CRUCES
Empezó como una serie de dibujos con la que Pat Andrea quería reflejar la Argentina del terror. Cuando Julio Cortázar los tuvo enfrente, vio en ellos un cuento. Desde entonces, una serie de fatalidades amenazaba convertir el trabajo conjunto en una leyenda de la que no quedaban huellas. Pero un último golpe de azar permitió que La puñalada y ”El tango de la vuelta” volvieran a reunirse, por fin, en Buenos Aires, diecisiete años después. Conozca la historia detrás de la formidable muestra que exhibe el Recoleta hasta el 9 de junio.
› Por Juan Forn
LA
VENDA
Bastaron, sin embargo, unas horas de conversación para que
Andrea empezara a entender dónde se había metido. La información
le llegó por dos vías: por un lado, las charlas en voz baja y
temerosa que le explicaban la situación política; por el otro,
un golpe sensorial que casi no necesitaba palabras, pero daba a esas palabras
una doble elocuencia. Porque lo que le pasó a Pat Andrea en esos días
iniciales en Buenos Aires fue que se sintió poseído por la luz
argentina y lo que esa luz dejaba a la vista: las partículas de la violencia
flotando en el aire, haciendo doblemente filosa la apariencia de las cosas.
Por entonces, Pat Andrea tenía 34 años y ya había viajado
lo suyo: después de recorrer el Este europeo y la Grecia de los militares,
había perdido buena dosis de su cívico candor holandés.
Pero en esos meses del 76, en Buenos Aires primero y después recorriendo
de a pie y en micro las provincias del Norte, experimentando en carne propia
una jornada entera de encierro (léase averiguación de antecedentes)
en una ominosa dependencia policial de Jujuy, Andrea dice que se le cayó
una venda de los ojos y vio las cosas de modo diferente: dice que vio lo que
había detrás y lo que podía exprimir, sin atenuar ni relativizar
(todas estas palabras son suyas) como no había logrado hasta entonces
en su pintura. Y que por esa misma razón, para espanto de sus amigos
europeos, quiso volver a la Argentina dos años después: para mostrar
en Buenos Aires aquello que empezó a pintar desde su regreso a Holanda.
Y para recibir otra dosis de aquella sustancia febril que ahora alimentaba su
pintura.
Si la primera vez que llegó Andrea al país fue una fecha tristemente
significativa, su segunda venida también tuvo lo suyo: el Mundial 78
(recordar: El que no salta es un holandés). El demente de
Gabriel Levinas (que poco más tarde abriría la excelente revista
El Porteño) vio los cuadros y aceptó exponerlos en uno de los
pocos espacios valiosos que existían en Buenos Aires en esa época:
su galería Artemúltiple. Así eran las cosas en esos tiempos:
podían prohibirse libros como El Principito por su presunta connotación
subversiva, pero a la vez pasar por alto una muestra que exhibía paisajes
perversamente líricos (fruto de los bocetos que había acumulado
en su viaje por el Norte), poblados de figuras como un civil tropezando con
un fusil, un niño llorando sin que se vieran las causas, un uniformado
contemplando arrobado a una mujer sentada en una silla. Aun así, Andrea
sintió, en Buenos Aires primero y al volver a Europa después,
que necesitaba ir más allá y que podía ir más allá.
La pregunta era cómo hacer una serie entera sobre la Argentina sin ampararse
en lo folklórico ni en lo excesivamente simbólico.
LA
PUÑALADA
La respuesta
la encontró en un librito de letras de tango que había comprado
por Avenida de Mayo. Dejando de lado óleos y caseína, Andrea encaró
una serie de dibujos al grafito, a modo de variaciones coreográficas
en torno a las estrofas de La puñalada, y su insistencia en la cuchillada
artera, por la espalda, que deja a la víctima boqueando, estupefacta
y sin respuestas. En los dibujos, la víctima es rotativa: una mujer acuchillando
a otra mujer, una mujer acuchillando a un hombre, un hombre acuchillando a otro
hombre, un hombre (o varios) acuchillando a una mujer. El recorrido fulminante
del metal y el aire cargado de sangre invisible como una electricidad son la
constante. Unas cuantas semanas después, al terminar el dibujo número
33, Andrea da por concluida la serie y, exhausto, recibe la visita de un amigo
editor, holandés como él. El tipo dice que decididamente quiere
hacer algo con esos dibujos, pero lo suyo son los libros: es decir, necesita
un texto. De un argentino; tiene que ser de un argentino, no puede no
ser de un argentino, agrega. Y con un brillo de codicia y desafío
en los ojos dice: ¿Borges?. Borges es ciego, contesta Andrea
sin desviar los ojos de sus dibujos. Pero concede, exánime: Dejame
pensar en otra cosa.
Por entonces Andrea tenía una pequeña habitación en París
y hacia allá partió con la carpeta bajo el brazo. Logró
conseguir, a través de Antonio Seguí, el número de su escritor
argentino favorito y, para su sorpresa, unos días después, golpearon
la puerta de su habitación de subsuelo y al abrir se topó con
un gigante que tuvo que inclinar la cabeza para entrar y optó por sentarse
en la cama para evitar la incomodidad de conversar encorvado. Sentado en esa
cama, Cortázar recorrió los 33 dibujos. Después miró
a Andrea y le dijo que no podía o no quería escribir un ensayo
sobre ellos o sobre la situación argentina. Hizo una pausa. Hay
un cuento aquí, dijo entonces. Déme un poco de tiempo,
a ver si efectivamente hay un cuento aquí. Y volvió a incorporarse
y a encorvarse para salir a la calle.
Cinco meses después, Andrea recibe por correo en Holanda la versión
mecanografiada de El tango de la vuelta. En el cuento hay una mujer
aún joven, madre de un hijo y casada con un hombre de negocios que está
de viaje. Hay otra mujer más joven, provinciana, empleada en la casa
para cuidar al chico. Y hay, también, un tercer personaje que un buen
día aparece, silencioso y empecinado, frente a la casa, en la vereda
de enfrente, desde donde fuma y mira las ventanas y espera. El cuento tiene
un solo acorde político, en sordina: dice que esa mujer fraguó
la muerte de ese hombre cuando volvió a la Argentina y se casó
con su empresario. Y que ese hombre ahora ha vuelto, él también,
de México, para plantarse frente a esa casa, y fumar, y esperar. La palabra
México, en 1979, era sinónimo de exilio. Con eso basta. Ni en
el cuento de Cortázar ni en los dibujos de Andrea hay una sola referencia
concreta a la dictadura, pero climáticamente no pueden referirse a otra
cosa, cuento y dibujos. No sólo apuntan ambos en la misma dirección
sino que, de una rara manera, parecen venir del mismo lugar, como buscándose
mutuamente, con la misma callada vehemencia, con la misma metódica urgencia.
La historia sigue. La del cuento quedará, por razones obvias, sin develar.
La del corpus que conforman dibujos y textos es la siguiente.
LA
PARCA
Andrea
se los muestra a la poderosa galerista Elizabeth Franck. Ésta manda traducir
de inmediato el texto al holandés y al francés e imprime dos ediciones
de 400 ejemplares, que presenta en la Feria de Arte de París de 1982.
Cortázar se acerca al stand de la Franck, saluda a Andrea y dice que
está con poco tiempo: debe ir al hospital donde está internada
su mujer, Carol Dunlop. Lo peor ya pasó, pero sepan disculpar,
prefiero estar a su lado, dice a modo de despedida y se aleja caminando
con los cinco voluminosos ejemplares que le corresponden bajo el brazo. Al día
siguiente muere Carol Dunlop. Las ediciones holandesa y francesa de La puñalada
se venden rápidamente y la Franck, envalentonada, decide hacer una más
en castellano y quizá otra en inglés. Pero poco después
entra en una crisis de la que ya no se recuperará: primero cree estar
aquejada de parálisis y se recluye (en silla de ruedas) en el hotel Georges
V de París, mientras un gigoló escocés la despoja de la
mitad de su fortuna. Cuando se recupera del trance, compra un viejo molino en
Ronda y decide crear allí una comuna para artistas, pero cuando una víbora
muerde a su perrito y lo mata, abandona el proyecto, sumida en otra depresión.
Andrea pierde contacto con ella.
Pasan los años. En la edición de ARCO 2000, en Madrid, se conocen
la colombiana Celia Birbagher, que dirige la revista de arte Nexus, y la galerista
española Eugenia Niño. En determinado momento hablan de Pat Andrea.
La Niño le cuenta a la Birbagher la historia que le contó Pat
acerca de La puñalada y la Birbagher le contesta que, en un depósito
de Miami, ella guarda unas cajas que Elizabeth Franck le confió diez
años atrás y que no se ha atrevido a tocar desde que la galerista
murió. A su regreso a Miami, la Birbagher desprecinta una de las cajas
y le avisa a la Niño que allí está la edición en
castellano de La puñalada. De los cuatrocientos sobreviven en buen estado
unos 240, que llegan a Madrid unos meses después. Cuando están
descargándolos de la camioneta en la galería Sen, en el centro
de Madrid, un anónimo transeúnte se detiene junto a una de las
cajas, saca del bolsillo una sevillana, abre la caja y se escapa calle abajo
con un ejemplar, gritando: ¡Éste es mío!. Pat
Andrea (que está en Madrid para colorear un dibujo de cada ejemplar rescatado,
antes de que la galería los ponga en circulación) y la Niño
asisten atónitos a la escena. Pat se acerca a la caja abierta, saca otro
ejemplar y lo hojea. En la página correspondiente al pie de imprenta
lee: Este libro se terminó de imprimir en la ciudad de Bruselas
el día 15 de febrero de 1984. Cortázar ¿hace
falta decirlo? nació en Bruselas. Y el 15 de febrero de 1984 es
el día posterior a la fecha de su entierro en París.
Los dibujos que se exponen hasta el 9 de junio en el Recoleta son los originales,
que pertenecen desde 1985 a un coleccionista holandés, y que Andrea no
veía desde entonces. En el centro de la sala, hay varios pares de auriculares
con los cuales se puede escuchar el cuento de Cortázar leído por
Raúl Santana. Los dibujos son 34: el último de la serie lo hizo
Andrea en cuanto terminó de leer la versión mecanografiada que
su autor le envió por correo a Holanda. Fue el que le llevó menos
tiempo de todos.
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