas en penumbras), al amanecer se estrechaban y al mediodía se convertían en una raya. Esos ojos, mezcla de metal y de ágata, en los que Baudelaire, herido de amor, pedía permiso para sumergirse... Ojos que iluminan la Constelación del Gato, descubierta por Joseph Jerome de Lalande en una noche de primavera, hacia fines del siglo XVIII, desde el Observatorio de París. Borges, dos siglos después, en Buenos Aires, en la calle Maipú, entrevió a un gato y le escribió de esta guisa: “Más remoto que el Ganges y el poniente,/ tuya es la soledad, tuyo el secreto/ (...)/ En otro tiempo estás. Eres el dueño/ de un ámbito cerrado como un sueño”.
Con ánimo de amar, porfiar, jugar
Además de inspirar a numerosos pintores, de Watteau a Picasso, de Rembrandt a Foujita, de ser explotados por la publicidad y reproducidos infinitamente en objetos de adorno o de uso práctico, los gatos son personajes esenciales, irreemplazables de la historieta y el dibujo animado. Seguro que hasta muchos de los que padecen de alurofobia –horrible palabra para designar a los que detestan a los gatos– alguna vez disfrutaron con Félix, se compadecieron de Tom o Silvestre –respectivamente martirizados por Jerry y Piolín (Tweety en el original)–, sonrieron con Garfield, espiaron al lascivo Fritz o se quedaron pensando en alguna enigmática frase de Fellini, el gato del argentino Liniers.
En el cine de los años ‘10 del siglo pasado hubo pioneros del dibujo animado que se anticiparon a Disney y a su straight Ratón Mickey con felinos trotamundos como el de Las aventuras del gato negro, de John B. Gray o el Krazy Kat, de Harrison y Gould, a los que siguió unos años después, en los ‘20, el morrongo de la serie Alice, de Disney, con alguna semejanza al Félix de Pat Sullivan, surgido en 1917 con éxito progresivo. Tanto que, además de seguir haciendo líos en la pantalla, en 1923 pasó a la historieta, donde permaneció diez años en periódicos de gran circulación. Felizmente, más gatos que perros dibujados habitaron los cuadritos de los comics, las pantallas de cine y luego de la TV a lo largo del siglo XX. Entre otros, la chispeante Princesa Gatito (The Pussycat Princess), cuento de hadas gatuno ideado en 1935 por Grace D. Drayton para el American Journal (luego continuado por Ruth Carroll), los citados Tom de Hanna y Barbera, Silvestre, Los aristogatos de Disney, el Garfield de Jim Davis, exitosa historieta recientemente convertida en tediosa película (los dibujos de Tom, Silvestre y Garfield se pueden ver actualmente por Cartoon Network, en tanto que el lunático Gato Félix vagabundea por Boomerang, de lunes a viernes a las 13). A su vez, The Cat in the Hat, ambiguo icono norteamericano con cierta impronta onírica de relatos en versos firmados rimados por Dr. Seuss, lo mismo que las ilustraciones,pasó al cine el año pasado, protagonizado por Mike Myers, en una producción exenta de moralina y adecuadamente caótica.
Probablemente, varios de estos felinos le deben algunos rasgos al legendario Micifuz, el Gato con Botas inventado por Charles Perrault en 1697 (luego magníficamente ilustrado por Gustavo Doré), audaz e imaginativo, capaz de crear toda una puesta en escena verbal para lograr que su dueño, hijo de un modesto molinero, se case con la hija del rey y resulta de este modo todo un ceniciento. Por supuesto, para esas fechas Lope de Vega ya había escrito La gatomaquia y Francisco de Quevedo su Cabildo de los gatos. Pero faltaba, entre otros felinos literarios, el extraño gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carroll (publicado en 1865), que desaparece dejando su sonrisa suspendida en el aire.
Pero si lo que quieren es a un hijo contracultural de los ‘60, no pueden soslayar a Fritz, el escandaloso, anarco, sexualmente liberadísimo (hasta el incesto), fumador de lo que venga. Fue engendrado en la historieta por Robert Crumb, quien, en un rapto alucinado, vendió los derechos al productor Steve Krantz y nunca perdonó la película que realizó Ralph Bakshi –que no estaba nada mal, por otra parte– basadas en su Fritz. Nombre que llevaba el gatito de verdad de Abby, la acomplejada veterinaria de La verdad sobre perros y gatos (1996, de Michael Lehmann). Aunque el mejor gato de carne, hueso y pelo anaranjado que haya habido jamás en el cine fue el entrañable minino de Harry y Tonto (1974), uno de los mejores y menos pretenciosos films de Paul Mazursky con el gran Art Carney, quien se ganó un Oscar que compartió con su canchero coprotagonista. Por supuesto, ningún/a gatófilo/a de ley soporta sin condolerse la visión del semidocumental japonés Chatrán (1987) en cuyo rodaje fueron maltratados alrededor de 35 morrongos.
Cat People
Krazy Cat, sin ser transexual, era gato o gata según la ocasión; La gata sobre el tejado de cinc caliente (1958), sobre Tennessee Williams, era toda una mujer: Liz Taylor, ciertamente en celo (emulada pero no igualada por Jessica Lange en la versión de 1985). En cambio, la que siempre tuvo doble personalidad fue Selina Kyle, alias Catwoman o Gatúbela según la latitud, creada por Bob Kane en 1940, junto con Batman, aunque no de su costilla. Justo dos años antes de que la inquietante mujer pantera de Simone Simon, sugerentemente dirigida por Jacques Tourneur, emergiera en ese film negro de terror implícito llamado Cat People (en video, La marca de la pantera). Título éste que quería usar a toda costa el productor Val Lewton, por lo que incitó a De Witt Bodeen a que escribiese una historia sobre felinos. Así surgió la diseñadora de modas perseguida por la obsesión de haber sido, de ser una pantera, en una soñada conjunción de feminidad y felinidad.
Estas chicas desdobladas en fieras salvajes y voluptuosas acaso guardan en algún estante del inconsciente reflejos de los esplendores del Antiguo Egipto, un par de milenios a.C., cuando reinaba la diosa Bast –Bastet–, con cabeza de gata –tirando a siamesa– y esbelto cuerpo de mujer. Tanto apreciaban a los gatos los egipcios que cuando uno de estos animales moría, además de embalsamarlo, guardaban duelo pelándose las cejas. Conocida es la anécdota de Cambises, rey de Persia, que para vencer fácilmente a los egipcios en el puerto de Pelusio, puso una primera fila de guerreros con gatos en sus brazos. Los lugareños se rindieron con tal de no dañar a los mininos, que siglos después serían objeto, durante la Edad Media, de la furia clerical que los emparentó con el Diablo.
Gatúbela –homenajeada con mucha simpatía en la historieta Caty, de origen misterioso, editada en España en los ‘70– siempre fue una hembra sexy, con su maillot adherente como el de la Musidora en Les Vampires de Feuillade, guantes con uñas incorporadas y botas, la máscara con orejitaspuntudas. En la serie de TV, encabezada por Adam West, Gatúbela fue interpretada con méritos propios por Julie Newmar, Eartha Kitt y Lee Ann Meriwether, quien también estuvo en el largo de 1966.
En el ‘92 llegó Tim Burton con la memorable Batman vuelve y puso de manifiesto toda la morbidez de ese personaje que ambicionaban varias estrellas y que por suerte –vistos los resultados– quedó en garras de Michelle Pfeiffer, en celo permanente con su body negro lustroso tachonado de costurones, tacos aguja y poderoso látigo. Equipo ideal de bondage que la discreta secretaria salvada por una pandilla de gatos se confecciona para volverse una ondulante, fatal villana, atraída y repugnada por ese ratón con alas (o capa) que viene a ser el Hombre Murciélago...
En estos días retorna Gatúbela como protagonista absoluta, en la piel de la morena Halle Berry provista de un traje desgarrado de tosco diseño. Ahora la llaman Patiente Phillips, es diseñadora gráfica y –entre un ciclón de efectos especiales– descubre el secreto de un perverso producto antienvejecimiento que fabrica la imponente empresaria Sharon Stone, cuyo marido y cómplice es el guapísimo francés Lambert Wilson.
Criaturas salvajes
Altivo, garboso y limpísimo, aunque se trate de un ejemplar muy mezclado, gran acompañador de los enfermos, contemplativo o en plena acción movido a veces por el misterioso llamado de la selva, el gato no es especialmente querido por los ricachones ni los poderosos que, en su mayoría, prefieren a los sumisos y un poco obsecuentes perros para así verificar su poder. Pero hay alguna excepción digna de mención: Socks, el gato blanquinegro de Clinton, que contestaba la correspondencia que recibía en la Casa Blanca enviando una tarjeta con su efigie, una frase de agradecimiento por ser considerado el Primer Gato, firmada con la huella de su patita.
A los gatos les gusta la gente creativa, no obstinada en relaciones de fuerza, de posesión y que entonces puede aceptar sin sentirse frustrada que un gato les imponga su forma de vivir. No hace falta que esta gente sea gato en el horóscopo chino para estos felinos la adopten. Además de Borges, entre los escritores locales amantes de los gatos, imposible no mencionar a Olga Orozco y a Osvaldo Soriano, quienes, cómo no, escribieron sobre los que admitieron de buen grado convivir con ellos. Raymond Chandler sostenía, al igual que la pintora Leonor Fini, que nunca le había gustado nadie que no gustara de los gatos.
“Con el perro se busca fidelidad y un trato de respuesta inmediata”, dice el doctor Iael Rudman, veterinario. “En el gato, lo que la gente admira es su independencia, se entabla una relación más de igual a igual, más democrática. No es que el gato sea menos fiel, pero da una compañía con carácter, con decisiones propias.” En otras palabras, como escribió Chandler, “un gato no actúa nunca como si en un mundo muy nublado, uno fuera el único rincón con sol. Ésta es sólo una manera de decir que el gato no es un sentimental, lo que no significa que no sienta afecto”.
Según la experiencia de Eial Rudman, hay gatos que efectivamente se resisten a ciertas personas y pueden crear un problema, ponerse muy agresivos: “Es que son un pedacito de naturaleza que uno está metiendo en la casa, con su parte salvaje. Como un tigre o un león pequeño, que puede ser muy sociable o una verdadera fiera. Pero, casi siempre, los que aman los gatos reciben reciprocidad, y seguro que son más apasionados que los que prefieren los perros. Pueden hacer un verdadero culto, cuentan con más mitología... No es verdad que los gatos detesten a los más chicos: hay más casos de niños lastimados por perros, que al ser más dependientes son mucho más celosos. Es que el gato considera que tiene su lugar asegurado, y su autoestima es muy alta”.
Fuera de los gatos de raza incierta, entre los que se impone el europeo, atigrado o no, los gatófilos locales prefieren a los siameses “aunqueahora se están difundiendo bastante los persas y otros exóticos, de pelo largo y cara chata”, refiere Rudman. Y añade que el gato es un paciente difícil, que no deja maniobrar ni ver signos de su afección: “No demuestran el dolor como lo hace el perro, son reservados a este respecto. Probablemente por tener menos domesticado el instinto salvaje, busca esconderse cuando se siente mal. Su instinto le dice que es una forma de no exponerse a posibles predadores”.
En opinión del especialista consultado, además de un ambiente confortable y correcta alimentación, para estar felices los gatos necesitan auténtica comprensión, que las personas que los quieren sepan ponerse en su lugar. En vez de manuales sobre gatos, aunque alguno sobre comportamientos felinos puede venir bien, Iael Rudman recomienda los poemas de T. S. Eliot que dieron origen a la exitosa comedia musical Cats de Andrew Lloyd Weber, y que figuran en el Old Possum’s Book of Practical Cats. Por ejemplo: “Lo que hay que saber de memoria es/ que un perro no es un gato”, puesto que “un perro, resumiendo, es un alma simple”. Eliot no está de acuerdo con los que dicen que no hay que hablarle a un gato hasta que te hable: hay que hacerlo “pero siempre teniendo en cuenta/ Que él desconfía de la familiaridad./ Yo hago una reverencia/ Y saco el sombrero/ Y me dirijo de esta forma: OH, GATO”. Antes de que el gato condescienda a hacerse amigo, “será necesario hacerle unos cariños/ Que, por ejemplo, pueden ser un plato de crema,/ También, de vez en cuando, es bueno regalarles un poco de caviar...”. Respecto de la cuestión de “ponerle nombre a un gato es un asunto difícil,/ No es sólo un juego de verano/ Ustedes pensarán que estoy loco como el sombrerero/ Cuando le diga: un gato debe tener tres nombres distintos./ Primero está el nombre que la familia usa a diario/ como Peter, Augustus, Alonzo o James/(...)/ Pero les digo, un gato necesita un nombre que es particular/ Un nombre que sea peculiar y más digno de él,/ ¿De qué otra manera podría mantener su cola perpendicular,/ O estirar sus bigotes, o
alimentar su orgullo?/ Nombres de este tipo puedo darles un grupo/ como Munkustrap, Quaxo o Coripat / (...)/ Nombres que sólo pertenecen a un gato./ Pero por sobre todos estos todavía queda un nombre/ (...)/ Un nombre que ninguna investigación humana podrá descubrir,/ Pero que el gato mismo sabe, y nunca confesará...”