Dom 26.05.2002
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PLACERES CULPABLES

IMPERIO POP

El multimillonario estreno de El Hombre Araña reavivó algunos de los viejos dilemas con los que el comic norteamericano (y la cultura de masas en general) ronda desde hace décadas las conciencias progresistas. ¿Tienen sexo los superhéroes? ¿Son esquizofrénicos? ¿Por qué el “mundo” al que salvan se parece tanto a Estados Unidos? Y sobre todo: ¿cómo es posible maravillarse con un personaje de historieta sin quedar atrapado en sus telarañas ideológicas? Responde José Pablo Feinmann, fanático crítico.

› Por José Pablo Feinmann

En junio de 1938, en el número 1 de Action Comics, aparece el más importante (no el mejor) superhéroe de todos los tiempos: Superman. Viene de afuera. Insisto: de afuera. No sé si este mundo ha reflexionado acabadamente acerca de esta circunstancia: Superman es un ET. Un extraterrestre. Spielberg no creó el primer extraterrestre bueno, como tanto se ha insistido. Lo crearon los jóvenes Jerry Siegel y Joe Shuster en el lejano 1938, cuando las borrascas de la guerra se agitaban ya sobre Europa y los pesimistas, razonablemente, presumían que habrían de agitarse también sobre la gloriosa “America”. (Escribo “America” de este modo, es decir, entre comillas y sin acento, para expresar la tonalidad apropiativa que tiene para los norteamericanos, que han creado a los superhéroes para eso, para defender “America” y todo lo que ella significa, sobre todo su “way of life”.) Superman viene de muy lejos: del planeta Krypton, que ha tenido la desdicha de explotar en pedazos, desdicha para Krypton pero no para la Tierra, ya que la Tierra, al explotar Krypton, consigue al más poderoso de sus héroes: un superhéroe, Superman, que llega algo ruidosamente, en la modalidad del meteorito extraespacial, a la casa de una buena familia, los Kent, que lo acogen y lo crían y ocultan desde niño. Así, Superman es primero Superboy (que aparece más tarde, en 1945, en DC Comics) y luego crece, busca trabajo y es dos cosas: Superman y un tímido reportero del “Daily Planet” llamado Clark Kent, nombre que Siegel y Shuster tomaron de dos actores de Hollywood: Clark Gable y Kent Taylor.

El otro yo
En resumen: Superman es un alienígena, pero bueno. Viene del espacio exterior, no como vendrán los alienígenas del macartismo de los 50 (a destruir la Tierra), sino a aplicar en ella la justicia. Para hacerlo tendrá dos personalidades: una para estar “entre” la gente (Clark Kent) y otra para llegar volando “hacia” la gente y salvarla de todo tipo de problemas (Superman). Con este doblez, el héroe de Siegel-Shuster inaugura otra modalidad de los superhéroes: la esquizofrenia. Superman juega a ser torpe y débil y hasta algo cobarde por medio de Clark y surge poderoso e infalible por sí mismo. En el pésimo Batman que hace Joel Schumacher, la gloriosa Nicole Kidman interpreta a una psicoanalista que analiza la esquizofrenia batmaniana. No lo cura, pero lo enamora; algo previsible tratándose de Nicole Kidman. Como suele decir un amigo mío: “Si Nicole Kidman se dedicara a curar esquizofrénicos, tendría de entrada dos pacientes: yo y yo”. Y Superman debe vivir eludiendo la sospecha tenaz de Lois Lane, también reportera del “Daily Planet”, que quiere averiguar su verdadera identidad. Trabaja con Clark, pero quien siempre la salva es Superman. Como sea, trabajando con uno o siendo una y otra vez rescatada por el otro, Lois vive cerca de los dos, razón que determina que los dos, Superman y Clark, le teman: Superman no desea que ella sepa que él es Clark y Clark no desea que ella sepa que él es Superman. Este juego de escondidas revela, a lo largo de los años, una huida permanente de Clark y Superman, quienes siempre se ven en problemas ante la cercanía de Lois.

La pregunta del millón
No es posible eludir aquí el tema de la sexualidad de los superhéroes. Clark y Superman se llevan mejor entre ellos que con Lois. De Batman y Robin se han dicho miles de cosas, y algunas de las más presuntamente ofensivas las dijeron inquisidores macartistas de los 50 al insinuar una clara relación homosexual entre Bruce Wayne y su efebo. Una sugerencia: ¿por qué no asumir con orgullo la relación gay entre Batman y Robin? Se ha pintado muchas veces, en muchas paredes suburbanas, “Batman ama a Robin”. ¿Cuándo se dirá que sí, que es cierto? Acaso ya no importe, y la razón es una y poderosa: no hay quien no lo sepa a esta altura de los tiempos. ¿O no se ha tornado evidente en el pasaje de Tim Burton a Joel Schumacher, en el pasaje de Batman Returns a Batman Forever? Recuerden: en la gran escena final del film de Burton, Catwoman (Gatúbela) se niega a ir a vivir con Batman en la baticueva, tal como Batman (luego de arrancarse, casi con dolor, su máscara) se lo ha propuesto. “No”, dice Gatúbela. “¿Cómo podría vivir contigo si no puedo vivir conmigo misma?” Y la cosa queda ahí. O sea, nada de Gatúbela y Batman en la baticueva, atendidos por Alfred y arañándose en la baticama. ¿Quién aparece en el próximo film de la serie, ya de la mano de Schumacher? Robin. Quien, sí, va a la baticueva. ¿Y cómo no darle la razón a Batman? Gatúbela era una gata neurótica, llena de resentimientos y dificultades; Robin es un muchacho sano, alegre, amigo de las motos suntuosas y los yogures.
Otro ejemplo: Mandrake, el Mago. Que nadie diga que no es un superhéroe. Los superpoderes de Mandrake son sus maravillosos pases mágicos, capaces de alucinar al más tenebroso de los adversarios. Bien, Mandrake tiene a su lado a un negro inmenso, una especie de sirviente exótico llamado Lothar, a quien las historietas argentinas llamaban Lotario y los pibes del barrio “Lo Otario”. Mandrake tenía una novia con la que jamás “formalizaba”, tal vez por la cercanía de Lotario. “El Fantasma” vive en una bellísima caverna, en la jungla birmana, rodeado de calaveras, con su perro y su caballo blanco. Tiene una novia neoyorquina que se llama Diana Palmer y que a veces lo visita y siempre le trae problemas. Pero de “formalizar”, ni una palabra. ¿A causa de los pigmeos birmanos? ¿Del perro, del caballo? Difícil saberlo. Y posiblemente innecesario. ¿A quién le importa? Los superhéroes tienen cosas más importantes que el sexo para hacer en este mundo. Están para luchar por la justicia. Y todos aquellos que se entregan fervorosamente a una causa son algo solitarios, algo misóginos, algo razonablemente onanistas.

Mesianismo imperial
Los superhéroes (se supone) están para salvar al mundo, pero todos los que no vivimos en “America” sospechamos que están para salvar a “America”. Al fin y al cabo, ellos los crearon. Durante la Segunda Guerra, la mayoría de los superhéroes se comprometieron en la contienda. Hay dos tapas de Superman que son paradigmáticas. En el Nº 48 de Action Comics (año 1942), vemos a Superman dándole una formidable trompada a la hélice de un avión japonés. ¡Vieran la cara del piloto! Dibujado con los rasgos demonizados del belicismo de la época (enormes dientes, ojos rasgados y cara hiperamarilla), el pobre jap sabe que se enfrenta con una fuerza imbatible. Pero en 1947, con la guerra terminada, y ya en el magazine con el nombre del superhéroe, Superman, vemos al Hombre de Acero en tareas más domésticas: ayudando a un herrero a hacer herraduras. La gracia reside en que, para sorpresa del herrero, Superman agarra la herradura al rojo y la moldea sin chamuscarse. Es todo. El héroe ha regresado a lo cotidiano.
En La Momia, Brendan Frazer resume el espíritu con que se construyen las historietas. Alguien le pregunta qué hay que hacer. Frazer responde: “Lo de siempre”. Y resume: “Rescatar a la chica, matar al villano, salvar al mundo”. Así de simples son la estética y la ética que animan a los comics. Uno, sin embargo, siempre siente cierta pobreza en la tercera proposición. Los superhéroes salvan a la chica y matan (o arrestan o entregan a la autoridad) al villano, pero ¿a quién o a quiénes salvan? Superman actúa en Metrópolis. Batman en Ciudad Gótica. El Fantasma anda por la jungla birmana. Son símbolos del Imperio: siempre salvan a Estados Unidos. Pero lo hacen fragmentariamente. En cada caso simple que resuelven los poderosos superhéroes debemos leer la salvación “total” del Imperio y, por traslación, del mundo, ya que “el mundo” es posesión del Imperio. Digamoslo así: las acciones de los superhéroes son metonímicas. En cada “parte” que solucionan debemos leer la solución del “todo”. Si Superman salva a un perrito de morir aplastado por un camión hidrante, en ese acto debemos leer no la salvación del perrito (la particularidad), sino la salvación y preservación del orden imperial (la totalidad).
Ilusiones ópticas
El Hombre Araña es un superhéroe tardío: en 1962, cuando nace, la era dorada de los superhéroes ya había terminado. El Hombre Araña es una versión arácnida de la leyenda del hombre lobo. Si Lawrence Talbot (Lon Chaney Jr.) se transforma en lo que es por la mordedura de un lobo, Peter Parker (Tobey Maguire) se transforma en lo que es por la mordedura de una araña. Así de simple. Se nos aclara que es una clase particular de araña, una especie desconocida. Se nos aclara y se nos confunde, ya que al ser, la especie, desconocida, no podemos discutir ni uno de los curiosos y fenomenales poderes que le confiere a Parker. Y bueno, es así.
La peli no está nada mal. Los pibes que la vean no la olvidarán fácilmente. Me explico: cuando yo era pibe y veía películas de Superman en el Cabildo de Belgrano o el Edén Palace de Villa Urquiza, Superman, cuando se lanzaba a volar, se transformaba... en un dibujito. Era una torpeza, una tosquedad increíble, pero para mí, y para mis amiguitos del barrio, que tendríamos seis o siete años, era una maravilla, un deslumbramiento que se prolongó a lo largo de los años. Si ese pibe que era yo en, pongamos, 1952, viera, por algún milagro de alguna máquina wellsiana del tiempo, El Hombre Araña, enloquecería sin más trámite. No podría tolerar tanto deslumbramiento: creería irrefutablemente en los superhéroes, creería que la Columbia Pictures contrató al Hombre Araña en persona para hacer esa película, ya que sólo el Hombre Araña, el verdadero Hombre Araña, que, cómo discutirlo, existe, es real, podría hacer lo que se ve en ella. Conjeturo que algo así pasa con los chicos de hoy. No pueden no creer en eso que ven. Es tan rotundo, tan evidente, tan increíble y tan verdadero a la vez. ¿O acaso lo maravilloso no existe?

No hagan bandera
El film termina con el arácnido humano trepándose a un mástil en el que flamea, coherentemente, la bandera “americana”. Los colores del superhéroe también se le parecen, como se le parecían los de la Mujer Maravilla y los de tantos otros. Sí, se los hacen para ellos a los superhéroes y nos los prestan a nosotros para que los veamos un rato y sepamos que, cuidado, son de ellos. Pero todas las viejas series de televisión de Superman (ésas con George Reeves, que se suicidó y se llamaba Reeves, como el otro Superman, Christopher, que aún no consigue levantar vuelo de su silla de ruedas: curioso destino el de los actores-Superman) concluían con el héroe recortándose contra una bandera “americana”. Y –lo juro– me las vi todas, esas series del Hombre de Acero. Luego, no obstante, me hice hegeliano y marxista y luego sartreano y adorniano y luego peronista subversivo y luego –por decirlo así– enemigo de la globalización “americana”. Conmigo, y con muchos otros, no les fue bien en lo ideológico al Hombre de Acero y la bandera de “America”. Disfrutamos las aventuras, la maravilla, hasta el torpe dibujito animado disfrutamos, y la ideología... se la devolvimos. Ojalá hagan lo mismo los pibes de hoy con el Hombre Araña. Ojalá lo hagan en las tres mil salas en que se da mientras ahoga con sus telarañas infinitas, que son las del capitalismo mediático, toda otra expresión del arte del cine, toda diferenciación, todo otro rostro, todos los otros posibles héroes de este mundo.

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