Dom 26.05.2002
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CRUCES

PARABOLA DE UN CUCHILLO

Empezó como una serie de dibujos con la que Pat Andrea quería reflejar la Argentina del terror. Cuando Julio Cortázar los tuvo enfrente, vio en ellos un cuento. Desde entonces, una serie de fatalidades amenazaba convertir el trabajo conjunto en una leyenda de la que no quedaban huellas. Pero un último golpe de azar permitió que La puñalada y ”El tango de la vuelta” volvieran a reunirse, por fin, en Buenos Aires, diecisiete años después. Conozca la historia detrás de la formidable muestra que exhibe el Recoleta hasta el 9 de junio.

› Por Juan Forn

El 25 de marzo de 1976, un pintor holandés se enamoró de la luz argentina. Pésimo momento para enamorarse, pero uno no elige los momentos en que se enamora, y menos que menos cuando ese amor irrumpe como una fiebre tóxica, áspera y más bien ineludible. Eso dice que pensó Pat Andrea y eso dice que les decía a sus atónitos compatriotas cuando les anunció, un par de años después, que iba a volver a esa Argentina convertida por los militares en un gigantesco campo de concentración.
Andrea había llegado al país por una serie de casualidades: un par de años antes, a cierto coleccionista de arte contemporáneo de Bruselas le robaron quince cuadros de su galería, entre ellos dos Magrittes que Interpol localizó tiempo después en Córdoba. El coleccionista debió viajar para reconocerlos; aprovechó su estadía para ver la obra de pintores argentinos; se topó con uno llamado Guillermo Roux que le pareció el “hermano artístico” de uno de sus más jóvenes representados; puso en contacto a uno y otro; los dos se empezaron a escribir y al fin Roux invitó a Pat Andrea a la Argentina. Ni el uno ni el otro imaginaba que la fecha elegida por el viaje iba a coincidir fatídicamente con uno de los momentos más oscuros de la historia del país. Es más: dice Pat que al llegar creyó que todo había sido un error más bien monumental. ¿Cruzar el mundo para ver las mismas verdes praderas, con las mismas vacas tobianas pastando plácidamente? Lo mismo le pasó cuando ese primer día lo llevaron al Tigre (“Holanda, a su modo, es el gran delta de Europa”); incluso los carteles al costado del camino promocionando las propiedades terapéuticas de cierta bebida inventada en Holanda (“Todos los días una copita / estimula y sienta bien”, el lema proverbial de Erven Lucas Bols) parecían burlarse de su afán por sumergirse en lo desconocido.

LA VENDA
Bastaron, sin embargo, unas horas de conversación para que Andrea empezara a entender dónde se había metido. La información le llegó por dos vías: por un lado, las charlas en voz baja y temerosa que le explicaban la situación política; por el otro, un golpe sensorial que casi no necesitaba palabras, pero daba a esas palabras una doble elocuencia. Porque lo que le pasó a Pat Andrea en esos días iniciales en Buenos Aires fue que se sintió poseído por la luz argentina y lo que esa luz dejaba a la vista: las partículas de la violencia flotando en el aire, haciendo doblemente filosa la apariencia de las cosas. Por entonces, Pat Andrea tenía 34 años y ya había viajado lo suyo: después de recorrer el Este europeo y la Grecia de los militares, había perdido buena dosis de su cívico candor holandés. Pero en esos meses del 76, en Buenos Aires primero y después recorriendo de a pie y en micro las provincias del Norte, experimentando en carne propia una jornada entera de encierro (léase “averiguación de antecedentes”) en una ominosa dependencia policial de Jujuy, Andrea dice que se le cayó una venda de los ojos y vio las cosas de modo diferente: dice que vio lo que había detrás y lo que podía exprimir, sin atenuar ni relativizar (todas estas palabras son suyas) como no había logrado hasta entonces en su pintura. Y que por esa misma razón, para espanto de sus amigos europeos, quiso volver a la Argentina dos años después: para mostrar en Buenos Aires aquello que empezó a pintar desde su regreso a Holanda. Y para recibir otra dosis de aquella sustancia febril que ahora alimentaba su pintura.
Si la primera vez que llegó Andrea al país fue una fecha tristemente significativa, su segunda venida también tuvo lo suyo: el Mundial 78 (recordar: “El que no salta es un holandés”). El demente de Gabriel Levinas (que poco más tarde abriría la excelente revista El Porteño) vio los cuadros y aceptó exponerlos en uno de los pocos espacios valiosos que existían en Buenos Aires en esa época: su galería Artemúltiple. Así eran las cosas en esos tiempos: podían prohibirse libros como El Principito por su presunta connotación subversiva, pero a la vez pasar por alto una muestra que exhibía paisajes perversamente líricos (fruto de los bocetos que había acumulado en su viaje por el Norte), poblados de figuras como un civil tropezando con un fusil, un niño llorando sin que se vieran las causas, un uniformado contemplando arrobado a una mujer sentada en una silla. Aun así, Andrea sintió, en Buenos Aires primero y al volver a Europa después, que necesitaba ir más allá y que podía ir más allá. La pregunta era cómo hacer una serie entera sobre la Argentina sin ampararse en lo folklórico ni en lo excesivamente simbólico.

LA PUÑALADA
La respuesta la encontró en un librito de letras de tango que había comprado por Avenida de Mayo. Dejando de lado óleos y caseína, Andrea encaró una serie de dibujos al grafito, a modo de variaciones coreográficas en torno a las estrofas de La puñalada, y su insistencia en la cuchillada artera, por la espalda, que deja a la víctima boqueando, estupefacta y sin respuestas. En los dibujos, la víctima es rotativa: una mujer acuchillando a otra mujer, una mujer acuchillando a un hombre, un hombre acuchillando a otro hombre, un hombre (o varios) acuchillando a una mujer. El recorrido fulminante del metal y el aire cargado de sangre invisible como una electricidad son la constante. Unas cuantas semanas después, al terminar el dibujo número 33, Andrea da por concluida la serie y, exhausto, recibe la visita de un amigo editor, holandés como él. El tipo dice que decididamente quiere hacer algo con esos dibujos, pero lo suyo son los libros: es decir, necesita un texto. “De un argentino; tiene que ser de un argentino, no puede no ser de un argentino”, agrega. Y con un brillo de codicia y desafío en los ojos dice: “¿Borges?. Borges es ciego”, contesta Andrea sin desviar los ojos de sus dibujos. Pero concede, exánime: “Dejame pensar en otra cosa”.
Por entonces Andrea tenía una pequeña habitación en París y hacia allá partió con la carpeta bajo el brazo. Logró conseguir, a través de Antonio Seguí, el número de su escritor argentino favorito y, para su sorpresa, unos días después, golpearon la puerta de su habitación de subsuelo y al abrir se topó con un gigante que tuvo que inclinar la cabeza para entrar y optó por sentarse en la cama para evitar la incomodidad de conversar encorvado. Sentado en esa cama, Cortázar recorrió los 33 dibujos. Después miró a Andrea y le dijo que no podía o no quería escribir un ensayo sobre ellos o sobre la situación argentina. Hizo una pausa. “Hay un cuento aquí”, dijo entonces. “Déme un poco de tiempo, a ver si efectivamente hay un cuento aquí.” Y volvió a incorporarse y a encorvarse para salir a la calle.
Cinco meses después, Andrea recibe por correo en Holanda la versión mecanografiada de “El tango de la vuelta”. En el cuento hay una mujer aún joven, madre de un hijo y casada con un hombre de negocios que está de viaje. Hay otra mujer más joven, provinciana, empleada en la casa para cuidar al chico. Y hay, también, un tercer personaje que un buen día aparece, silencioso y empecinado, frente a la casa, en la vereda de enfrente, desde donde fuma y mira las ventanas y espera. El cuento tiene un solo acorde político, en sordina: dice que esa mujer fraguó la muerte de ese hombre cuando volvió a la Argentina y se casó con su empresario. Y que ese hombre ahora ha vuelto, él también, de México, para plantarse frente a esa casa, y fumar, y esperar. La palabra México, en 1979, era sinónimo de exilio. Con eso basta. Ni en el cuento de Cortázar ni en los dibujos de Andrea hay una sola referencia concreta a la dictadura, pero climáticamente no pueden referirse a otra cosa, cuento y dibujos. No sólo apuntan ambos en la misma dirección sino que, de una rara manera, parecen venir del mismo lugar, como buscándose mutuamente, con la misma callada vehemencia, con la misma metódica urgencia.
La historia sigue. La del cuento quedará, por razones obvias, sin develar. La del corpus que conforman dibujos y textos es la siguiente.

LA PARCA
Andrea se los muestra a la poderosa galerista Elizabeth Franck. Ésta manda traducir de inmediato el texto al holandés y al francés e imprime dos ediciones de 400 ejemplares, que presenta en la Feria de Arte de París de 1982. Cortázar se acerca al stand de la Franck, saluda a Andrea y dice que está con poco tiempo: debe ir al hospital donde está internada su mujer, Carol Dunlop. “Lo peor ya pasó, pero sepan disculpar, prefiero estar a su lado”, dice a modo de despedida y se aleja caminando con los cinco voluminosos ejemplares que le corresponden bajo el brazo. Al día siguiente muere Carol Dunlop. Las ediciones holandesa y francesa de La puñalada se venden rápidamente y la Franck, envalentonada, decide hacer una más en castellano y quizá otra en inglés. Pero poco después entra en una crisis de la que ya no se recuperará: primero cree estar aquejada de parálisis y se recluye (en silla de ruedas) en el hotel Georges V de París, mientras un gigoló escocés la despoja de la mitad de su fortuna. Cuando se recupera del trance, compra un viejo molino en Ronda y decide crear allí una comuna para artistas, pero cuando una víbora muerde a su perrito y lo mata, abandona el proyecto, sumida en otra depresión. Andrea pierde contacto con ella.
Pasan los años. En la edición de ARCO 2000, en Madrid, se conocen la colombiana Celia Birbagher, que dirige la revista de arte Nexus, y la galerista española Eugenia Niño. En determinado momento hablan de Pat Andrea. La Niño le cuenta a la Birbagher la historia que le contó Pat acerca de La puñalada y la Birbagher le contesta que, en un depósito de Miami, ella guarda unas cajas que Elizabeth Franck le confió diez años atrás y que no se ha atrevido a tocar desde que la galerista murió. A su regreso a Miami, la Birbagher desprecinta una de las cajas y le avisa a la Niño que allí está la edición en castellano de La puñalada. De los cuatrocientos sobreviven en buen estado unos 240, que llegan a Madrid unos meses después. Cuando están descargándolos de la camioneta en la galería Sen, en el centro de Madrid, un anónimo transeúnte se detiene junto a una de las cajas, saca del bolsillo una sevillana, abre la caja y se escapa calle abajo con un ejemplar, gritando: “¡Éste es mío!”. Pat Andrea (que está en Madrid para colorear un dibujo de cada ejemplar rescatado, antes de que la galería los ponga en circulación) y la Niño asisten atónitos a la escena. Pat se acerca a la caja abierta, saca otro ejemplar y lo hojea. En la página correspondiente al pie de imprenta lee: “Este libro se terminó de imprimir en la ciudad de Bruselas el día 15 de febrero de 1984”. Cortázar –¿hace falta decirlo?– nació en Bruselas. Y el 15 de febrero de 1984 es el día posterior a la fecha de su entierro en París.
Los dibujos que se exponen hasta el 9 de junio en el Recoleta son los originales, que pertenecen desde 1985 a un coleccionista holandés, y que Andrea no veía desde entonces. En el centro de la sala, hay varios pares de auriculares con los cuales se puede escuchar el cuento de Cortázar leído por Raúl Santana. Los dibujos son 34: el último de la serie lo hizo Andrea en cuanto terminó de leer la versión mecanografiada que su autor le envió por correo a Holanda. Fue el que le llevó menos tiempo de todos.

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