Discos: Tres joyas escondidas en las bateas
› Por Diego Fischerman
Piazzolla en tres tiempos
Todo disco de Piazzolla está llamado a pasar
casi desapercibido, en tanto las tapas nunca
informan de qué se trata realmente. En suite no lo merece. Son tres grabaciones, dos de ellas en vivo, de distintas épocas. La joya: el único
registro existente del arreglo de las 4 estaciones porteñas para el fantástico noneto de 1972.
La historia unifica. Borra las aristas, las pequeñas irregularidades, las diferencias. Se habla de Piazzolla. Es más, se habla del quinteto. Y lo que no suele tenerse en cuenta es que Astor Piazzolla cambió varias veces de estilo y que sus quintetos estuvieron lejos de sonar iguales entre sí. Estas tres suites editadas por Trova con el nombre de En suite recuperan obras compuestas y también grabadas en distintas épocas. Si todo disco del bandoneonista corre el riesgo de pasar desapercibido, en tanto las tapas y folletos incluidos casi nunca anuncian lo que verdaderamente puede encontrarse allí, en este caso ése sería un destino francamente inmerecido. Porque es formidable la grabación, realizada en vivo en 1984, en Milán, de los cuatro temas de la serie de “el ángel” –”Introducción”, “Milonga”, “La muerte” y “Resurrección”– por la última encarnación del quinteto (con Pablo Ziegler, Fernando Suárez Paz, Oscar López Ruiz y Héctor Console). Porque los cuatro movimientos extraídos de la música escrita para la película Enrico IV, de Marco Bellocchio, no aparecen en ningún otro disco conseguible en Buenos Aires. Pero, sobre todo, porque aparecen juntas las famosas 4 estaciones porteñas, que Piazzolla no concibió inicialmente como ciclo, igual que en el disco grabado en vivo en el Regina (y editado por RCA), pero en un arreglo distinto y del que no existe otro registro: con el fantástico noneto de 1972. Agri y Baralis en violines, Panik en viola, Bragato en cello, el notable Osvaldo Tarantino en piano, López Ruiz en guitarra, Kicho Díaz en contrabajo, José Correale en percusión y Piazzolla en bandoneón suenan, en esas piezas en las que se mezcla el culto al contrapunto barroco con una inspiración melódica única, como un único cuerpo poderoso y flexible. La grabación, realizada en vivo en Italia, en 1972, recoge esa excitación y ese lirismo.
México sin camellos
Antes fue Cuba y ahora son tres compositores mexicanos: José
Sabre Marroquín, Armando Manzanero y Agustín Lara. Charlie Haden, de nuevo junto al pianista Gonzalo Rubalcaba y el saxofonista Joe Lovano, visita el lado hispano de América. Su sonido, su manera de frasear y la calidad de los arreglos confieren dignidad y alejan
cualquier fantasma de pintoresquismo.
El Caribe por un lado y México por el otro siempre ejercieron cierta atracción sobre Estados Unidos y, en particular, en el jazz. Por algún motivo predominaron, en el llamado jazz latino, los estilos más superficiales y caricaturescos. Sobre todo en el caso de los cubanos, el tono dominante fue casi siempre el de la postal sobreactuada e, involuntariamente, el de la autoparodia. De los cubanos famosos en el jazz –Paquito D’Rivera, Arturo Sandoval, Chucho Valdez y Gonzalo Rubalcaba– sólo uno, el último, fue capaz de vencer la atracción hacia el virtuosismo de feria, y de ir evolucionando y cambiando de estilo.
Sus colaboraciones con el contrabajista Charlie Haden fueron siempre interesantes, y en el disco Nocturna, mayoritariamente dedicado al repertorio cubano –aunque el tema que le daba título era del mexicano José Sabre Marroquín–, lograba una síntesis sumamente atractiva. Ahora, a partir del contacto de Haden con el nieto del autor de aquel tema, aparece un nuevo disco en que la referencia es, por entero, al bolero de México. El álbum, publicado en la Argentina por Verve, se llama Land of the Sun e incluye siete temas de Marroquín, uno de Armando Manzanero (“Esta tarde vi llover”) y uno de Agustín Lara (“Solamente una vez”).
La prueba de autenticidad del Corán, según Borges, es la ausencia de camellos: Mahoma no debía convencer a nadie del hecho de que era árabe y, por lo tanto, podía prescindir de nombrar los camellos que, en cambio, hubieran poblado el relato de un extranjero. Y la prueba de autenticidad o, por lo menos, de interés musical de este disco es que escapa a la obviedad. En este jazz latino sin camellos, el sonido carnal, homogéneo,la expresividad y profundidad del fraseo del contrabajista, confieren una dignidad incompatible con cualquier mexicanismo de agencia de turismo. Rubalcaba exacto y medido, Haden cada vez más parecido a un dios capaz de escucharlo todo y de saber siempre, con exactitud, cuál es el único sonido faltante que podría agregar significado a lo que ya está; Lovano preciso y punzante, el saxo alto de Miguel Zenón, la trompeta de Michael Rodríguez, el excelente Oriente López en flauta, Larry Koonse y Lionel Loneke en guitarras, Ignacio Berroa en batería y percusión, y Juan de la Cruz “Chocolate” en bongó, entregan un disco que rinde honor a la mejor tradición camarística del jazz. Y, sobre todo, un disco bello.
El sonido y las formas
Acaba de editarse en Francia, y se distribuirá en estos días en Buenos Aires, un CD con obras del argentino Martín Matalón. Sutileza, infinidad de niveles posibles de escucha, sensibilidad tímbrica y fuerza rítmica. O la continuación del rock progresivo por otros medios.
La revolución rítmica de Igor Stravinsky tuvo un efecto paradójico. La demostración, por la vía del salvajismo, de que cualquier ritmo era posible tuvo la consecuencia, en la música de tradición occidental y escrita, de una virtual cancelación del ritmo. Durante años, la línea hegemónica de la autoproclamada música contemporánea se dedicó a evitar cualquier relación entre sonidos que los oyentes pudieran identificar como una pulsación mínimamente regular. Y la continuación de la más indiscutida de las rupturas estéticas del siglo XX, curiosamente, no corrió por cuenta de quienes la legitimaron de palabra sino, en cambio, por la de algunos otros músicos, provenientes de tradiciones populares: Chick Corea, Egberto Gismonti, Yes, King Crimson, Gentle Giant o, incluso, Astor Piazzolla.
Pero no hay vanguardia que dure cien años y varios compositores no sólo han dejado de temerle a la idea del ritmo sino que han decidido trabajarlo a favor y no en contra. El CD que acaba de aparecer en Francia y que en pocos días será distribuido en la Argentina, dedicado a composiciones del argentino Martín Matalón –formado en la Julliard, radicado en París y autor, entre otras cosas, de la música con la que se proyectó en el Colón Metrópolis de Fritz Lang–, es una de las mejores pruebas posibles de que el impulso, la fuerza, eso que los músicos de tango llaman polenta y que forma parte del núcleo central del rock y el jazz, lejos de estar divorciado de la modernidad puede ser su vehículo más eficaz.
El disco, publicado por Universal, tiene como título ... de tiempo y de arena... e incluye Monedas de hierro para diez instrumentos y electrónica (la adaptación de concierto de La rosa profunda, compuesta para la exposición El universo de Borges organizada por el Centro Pompidou), interpretada por el Ensemble Court-circuit, dirigido por Pierre-André Valade, el genial trío Formas de arena, escrito para flauta, viola y arpa (como una de las últimas sonatas de Debussy) y tocada como los dioses por el Trio Nobis, Dos formas del tiempo, por el extraordinario pianista Dmitri Vassilakis, Del matiz al color para 8 violoncellos, por el Octeto de violoncellos de Beauvais y Las siete vidas de un gato, compuesta para acompañar la proyección de Un perro andaluz de Luis Buñuel, por el Ensemble Ictus, dirigido por Georges-Elie Octors.
Una trompeta que frecuentemente recuerda a Miles Davis pero, sobre todo, una pasión y una sensibilidad particular hacia el timbre (y hacia la electrónica como fuente de ampliación de posibilidades en ese campo) dan el color general de una música riquísima, llena de matices y de posibles niveles de audición, que no oculta su gratitud con el buen y viejo rock progresivo.