Dom 19.12.2004
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PERSONAJES: EL PRESO QUE SE HIZO ESCRITOR Y ES REVELACIóN DEL POLICIAL ARGENTINO

Seis problemas para Don Jorge Barquero

Vendió whisky importado, intentó fabricar pelotas de fútbol, se metió a joyero y llegó a ser conocido como “El príncipe del oro”. Hasta que cayó preso cuando uno de sus colaboradores apareció muerto. En su celda, empezó a escribir a la luz de un mechero, agotó su primer libro entre los convictos y se empezó a cartear con Ricardo Piglia y Ana María Shua. Hoy, en libertad, Jorge Alberto Barquero sigue escribiendo y publicando y comienza a perfilarse como la gran revelación del policial argentino.

Por Osvaldo Aguirre
Cumplió tres condenas de prisión en Rosario y Córdoba, por las que pasó diez años tras las rejas. Dos delitos menores y el secuestro de un empresario (crimen que no cometió) lo llevaron a la cárcel. En 1986, cuando el último episodio salió a la luz, el nombre y la foto de Jorge Alberto Barquero (Rosario, 1941) aparecieron en los titulares de las secciones policiales de los diarios. Después de pasar casi un mes prófugo se entregó a la Justicia y comenzó a recorrer un camino que ahora puede leerse en los libros que publicó al recuperar la libertad, La ley de la memoria (novela, 1999) y Sabihondos y suicidas (cuentos, 2003).
Entre otras ocupaciones, Barquero estudió medicina, vendió whisky importado, intentó fabricar pelotas de fútbol, fue cuervo –”como se llama al que compra oro y lo vende enseguida”– y joyero. Empresas que, dice, “ostentaban un denominador común: el estropicio y la ruina económica”. Sin embargo, según cuenta en La ley de la memoria, tuvo su momento de prosperidad y llegó a ser “El príncipe del oro”, como se llamaba el negocio que había montado para comprar oro en Rosario y venderlo en Buenos Aires. Algo que comenzó a derrumbarse cuando uno de sus colaboradores y su mujer aparecieron asesinados en un típico crimen mafioso. Para salir de apuros, alquiló su casa de fin de semana a un amigo. La suerte dio enseguida un giro completo: aquel amigo integraba una banda de secuestradores y la casa de Barquero fue utilizada para ocultar a un empresario cordobés que terminó liberado por la policía.
Mientras cumplía su última condena, comenzó a escribir. De chico se había criado con la biblioteca de un abuelo, aunque sus lecturas no eran precisamente sistemáticas. Sus primeros puntos de referencia provinieron de la propia experiencia: Barquero apeló a la capacidad de observación y al oído que, dice, debe tener un comprador de alhajas para hacer un buen negocio. Y mientras retomaba sus lecturas comenzó a escribir lo que contaban los presos. Un compañero de celda analfabeto le dijo que bien podía hacer un libro con esas historias, y así salió Hojas de yerba, que ahora niega, “porque queda bien negar bien un libro, según he visto en reportajes a muchos escritores”. Desde la prisión comenzó a cartearse con Ricardo Piglia y Ana María Shua, y el primero junto con el poeta rosarino Aldo Oliva lo orientaron una vez que salió de prisión y quiso ser escritor.
Barquero define su ingreso en la literatura como una intromisión. Sus libros, aunque han circulado sobre todo en Rosario, donde reside, acreditan sin embargo su derecho a ocupar un lugar que debería ser más importante del que actualmente se le reconoce. Los oficios de buscavidas, los personajes que se mueven en esa zona gris que media entre la ley y el delito y la experiencia de la cárcel son fuentes inagotables de una escritura directa, precisa, contundente, que también se lee en sus inéditos, entre ellos los cuentos de Cómo nace un delincuente. “No quiero inhibiciones”, dice, y por eso quizá los personajes reales conservan sus nombres. La jueza porteña Amelia Berraz de Vidal, el temible Pato Santacruz, ex comisario de la policía rosarina, y hasta César Luis Menotti (“un amigo que el oro me produjo”) son algunos de los personajes de su novela; también Pedro Arredondo, el Perro, actualmente preso en la cárcel de Coronda por una serie de desafortunados asaltos, aparece en uno de sus cuentos. Para descansar de la escritura, compone palíndromos y criptogramas.
¿Cómo comenzaste a escribir?
–Empecé en los primeros años de mi último encierro, en Córdoba, como entretenimiento: el año ‘90, ‘91. Era una manera de no volverse loco. Estaba en una celda de dos metros por tres, donde te apagaban la luz a las siete de la tarde. Tenía patio dos veces por semana. Primero hice cerámica. Había encontrado en la biblioteca de la prisión un manual conláminas de 500 sombreros. Hacía cabecitas con cerámica, las pintaba, las barnizaba y les ponía un sombrero, a cada uno de los cuales le correspondía una personalidad. Hice 540 cabecitas y me cansé. Entonces empecé a escribir frases sueltas, pensamientos. No tenía nadie a quien pedirle ayuda. En la prisión no se puede escribir de mañana ni de tarde por los cuartetazos, que te dejan el cerebro a la miseria. Lo ideal es la noche. Pero en la noche no hay luz. Entonces estaba la latita de arvejas con el querosén, la mecha. Y bueno, a escribir con esa luz. Vino bien sacar libros de la biblioteca, donde los escritores hablaban de las dificultades que tenían con la escritura. Yo las anotaba, o las memorizaba, y con el tiempo las fui coleccionando. Hasta que hubo una requisa, me encontraron los papeles y me llamó el director. “¿Qué es esto?”, me dice. “Nada, estoy escribiendo”, le respondo. Quevedo era el apellido del director. “Bueno”, dice, “puede seguir escribiendo a condición de que diga la verdad”. Qué bueno, pensé, me permiten decir la verdad. De ahí salió Hojas de yerba, donde me tiraba contra la institución, contra el director, contra la requisa, contra el médico, contra el odontólogo, contra el guardiacárcel, contra mi juez, desde la primera página, y todavía no había ido al juicio oral. Se imprimieron 1200 ejemplares y se vendieron todos en la cárcel. No porque escribiera bien sino por portación de apellido: “Mirá”, decían, “Barquero, el rosarino que está por secuestro, escribió un libro”. Me acuerdo que valía un marrón, diez pesitos. Habré regalado unos pocos, a presos que no podían comprarlo, pero los demás se vendieron, y al contado rabioso.
¿Podías establecer algún orden de lecturas en la cárcel?
–Mi señora me traía libros, revistas literarias. En una revista Crisis leí un reportaje a Ricardo Piglia que me interesó. Le dije a mi señora: “En la próxima visita traeme libros de este hombre, me interesa uno, Respiración artificial”. Mi señora me llevó ése y otros libros de Piglia, Crítica y ficción, Nombre falso. Leyendo Respiración artificial me di cuenta de una dualidad: el libro estaba escrito para escritores y a la vez incitaba mucho a escribir. Me sacó muchos complejos, me dio la noción del medio tono, me dio la idea y el conocimiento de varios registros. A pesar de que él dice que el escritor tiene que lograr un tono, a Piglia lo tengo por un gran escritor porque es capaz de escribir con varios registros de voz. Y siempre está esa escritura media, media porque es el término justo, la frase que te deja con ganas. Escribí un cuento, “La fe”, donde él era un personaje secundario. Mi señora se lo mandó y él me quiso conocer. Nos carteamos durante tres años. Me preguntó cuántos cuentos tenía escritos como ése, que era el primero. Como yo lo había escrito en una sentada, en una noche, creí que era fácil eso de escribir cuentos. Entonces dije una terrible burrada: ochocientos. Total, dije, salgo en dos o tres años, si la relación sigue, le voy a mostrar los ochocientos que escribiré cuando salga. Cuando quise escribir el segundo, o el tercero, me di cuenta que la cosa era brava. Tuve que inventar, mi señora le decía que me habían trasladado a Trelew. Así que estando en libertad, para Piglia seguía preso, porque tenía que ir a visitarlo y todavía no tenía los cuentos. Así que cuando llegué a ochenta pensé “Bueno, algo hay que decir”. Mi señora lo llamó y le dijo: “Le agarró un ataque, pobre Jorge, y empezó a quemar cuentos como loco”. Y quedaron ochenta y tres cuentos escritos en cuatro años. Hice una selección y le mandé cincuenta, sesenta. Y él los leyó, los leyó, una cosa de locos. Yo no sabía de quién se trataba, no sabía quién era Piglia. Mi intromisión en la literatura tiene mucho de eso, en muchos aspectos soy ingenuo, soy un paracaidista en la literatura. Entonces me dijo que tenía futuro y me fotocopió tres cuentos de Carver, “Plumas”, “Desde donde hablo” y otro más. Los leí en mi casa y le escribí: “Pero qué es esto”. “No, esto es la soda”, me dijo. “Tenés que ponerle al vino Barquero la soda Carver, para rebajarlo.” Y la verdad que me cayó bien.
¿Cómo empezaste La ley de la memoria?
–En principio fue un cuento largo. Cuando salí de prisión, Piglia me pidió que lo fuera a ver. En ese primer encuentro me dijo que había que escribir una novela. “Con los cuentos no vas a ser conocido, no te van a leer. A vos te vendría bien escribir sobre la experiencia, escribir sobre una fuga, sobre un robo. Escribí sobre una fuga, que el robo es mío”, me dice. Claro, él me estaba hablando, sin decírmelo, de Plata quemada. “Y cuánto voy a tardar”, le pregunto. “Dos años y medio”, dice. “La estructura previa te va a llevar dos meses.” Me explicó qué era la estructura previa: hacer un muñeco, con los alambrecitos, terminarlo, que vos veas que cada alambrecito está en su posición, ocupa un lugar en el espacio, que la futura pose, la expresión, sólo falta poner palabras, literatura, pero el objeto está idealizado. Tardé siete meses en hacer la estructura de la novela, sin escribir una sola palabra. Después había que escribir la fuga. Y la fuga resultó ser media página, bien se podría haber suprimido.
En la novela aparece muy fuerte la
figura del perdedor. Y perder, claro,
es caer preso.
–Sí. Pero como dice el personaje: no es un fracaso, es la sucesión de fracasos lo que te va diciendo “soy distinto, tengo esta cruz, quise cambiar y bueno, las circunstancias, la vida, un hecho, algo”.
¿Cómo sentís la literatura en ese momento de tu vida?
–Para mí fue un salvavidas más grande que el barco que me había desalojado. Cuando vuelvo a Rosario me digo: yo quiero seguir escribiendo. Qué curro, dije, qué lindo: toda la vida lo mío habían sido los números y de pronto aparecían las letras, era sensacional. Yo perdí un barco, perdí un tren y de pronto encontré la salvación. Ahora, yo tenía que ser bueno para persistir en la literatura. Yo era un tipo muy desordenado. Más que salvaje, sin ilustración. No retenía los nombres de los escritores ni los títulos de las obras. Después, con el tiempo, cuando se citaban libros me daba cuenta de que los había leído y de que había leído a grandes escritores. El trato diario con Aldo Oliva me fue ordenando, él fue llenando los huecos, los espacios vacíos en ese desorden. Hay una pregunta clásica en los reportajes que les hacen a los escritores: ¿por qué escribe? He juntado en un ensayo que estoy haciendo 37 respuestas de escritores famosos. Un catálogo como para alentar el plagio. Sin embargo tengo mi propia respuesta. Fijate, tengo una respuesta y no hay respuesta: escribo para ser publicado, pero publico para poder escribir. Ahí quedó, y me dio bronca porque a mí me gusta explayarme, y más cuando hablo conmigo. Nada de catarsis: yo escribo para que me publiquen, por Dios. “La poesía es poesía en el momento en que se la lee, no en el momento que se concibe”: Aldo Oliva dixit, 3.15 am. Si no me publicaran, no seguiría escribiendo.
¿Cuánto hay de autobiográfico en La ley de la memoria?
–En cuanto a las acciones del personaje, es autobiográfica en un ochenta por ciento. Sabihondos y suicidas es autobiográfico ciento por ciento. Muchas veces me dice mi señora: contá esto, aquello que hiciste, que es asombroso, no le pasó a nadie. Y no, no lo veo asombroso, no lo veo literario. El ejercicio de mi escritura es hacer que lo creíble sea increíble, no que lo increíble sea creíble. Trato de que el lector diga algo como che, qué increíble, me gusta tomar un hecho común y ponerle esa cuota de misterio o enigma que debe tener. Desconozco el lugar al que me conduce la próxima palabra, pero la escribo y sigo, acepto las consecuencias. Ese es mi credo, escribir. Sé que después de una palabra se puede venir todo. Y la escribo. Aunque mi madre me llame por teléfono y me diga: “Hijo de tu madre, qué decís, cómo has escrito esto”. No tengo que esperar que muera mucha gente para escribir algo; no, lo escribo.
En un texto decís que la policía y la sociedad nunca creen en que quienes delinquen puedan cambiar. ¿Sentiste esa desconfianza?
–No. Apenas salí de prisión, la última vez, a los pocos meses instalé una joyería en el centro de Rosario. Nunca me sentí perseguido. Especialmente en este último delito, que era un secuestro. Yo no era parte de ninguna banda. Y eso lo sabían mis jueces y sobre todo la policía de Rosario. No me da para secuestrar. Pero bueno, las cosas fueron así. Hay una frase, que dicen los muchachos adentro: “Vaya un chancho por tantos pollitos”. Cuántas cosas uno habrá hecho y nunca pagó, entonces acá te tocó pagar algo que no hiciste. Tuve una condena de catorce años, que después quedó en doce y la última fue de siete. Me largaron con lo cumplido. Me presenté con una queja en el juzgado y me preguntaron: “¿Quién va a ser su abogado?”. “Yo”, dije. Había estudiado sólo hasta tercer año de abogacía, porque no me dejaban salir a rendir, pero me sirvió para defenderme. Se modificó la pena dos veces y salí con seis años y nueve meses, en 1993. Los secuestradores siguieron, con perpetua, veinte años. Dos de ellos murieron en enfrentamientos.
Aparte de escribir, ¿trabajás como joyero?
–Trabajo en el sentido de que mi señora viene con los papeles a la noche y miro los números y le digo: “Comprá esto, conviene esto así, asá”. No es necesaria mi presencia en la joyería, sí la de mi señora. Aparte, no va conmigo. Para mí las joyas son como duraznos y como tomates. Nunca son mías: están ahí por obra y gracia de un cheque que todavía no cubrí y van a dejar de estar ahí por obra y gracia de un efectivo o una tarjeta de crédito. La joyería es una tradición familiar: ya en 1908 mi abuelo tenía una joyería, y los sobrinos de mi abuelo tuvieron La Joyita, que durante un tiempo fue la única joyería en Rosario.
¿Cómo es tu trato con otros escritores?
–No tengo contactos, no me doy con el ambiente. Paso días enteros en mi casa escribiendo, no me molesta. Estoy acostumbrado, he pasado años encerrado en un sitio escribiendo (risas). No tengo horarios para escribir pero prefiero la noche. Después de cenar, a las once de la noche, me pongo a escribir, hasta las seis, siete, ocho de la mañana. Aparte, me gusta atorrantear, jugar a los naipes en algún boliche perdido. Es un placer poder moverme, no pedirle permiso a nadie para ir al baño. La libertad está en uno y está en el texto. Yo en la escritura no quiero inhibiciones. En la primera versión de La ley de la memoria puteaba al juez desde la primera página, le decía: “Esto va para usted que es un hijo de recontra mil...” Qué mecanismos tiene la mente: cuando lo vi pensé que fumaba la misma marca de cigarrillos que yo, Dorados largos. Pero me dije: “Mmm, así y todo no me voy a confiar”. Qué estúpido, una marca de cigarrillos no nos hacía estar confabulados. Sin embargo uno piensa esas cosas, es un momento límite, donde uno piensa “Mi palabra ahora, delante del juez, me va a sepultar por años”. Hasta ahora, lo que escribí son ejercicios del recuerdo. Y recordar es volver a pasar por el corazón. Escribo en escenas. Y cuando escribo y estoy en la escena estoy más que con el recuerdo: estoy con eso, lo he renovado, lo he revivido, volví a sentir la mirada, el mínimo gesto, las palabras.

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