POLéMICAS: JO HAMMETT RECUERDA (Y RETOCA) LA FIGURA DE SU PADRE, EL GRAN DASHIELL HAMMETT
Retrato de familia con escritor flaco
Hasta ahora, la figura que el mundo tenía de Dashiell Hammett –hombre parco, de principios inamovibles e inseparable enamorado de Lillian Hellman– estaba monopolizada por la versión oficial de la propia Hellman. Ahora, la biografía de su hija Jo retoca aquella imagen, señala alguna que otra mentirita de esa señora y –de paso– la compara con el colesterol.
› Por Juan Sasturain
Aunque eso no signifique demasiado, acaso Samuel Dashiell Hammett sea el escritor de novelas policiales más conocido en Estados Unidos después de Poe. Así lo afirma Richard Layman, biógrafo indiscutido –o menos discutido que otros– del autor de El halcón maltés, en el prólogo a este libro de “recuerdos de una hija” que publicó hace tres años la menor de las dos que tuvo Hammett: Josephine Rebecca, más conocida por Jo. Con la autoridad que da el digno fracaso previo -.Shadow Man. The life of Dashiell Hammett, se llamó cautelosamente su biografía de 1981–, Layman valora, contiene y apadrina con algo más de media docena de páginas impecables el conmovedor testimonio de una tan mujer sensible, inteligente y reservada como su enigmático padre. A los 75 años, con este libro –más la edición de la correspondencia de Hammett la década pasada– la alguna vez Little Jo contribuye a que el inventor del detective gordo de la Agencia Continental sea, si no mucho más, sobre todo mejor conocido.
Dashiell Hammett tiene una biografía rara, un itinerario extraño. Nacido en 1894 en el Este, autodidacta absoluto, contrajo tuberculosis cuando estaba alistado para ir a la guerra y tras haber pasado por la Agencia Pinkerton de detectives se casó en San Francisco con una enfermera que ya estaba embarazada. Al filo de los treinta años, enfermo, pobre y con una hija, se soñó y se hizo escritor cuando y porque pensó que se moría. Publicando cuentos en Black Mask y otras revistas populares de la época —verdadero confín de la literatura–, se fue creando una reputación porque creó un estilo que no tenía nombre aún y un detective que tampoco. En una docena de años –de 1922 a 1934– escribió prácticamente la totalidad de una obra sin fisuras ni desperdicios. Un puñado de relatos breves y cinco novelas sucesivas como disparos de ametralladora Thompson –Cosecha roja (1928) y La maldición de los Dain (1929) con el detective de la Continental, El halcón maltés (1930) donde aparece Sam Spade; La llave de cristal (1931) y, tras breve pausa, El hombre flaco (1934) con el mundano Nick Charles– le dieron mucha fama y más dinero, lo colocaron a la vanguardia de la literatura norteamericana, como un Hemingway de los bajos fondos, digamos. Pero además le cambiaron radicalmente la vida.
Hammett –que había vivido apartado de su familia por razones de salud desde mediados de los 20– se fue a Nueva York en los ‘30, conoció a la joven Lillian Hellman, que sería la compañera de su vida hasta el final, y se dedicó a ganar dinero y gastarlo en alcohol y mujeres en las dos costas: de Nueva York a Hollywood. Fue en ese momento –tenía cuarenta años, dinero y prestigio– que calló para siempre. No volvería a escribir en el resto de su vida.
Por esos años, mientras vivía de sus derechos, Hammett ayudó a la Hellman en sus primeras obras teatrales y, marxista intelectual y militante de izquierda, se dedicó a colaborar con las causas de los radicales. Se alistó, ya veterano –cumplió cincuenta en el ejército– y participó de la Segunda Guerra Mundial contra el fascismo haciendo un periódico para las tropas en las Aleutianas, pero cuando regresó lo esperaban los años oscuros. Fue, en plena Guerra Fría, víctima del macartismo que lo llevó a la cárcel por no “colaborar” dando nombres, y el fisco lo persiguió hasta dejarlo sin medios y viviendo de prestado. Hellman lo acompañó amorosamente hasta el final y después se apropió –por más de veinte años– de la administración de su legado y de su imagen, redondeó la leyenda más o menos fiel, del hombre parco de principios inamovibles, del compañero, mientras se reservaba un papel estelar para sí. Mentiras y fantasía aparte, sus notables textos autobiográficos Mujer inacabada y Pentimento, y el prólogo a los relatos escogidos de Hammett, entre otros, constituyeron la equívoca “versión oficial” que perduró por mucho tiempo. La biografía “autorizada” de Diane Johnson, Dashiell Hammett. A life, publicada en 1983, reforzó ese punto de vista.Ahora, este libro vuelve a visitar las zonas de la intimidad, ese territorio resbaladizo y no muy fácil de apresar que Jo Hammett transitó con intermitencias a lo largo de más de treinta años con un padre de algún modo inasible pero siempre presente. Cuando ella nació en 1926, su padre había empezado a irse y cuando lo vio por última vez –conmovedoras fotos de su visita con toda la familia en 1960– se iba del todo. Hammett murió al año siguiente; Jo tenía entonces casi la edad de él en sus primeros recuerdos. Tardó cuarenta en poder escribir sobre todo eso, pero la espera ha servido para decantar pasiones, ya que nadie queda –ni su madre, ni Lillian, ni su hermana Mary, la conflictuada mayor–, y depurar sin énfasis los sentimientos más crudos, hacer un sabio balance.
No se trata de un ajuste de cuentas con Lillian Hellman –a la que compara gráficamente con el colesterol, ya que el bueno y el malo conviven y son indiscernibles y no ha podido simplificar el juicio sobre ella–, pero sí de una revisión de los valores humanos de sus padres. Hammett, más allá de haberse separado de su mujer y sus hijas, nunca las desatendió ni dejó de visitarlas, y cuidó de ellas mientras pudo, hasta el final. La bella Josephine Nolan tardó en aceptar que aquello se hubiera roto y de algún modo defendió la continuidad de la pareja contra toda evidencia durante años. No rehízo su vida y se dedicó a sus hijas con entereza. Alguna vez, influida por la visión de Lillian, Jo consideró pusilánime a su madre, incapaz de recomenzar una vida nueva. Ahora, en perspectiva, sin idealismos, esa visión ha cambiado.
Son maravillosas las páginas en que Jo describe su lectura tardía (recién en los ‘90) de las cartas de amor de la época del noviazgo y casamiento de esos jóvenes desamparados, que sólo se tenían a sí mismos y se “amaron con locura”. Y rescata la entereza, la dureza de ambos –cada uno a su manera– para afrontar lo que vino o eligieron. En ese contexto, la revelación del “terrible secreto” que Lillian tenía reservado para ella tras la muerte de su madre –que Mary, su hermana, no era hija de Hammett sino de una relación ocasional– adquiere toda su patética significación: la Hellman construye una leyenda en la que “su” mítico caballero andante queda por encima de una buscona y su hija insoportable, transforma aquella relación intensa y prolongada en una simple ficción corta y acordada. Pero Jo, con firmeza y casi con humor negro, pone las cosas en su lugar.
Pero más allá de esos detalles más o menos escandalosos, el testimonio de Jo Hammett es un ejercicio de templada humanidad. Conmueve. Tanto el prólogo como el epílogo –secretamente desgarrados, sin sentimentalismos– muestran a la hija del padre que tuvo. Se parecen mucho. Por algo el papá le contó el cuento de mister Flitcraft y las vigas que caían cuando todavía era una adolescente y no había leído El halcón maltés. Y la chica de entonces adhirió al código que la mujer respeta en estas páginas necesarias.
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