Dom 12.12.2004
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CINE - 5 DIFERENCIAS CAPITALES ENTRE LA PRIMERA BRIDGET JONES Y LA SECUELA

La caída de la señorita Jones

Era frágil, atrevida, simpática, torpe, inteligente, rellenita, ansiosa, disfuncional y arrolladoramente encantadora. Tenía todo para seguir siendo la abanderada de las mujeres que se mantienen con gracia mientras por dentro se derrumban de desesperación. Pero la secuela Bridget Jones: al borde de la razón mete la pata una y otra vez y derrumba a toda una heroína contemporánea.

› Por Mariana Enriquez

1.1 Primera escena de la primera película: Bridget va a una fiesta en casa de sus padres, donde le preguntan acerca de su vida amorosa, le apuntan que el tiempo se le acaba, la quieren enganchar. Ella junta restos de dignidad munida de diarrea verbal, ropa dos talles más chicos que su talla y comentarios sobre su resaca, cigarrillo en mano. Y termina la noche en casa, sobre el sofá, viendo sitcoms por TV y comprobando que no tiene un solo mensaje en el contestador. En pijama, canta-actúa la tragicómica balada “All By Myself”. Un arranque gracioso, triste, inteligente; toda mujer soltera sabe lo cómico y lo patético de esas noches ansiosas. Bridget sabía de la intimidad que transcurre cerca de una heladera con poca comida, mucho alcohol; también sabía que un hombre no es una solución, ¡pero ayuda!

1.2 Primera escena de la segunda película: Bridget va a casa de sus padres, pero ahora usa los mismos pulóveres que su novio abogado, intenta dejar de fumar, se muere de celos, dice con orgullo de matrona “mi novio”; y aunque Mark Darcy, el novio que consiguió en la primera entrega, dice “amarla tal cual es”, ella hace todo lo que puede por ser otra. Y, enseguida, va a su trabajo en un canal de cable, se sube a un avión, se arroja al vacío y cae a un chiquero donde queda cubierta de estiércol. Bridget ya no es la heroína que venga a las perdedoras; es doña disparate domesticada, cae y cae al piso de gag en gag, cuando antes sólo necesitaba depilarse las piernas con una gillette para ser absurda. Bridget era una chica inteligente que hacía tonterías. Ahora es una tonta gracias a un grupo de cuatro guionistas que tratan de convencer al público de que una mujer que no sabe esquiar ni maquillarse está condenada al celibato.

2.1 Hugh Grant es un genio. Salva cada película con su elegancia y su ironía; su máscara más que normal esconde brillos perversos, actúa de cínico a su pesar, y nadie lo hace mejor que él. En la primera Bridget Jones estaba perfecto: Daniel Cleaver, dueño de una editorial, sibarita que lleva con gracia su pavor al compromiso, farsante irresistible. Además era creíble que, a pesar de su levedad, fuera un empresario preocupado por los destinos de su empresa.

2.2 Mágicamente, Daniel Cleaver se ha transformado en estrella de un programa de cable –lo que, de paso, saca a la saga del ambiente de oficina que le sentaba a la perfección–, es un sexópata en recuperación, y, para colmo, aparece en muy pero muy pocas escenas. De todos modos, es lo mejor de la película. Si algo naufraga, está claro, hay que llamar a Hugh.

3.1 Renée Zellweger, antes del Oscar por su despliegue de tics en Cold Mountain, era encantadora. Ideal como heroína de comedia romántica: en El diario..., en Jerry Maguire, era totalmente creíble que galanes ganadores como Grant, Colin Firth o Tom Cruise se enamoraran de su seguridad al borde del ataque de nervios, su sinceridad, su miedo a perder la línea y acabar hecha un amasijo de lágrimas que ocultaba tras arranques de forzada compostura. Bridget según Renée era deliciosa: borracha sobre una mesa, incómoda vestida de conejita de Playboy –por error– en una fiesta de campo elegante, fumando a escondidas con su padre. Cuando le decía a Grant “no sos lo suficientemente bueno para mí”, era cierto.

3.2 Renée Zellweger después del Oscar es una fábrica de clichés, parece citar a Doris Day, se la pasa cayéndose de nariz, hace mohínes, es insoportable. Salvo por una escena, cuando desespera en el contestador automático de su novio, no hay nada que recuerde a la vieja y digna Bridget. Y sí, está algo más gorda que en la primera parte, cómo no, si cobró un millón de dólares por kilo. (No se la puede culpar por eso. Otra actriz hubiera llegado a los 120.)

4.1 Aquella Bridget aspiraba a la normalidad pero sabía, en el fondo, que no estaba hecha para eso. Sabía que estaba más cómoda con su familia urbana –dos chicas solteras, un amigo gay–; lidiaba con la crisis matrimonial de sus padres –mamá enamorada de un presentador de infocomerciales y repentinamente muy dispuesta a contar detalles de su vida sexual–; soñaba con una pareja, pero se incomodaba ante la ansiedad de los demás por casarla. Sí, claro, el amor en versión jugar a la casita estaba entre sus fantasías, como en las de cualquiera, pero Bridget era capaz de admitir que le daban impresión los niñitos. Bridget era compleja: la chica que dibuja corazones después de un polvo casual, la que le tira los galgos al jefe, la que no sabe cocinar y poco le importa.

4.2 Bridget está enamorada de un abogado que estudió en Eton y trabaja en el buffet más conservador imaginable –sus oficinas parecen el Vaticano–, pero la película nunca llega a ser una comedia sobre la diferencia. Pura impericia: tiene todo para serlo. Más bien, prefiere que Bridget caiga en el anacronismo del ascenso social por el matrimonio como modelo de final feliz.

5 La última parte, en una cárcel de Tailandia, no conduce a nada. Es una cita tonta a Expreso de medianoche, no es cruel, no es simpática, hasta resulta irritante. Sólo sirve para que se repita el duelo a golpe de puño entre Firth y Grant, probablemente sólo porque en la primera parte fue muy gracioso ver a esos hombres sobreeducados y de manos delicadas en un torpe intento de ser eficientes peleadores callejeros. Entonces tenían un motivo de riña –que no era Bridget–. Ahora el motivo es Bridget. Sólo que ella ya no vale la pena.

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