PERSONAJES: FRANCISCO “PANCHO” LOIáCONO, REY DE LA PRENSA AMARILLA
“La gente quiere al criminal”
Dejó su sello en Casos, Esto y cuanta revista policial ensangrentara los kioscos nacionales. Estuvo en Antena y más tarde inventó Radiolandia 2000, paradigma del sensacionalismo cholulo. Francisco Loiácono cuenta cómo
es la vida, la muerte y la ética periodística en el mundo de las más bajas pasiones.
› Por María Moreno
Se llama Francisco Loiácono, como Barquina –el del tango de Cátulo Castillo–, ese periodista de Crítica que se atrevió a decirle al General Perón: “Lástima que se agarró este conchabo de presidente. Porque si no, con su pinta, flor de cafisho hubiera sido”. Pero a este Loiácono le dicen Pancho, y con Perón tiene una anécdota muda. Colado como cronista en un barco que llevaba la delegación argentina a las Olimpíadas, se encontró con el General y Evita en la cubierta. No le mandaron los guardias: lo saludaron.
Porteño de Mataderos, de una familia de floricultores italianos que se sentaba a comer con sus peones, Loiácono dice que de esa vía “genética” tomó la costumbre de sentar a la mesa a sus mucamas. “Tenía una, Angélica, que trabajó diecisiete años en casa. Con ella abría mis mejores vinos. Le enseñaba: ‘¿Ve la espumita? Si el champagne es berreta, los globitos son grandes. Cuando es bueno, son finitos’. Cuando leí que Amalia Fortabat comía sola no lo pude concebir. En Casos yo ordenaba seguir las campañas políticas de acuerdo con cómo venía la mano. Angélica vivía en Laferrère. Un día estábamos comiendo y le pregunté cómo había pasado el fin de semana. ‘¿Sabe que Alfonsín vino al barrio? Fue impresionante’. ‘¿No me diga?’ Yo pensé: ‘¿En Laferrère? Ésta me está dando la pauta de que este tipo va a ganar’. Y entonces apunté todos los cañones a Alfonsín. Inmediatamente me hice hacer un dibujo que lo representaba como presidente. El olfato viene de la experiencia. Y la gente es tu cliente”.
Ocurrió, Casos, Esto: los títulos de las revistas policiales son telegramáticos como los informes judiciales, aunque prime el detalle y la foto catástrofe donde la sangre tiene el color de la tinta. Pancho estuvo en todas y dirigió la mayoría. Amén de las del corazón, como Antena y Radiolandia 2000, donde se destacó como el inventor de los reportajes polaroid, en los que transcribía las respuestas a medida que el reporteado contestaba. Era para cubrir las temporadas en Mar del Plata.
Cosecha roja y arte
Si Pancho Loiácono se analizara, se le podría interpretar que tuvo cadáveres aportando a su sueldo desde que su familia aumentaba sus ganancias todos los 1º de noviembre, Día de los Muertos, cuando los invernáculos quedaban vacíos. Es casi un chiste que haya tenido problemas con el dedo gatillo y también que defienda a los curas lascivos: un efecto edípico lejano, dado que su familia desciende de un cura. A lo mejor eso incide en su explicación del caso del padre Grassi: “A él, cada chico le costaba de $ 280 a $ 300. Al Estado, casi $ 900. Alguien se estaba quedando con la diferencia y lo quiso anular a Grassi. Pero ojo, que él tenía antecedentes en el municipio de Morón. Hay tantos curas que no falta el desviado. Una vez habían matado a uno. Era travesti, pero no lo publiqué. Primero pensé: ‘¿Los chicos serán un almácigo que tenía para él?’ Pero los chicos no lo sabían y lo veneraban. Si yo publico eso, hoy hay sesenta chicos con psicólogo”.
Loiácono dice que su única divisa es la verdad y que le da bronca que en sus años de periodismo nunca haya podido enganchar a los criminales de guante blanco.
–Yo tengo cincuenta años de villas y te aseguro que al poder político le conviene tener a esa clase sumergida. Hay una delincuencia común cuyo símbolo es el Gordo Valor. Y el Gordo Valor con un revólver en la mano es infinitamente menos peligroso que cualquier arrebatador de plaza Once o que Cavallo cuando firmaba los decretos. Pero está la otra clase, a la que nunca pude tocar: la delincuencia ligada al poder. La que empezó con los robos a las cajas de jubilaciones, el gran ensayo colectivo que terminó en un final wagneriano-delictivo que fue robar los sueños argentinos. ¿Sabés cuántos casos Belsunce hubo en la historia?
Por ejemplo, el de la Dra. Giubileo.
–Me acuerdo de que un oficial de policía fue a ver al juez y le dijo: “Yo quiero citar a todas las amigas de la Giubileo –eran cuatro o cinco–. A las dos de la tarde. Compro masas, té, meto los micrófonos y empiezo a conversar con ellas de bueyes perdidos y me voy ganando la confianza. De pronto salgo, fingiendo que tengo que ir al baño: ‘Espérenme, chicas, ya vengo’. Tardo veinte minutos en volver, y en esos veinte minutos la cinta gira, gira”. No lo dejaron.
¿Es cierto que en Esto arreglaban los cadáveres para la foto?
–Bueno, una vez. Me acuerdo de que cuando murió la cantante Susy Leiva pudimos entrar en la morgue. Y el Negro Urteaga, que era un gran reportero gráfico y tenía cara de piedra, entró y dijo: “Fotografía Forense, acá no entra nadie más”. (A veces, para no reírme, yo me descomponía.) Había un policía igualito a Onganía. El Negro puso las enfermeras alrededor y las hizo persignarse. Eso sí: nosotros no publicamos la foto del cadáver con sangre. Esperamos que lo limpiaran para evitar publicar algo que la gente pudiera rechazar. Pero no hizo falta maquillarlo. Ése fue un cadáver que preparamos especialmente para sacar en la tapa.
¿Cuáles son los trucos para meterse donde no se puede entrar?
–Uno que es importante es entrar a un lugar como si lo hicieras todos los días. Un día vino un boxeador a pelear con Acavallo. Lo traía Canal 13 y yo producía para el 9, para Roberto Galán. Y se lo robé. Como mi inglés es el de Tarzán la primera semana con Juana, aproveché la confusión, le dije que viniera conmigo y lo llevé al 9. Yo aprendí a enfocar el hecho policial con el caso Penjerek. Tengo la costumbre de pensar poniendo todas las fotos en el suelo. Estaban todas las de las prostitutas y llegué a la conclusión de que Pedro Vecchio, el zapatero acusado, no tenía nada que ver. Casi nos cuesta la edición, porque la gente quiere al criminal. Por eso hay que, primero, cargarle el espíritu de tensión, como si estuviera viendo una película de suspenso. Sólo que en la Argentina, cuando faltan tres minutos para revelar quién es el hombre malo de la historia, se corta la luz, la Justicia no cumple y al tipo no lo agarran nunca. La gente quiere saber que pasó realmente. ¿Quién violó? ¿Quién descuartizó? ¿El gatillo fácil existe? No quiere un cuento policial. Porque ya la historia tiene demasiados elementos para un cuento. No hay que adornar nada. Si no, entrás en una cosa nefasta: la leyenda. La leyenda no es la historia.
Los Marlowe de la Remington
Marta Ferro, cronista brillante que trabajó para Loiácono, dice que él le enseñó muchas cosas y le dio libertad para que hiciera lo que se le cantara.
–Me enseñó a mirar la escena del crimen, a darme cuenta de que el mínimo detalle servía tanto para hacer un policial popular como para levantar pistas. Capaz que mirando la última rosa que había en un jarrón, la boleta de la tintorería, un pucho apagado, terminabas enterándote de lo que hacía la policía, el gatillo fácil, el encubrimiento. Nosotros, si nos agarran la agenda, vamos presos.
Loiácono dice que para trabajar prefirió la finura de las mujeres siempre que no fumaran. Si lo hacían, como él tenía la ventana de su escritorio siempre abierta, en invierno tenían que acercársele a pedir instrucciones con sobretodo.
–Yo tengo muchos defectos, pero a la hora de elegir el equipo, elijo el equipo justo. Gente que pueda hacer las cosas mucho mejor que yo. El de Radiolandia 2000 era un equipo sensacional. Y al equipo hay que cuidarlo. Si vos trabajás para mí, yo tengo la obligación de saber si estás embarazada o si te pegó tu marido. Porque el que me va a la calle va a buscar la noticia que va a salvar a la editorial. Un día vino una chica y yo le dije: “¿Qué te pasa que parecés la Gorda Matosa?”. Me quiso explicar. “Pará, pará”. Entonces llamé a la clínica de Reforzo Membrives, el hijo de Lola Membrives, un brillante endocrinólogo, y le pedí hora. Leencontraron un problemita en la silla turca que superó. Yo siempre, si podía, hacía que los cronistas ganaran más que el director pasándoles vales y vales. Por eso un día hubo una hecatombe que había que cubrir, me fui a la editorial a las tres de la tarde y estaban todos: ni hubo que llamarlos.
Pero una vez la editorial Perfil tuvo un problema con los fotógrafos que iban a cubrir la temporada de Mar del Plata.
–Y yo les dije: “¿Qué fotógrafo o reportero gráfico se muere por exceso de trabajo?” Ninguno. Se mueren por fumar o de stress. O de ir al psicólogo, que es lo peor para un periodista. Porque nosotros somos neuróticos compensados, y el psicoanálisis te mata la creatividad, la locura que hace falta para tener olfato. Yo siempre tuve la suerte de rodearme de personajes poco comunes que no iban al psicoanalista. Uno de ellos fue Julián Centeya. Se emborrachaba todos los fines de semana. Otros lo hubieran echado, pero era un genio. Entonces le compré una cama para que durmiera la mamúa en la redacción. Un día abrió la cama mal y la apoyó contra la puerta. Justo teníamos cierre, y para poder entrar tuvimos que pedir una escalera a los vecinos.
En el género policial, la nota se socializa con los aportes espontáneos.
–Yo tenía travestis de la Panamericana. Un día la mandé a Marta Ferro al velorio de uno. Todavía tengo la foto con los otros llevando el ataúd. Ni Berlanga la hubiera soñado. A muchos de los que me informaban los mataron. Tenían los ravioles para vender al menudeo, y cuando juntaban una buena cantidad de dinero, por ahí se entusiasmaban, empezaban a gastar y gastar, y cuando tenían que entregar la plata no la tenían. A uno de ellos le traje una pupa de Italia. Fue como regalarle a una amante una perla rosa.
¿Qué es una pupa?
–Un neceser. Claro que lo que me decían había que tomarlo con pinzas, pero yo sabía cuándo me estaban diciendo la verdad y cuándo no. Los chorros salen de la cárcel y me vienen a ver acá. Vienen, me dan la mano y yo les pongo un billete de 50. A uno le di salida laboral. A otro, que estaba preso, una vez le cumplía años la hija. Estaba en el colegio. Le dije a mi mujer: “Hacé un postre”, pero no le dije para quién. Compré sandwiches, fui al colegio e hice la fiestita. Y el tipo, desde Caseros, me informaba cada vez que veía algo. También le puse la dentadura a la esposa de un preso y un puente a otro. Esa condición es genética en mí, porque mi abuelo a cada uno que venía de Italia le ponía la dentadura. Pero además me viene de Meneses. Cuando hacía caer un chorro, el tipo, antes de ir en cana, le decía: “Jefe, lo único que le pido es que cuide a los pibes”. Y Meneses cumplía.
Procesos
Durante la dictadura militar, cuando dirigía Radiolandia 2000, Pancho Loiácono recibió a una señora que le dijo que iba llevarle flores a Irma Roy en el cementerio de Avellaneda. “¿Cómo?, pensé. ¿Irma Roy no está viva? La localizamos. Estaba viviendo en la calle Francisco Alvarez. Una gran mujer, muy sufrida, que hacía la cola como cualquiera para visitar a su marido en Ezeiza. Con ella había una nenita, pero después te cuento. En las redacciones se corrió la bola enseguida de que yo iba a hacer esa nota. Entonces el directorio de la editorial Abril me pide que vaya al Ministerio de Marina. ‘Pero si yo no voy a hacer una nota a Irma Roy hablando del gobierno. Voy a hacer la nota para ver si está muerta’, protesté. Tuve que ir a hablar al Ministerio de Marina. Me trataron muy bien, porque los marinos siempre fueron muy caballerosos para hablar. No te tratan como un civilacho. ‘¿Usted sabe que hay gente que va a llorarla a Avellaneda?’ ‘¿Y cómo sabe la gente que está ahí?’ Como decía Goering, ‘mienta, mienta, que al final alguna verdad sale’. Yo hacía una ensalada de conceptos... ‘Bueno, pero que no se hable del Proceso’, me decían. ‘Mire, para mí la cuestión es si está viva o muerta’. Yo ya había pensadoel título: Estoy viva, gracias a Dios. Pero ahora quería saber por qué estaban tan atemorizados. Y era que en el cementerio de Avellaneda había muchos NN.
¿Lo de Irma Roy se publicó?
–Fuimos a verla, y estaba con esta nenita que te digo. Urteaga sacó las fotos sin que nosotros nos enteráramos. Yo podría haber publicado la foto con la tirita, como se hace con los menores, pero si la publicaba con la tirita estaba diciendo que Irma Roy tenía la nena. Porque –¿sabés?– era la hija de Graiver. Ella la estaba protegiendo. Entonces la guardé. La moral de la noticia para mí siempre está en segundo plano, pero a veces la tenés que anteponer. Si no, la verdad de la noticia está por encima de la moral de la noticia.