FENóMENOS: I’M CHARLOTTE SIMMONS, EL NUEVO LIBRO DE TOM WOLFE
Tom Wolfe a examen
Con la saga-de-campus I’m Charlotte Simmons, el neo-periodista cool y retro-novelista social Tom Wolfe se propuso investigar –en singular y femenina primera persona–la pesadilla paranoica de todo padre con hija universitaria. Lo inesperado –lo triste– es que el libro retrata y denuncia los terrores anticuados de un padre de los años ’50: cerveza y sexo, y poco más en setecientas páginas donde, por primera vez, el cronista más IN del Imperio Americano se revela como ese alumno inapelablemente OUT que no se estudió la lección.
› Por Rodrigo Fresán
¿Es divertida I’m Charlotte Simmons, la nueva novela de Tom Wolfe? Sí. ¿Es buena I’m Charlotte Simmons, la nueva novela de Tom Wolfe? No; de hecho es muy mala si se la compara con La hoguera de las vanidades (1987) y Todo un hombre (1998). ¿Es interesante I’m Charlotte Simmons, la nueva novela de Tom Wolfe? Sí, pero por todas las razones incorrectas. Lo que, en realidad, no es tan grave: porque las novelas de Tom Wolfe nunca fueron ni serán novelas en el sentido estricto del término. Las novelas de Tom Wolfe –al igual que su obra periodística– son acontecimientos. ¿Es un acontecimiento I’m Charlotte Simmons, la nueva novela de Tom Wolfe? Por supuesto que sí. Más detalles más adelante.
¡Ka-Ching!
Thomas Kennerly Wolfe Jr. (Richmond, Virginia, 1931) es el hombre del traje blanco. El insider profesional. El tipo que está donde hay que estar en el momento correcto. Así fue como Wolfe, a principios de los ‘60, apuntaló lo que enseguida fue conocido como new jornalism: el equivalente al cine-de-autor en lo que hace al periodismo. El cronista era, de pronto, la estrella. Y Wolfe –junto a Truman Capote y Hunter S. Thompson y Joan Didion y Terry Southern y John Gregory Dunne y Norman Mailer y Etc.– revolucionó el contenido de las revistas y reformuló las leyes de cómo contar la realidad. De paso –y por el mismo precio– anunció la muerte de la novela.
De este modo, Wolfe se lanzó a la novelización de los territorios de la realidad, ya fuera el apocalipsis de los beatniks y el génesis ácido-lisérgico de los hippies (en Gaseosa de ácido eléctrico, 1968) o las intimidades cósmicas de los astronautas y sus esposas (en su mejor libro, Lo que hay que tener, ganador del American Book Award). Wolfe también se ocupó de las carreras de coches preparados (su primer hit, en la revista Esquire: una transcripción de sonidos y jerga ante la imposibilidad, con el cierre encima, de ordenar con coherencia el material en su libreta de notas), de la izquierda exquisita y sus flirteos snob con los Black Panthers, del arte y la arquitectura moderna, de bautizar a los ‘70 como “The Me Decade” y de convertirse –lo mejor de ambos mundos– en el paradigma indiscutible del dandy neoyorquino importado del aristocrático Sur.
Y en algún momento, Wolfe resolvió que era hora de resucitar la novela no con modales posmo sino todo lo contrario: devolviéndola a la gloria decimonónica que Balzac, Dickens, Hugo, Eliot y Zola supieron conseguirle y qué él decía extrañar tanto.
¡Brooommm!
Así nació, primero como folletín en las páginas de Rolling Stone –la revista en la que Wolfe moraba entonces y sigue morando–, y más tarde en formato libro, uno de los megahits literarios de los ‘80: La hoguera de las vanidades. Un novelón que masticaba crudo y tragaba con ganas el ambiente de los yuppies y la Era de Reagan con un tal Sherman McCoy como protagonista, un “amo del universo” que caía desde las alturas. Y lo cierto es que el Fiction Wolfe no era muy distinto del Non-Fiction Wolfe: ahí estaba la clínica y despiadada y panorámica y detallista capacidad de observación de un determinado ecosistema, esta vez en función de seres imaginarios que, seamos sinceros, no eran dueños de una profunda o densa carnadura. Personajes que funcionaban no como ideas sino como... slogans. Pero uno aprendía tanto de aquello que jamás conocería, que la cosa valía la pena. Y Wolfe era el mejor y más consumado guía por esos infiernos paradisíacos.
El esquema se repitió –once años, cinco bypass, siete millones y medio de dólares de anticipo más tarde– con Todo un hombre, donde Wolfe se paseaba por los criaderos de caballos de los megamagnates corruptos de Atlanta muy à la Enron. Los personajes, ahora, aparecían mejor delineados; pero eso no impidió que a Norman Mailer y a John Updike no les gustara la novela y lo dijeran por escrito y en voz alta. “Ni siquiera es literatura en sus aspiraciones más modernas”, dijo Updike. “Wolfe no puede escribir una jodida palabra”, dijo Mailer. Wolfe contraatacó llamándolos “frustrados”, “caducos” y “montón de huesos viejos” que habían perdido el norte y la oportunidad de enaltecer el género. John Irving salió en defensa de Updike & Mailer y dijo: “Wolfe no escribe novelas sino hipérboles periodísticas. Nunca será uno de los nuestros”. Lo que llevó a Wolfe a publicar una furiosa y virulenta diatriba contra el trío con el título de “Los tres chiflados”, recuperada junto a otros ensayos y una nouvelle de ambiente militar, “Emboscada en Fort Bragg” en Hooking Up: El periodismo canalla (2001). Allí los definía como los torpes Curly, Larry y Moe de las letras: escritores a los que ya no les salía nada bien y cuyas obras aparecían separadas de la realidad, incapaces de tomarle el pulso al auge decadente del Gran Imperio Americano.
Lo que, ahora sí, nos lleva a I’m Charlotte Simmons, la nueva y divertida y mala y muy interesante –por todas las razones incorrectas– novela de Tom Wolfe.
¡Ka-Krash!
Cuando años atrás Tom Wolfe anunció que se disponía a escribir la Gran Novela Americana del Campus, la verdad es que había motivos para frotarse las garras y salivar y sonreír colmillos. Porque la acnéica “cultura” universitaria y la estupidez zombi de los jóvenes muy bien acomodados en las universidades carísimas tenían mucho para ofrecer a la pupila que todo lo ve del Wolfe feroz.
El problema, y la enorme sorpresa, es que el autor de I’m Charlotte Simmons –que en más de una ocasión dijo admirar a Douglas “Generación X” Coupland– parece no haber leído a Bret Easton Ellis, autor de ese clásico moderno y, sí, muy wolfeano que es American Psycho. Lo suyo está mucho más cerca de los clichés gastados y los vulgares lugares comunes de una serie de Aaron Spelling o Cris Morena que de los reveladores exposés que fueron y siguen siendo Menos que cero y Las leyes de la atracción.
Peor todavía: en I’m Charlotte Simmons, más allá de que asegurara haberse infiltrado en varios campus de la Ivy League y haber contado con la información caliente de sus hijas universitarias, Wolfe por primera vez es inofensivo, y su retrato de lo que ocurre en aulas y dormitorios es muy poco revelador. Lo que Wolfe relata con ojos muy abiertos por el escándalo y prosa onomatopéyicamente excitada es –¡atención! ¡atención!– que en las universidades del tercer milenio se bebe mucha cerveza y se fornica a troche y moche, y los atletas están acomodados y gozan de privilegios especiales. Y los chicos sólo piensan en eso (desvirgar lo que sea) y las chicas sólo piensan en aquello (vomitar lo que comen) y está el trepa político y nerd (“el mutante milenarista”) encargado del periódico universitario y la putita sin redención como compañera de cuarto y el rebelde taciturno y... ya saben cómo sigue y siguen. Nada que no nos hubiera revelado Animal Farm, Porky’s, American Pie y esas adaptaciones soft porno y estudiantiles de Las relaciones peligrosas.
En algún lugar, en algún momento, Wolfe se olvidó de que los chicos de hoy consumen drogas y escuchan hip-hop, pero tal vez esto se corrija a la hora de la inevitable adaptación cinematográfica con Kirsten Durst o Reese Whiterspoon o Sarah Michelle Gellar o –por favor– la única e insuperable y guarra Britney Spears, a quien Wolfe menciona. Porque, sí: Britney tiene lo que hay que tener, mientras que Wolfe NO volvió a hacerlo en I’m Charlotte Simmons.
¡Uups!
Y claro, Charlotte Simmons es la ingenua narradora –“una improbable Sandra Dee petrificada en los ‘50 en tiempos de Christina ‘Dirrrty’ Aguilera”, definió alguien– y humilde becaria de pueblo chico (Hicksville, North Carolina) que llega a la costosa Dupont University (transparente arquitectura que apenas esconde los verdes prados de Duke ode Stanford, dicen los que saben) y tiene tantas ganas de parecerse a las heroínas victorianas. Pero no. Charlotte es más Marjorie Morningstar de Herman Wouk que Emma Woodhouse de Jane Austen.
Lo que tampoco quiere decir que leer I’m Charlotte Simmons no tenga su gracia. Basta –por esta vez– que renunciemos de entrada a nuestra pulsión voyeur y nos conformemos con disfrutar de diálogos y monólogos interiores y escenas como la de la desfloración de la protagonista –seducida y abandonada–, en la que Wolfe recurre a todos sus trucos “sónicos” (MAYUSCULAS, itálicas, etc.) y provoca una sonrisa casi nostálgica. Digámoslo así: I’m Charlotte Simmons es uno de esos placeres culposos que por desgracia está más cerca de Jacinta Pichimahuida que de Jacqueline Susan. El problema, claro, es que casi 700 páginas y 29 dólares después de la llegada de esta chica a Dupont University, nosotros no hemos aprendido nada nuevo, Charlotte es apenas un poquito más sabia y tal vez –como corresponde– una persona un poco peor (después de todo termina siendo la novia del basquetbolista estrella “con inquietudes”, puesto que no le será fácil mantener) y un personaje muchísimo peor.
¡Uffffff!
¿Y ahora qué? ¿Cómo salir de esto? ¿Cuál será la próxima movida de un Tom Wolfe que supera los setenta años y en más de una ocasión se definió, sin culpa ni pudor alguno, como “un oportunista literario”?
Se me ocurre una idea que en realidad es un deseo. O una inmejorable oportunidad literaria. Tal vez haya llegado el momento en que Tom Wolfe debería reconocer que ya no está para contarnos el aquí y el ahora (para intentar bailar como esos vergonzantes padres maduros en las fiestas de sus avergonzados hijos) sino, por lo contrario, para hacer sabia memoria y recordarnos ese pasado que sí contribuyó a inventar desde la realidad de sus desaforados días y noches y deadlines de sus años mozos. Sí, tal vez haya llegado el momento de colgar el traje blanco y los zapatos de charol, ponerse la bata y las pantuflas y –ahí estaremos todos, pagando lo que sea– sentarse a planear La feria de las vanidades de los ‘60/’70 o el Middlemarch en Manhattan que él y sólo él puede escribir.
Y ponerle la firma.
Y volver a pasar al frente.