MúSICA > THE ARCADE FIRE Y LA NUEVA ESCENA MUSICAL DE MONTREAL
Cantan a los matrimonios derruidos, a la nieve que sepulta el barrio, al amor que crece como el cáncer, a los amigos perdidos, a la muerte que todo lo soluciona, a los gusanos que todo lo limpian. Se llaman The Arcade Fire y sus canciones catárticas y lapidarias son el último grito musical de una ciudad fría que no deja de arder: la canadiense Montreal.
› Por Rodrigo Fresán
Canadá es un sitio raro, y es más raro todavía cuando de música se trata. De allí salieron genios extremos como Glenn Gould y Leonard Cohen, innovadores como The Band, perversos polimorfos como Neil Young, sirenas como Joni Mitchell, trovadores románticos como Ron Sexsmith, talentosas familias disfuncionales como la tribu Wainwright, combos deformes como Crash Test Dummies y, a no olvidarlo, monstruos todopoderosos y temibles como Alanis Morrisette y Celine Dion.
De allí –de la patria del patriota de la Aldea Global Marshall McLuhan y de escritores tan prestigiosamente freaks como Margaret Atwood y Robertson Davies y Mordecai Richtler– descienden ahora los muy extraños The Arcade Fire, con base en Montreal aunque no sean canadienses puros. Mejor que lo cuenten ellos mismos en una breve nota incluida en el cuadernillo con las letras de su disco debut, paradójica pero muy apropiadamente llamado Funeral.
Y dicen así: “Los miembros de The Arcade Fire volaron desde Texas y Ontario cuando eran muy jóvenes y tienen su hogar en Montreal, Québec, Canadá. De algún modo se las arreglaron para sobrevivir a los primeros y terribles inviernos, y en agosto del 2003, en el polvoriento Hotel 2 Tango, registraron las grabaciones preliminares para un álbum. En parte debido al intenso calor que hacía allí adentro, dos de sus componentes se casaron entre ellos. Esta época soleada duró poco y pronto llegó el terrible invierno del 2004. Para mantenerse en calor registraron los nueve tracks restantes en el hotel y en el departamento de Win y Régine... Cuando varios parientes empezaron a morir, se dieron cuenta de que debían ponerle al álbum Funeral, subrayando así la ironía de que su debut llevara un título tan final y definitivo”.
Y los créditos incluyen, sí, los nombres de los nueve familiares muertos durante la grabación y las firmas de los seis músicos en plan acta de defunción: el matrimonio de Win Butler y Régine Chassagne, el hermano menor William Butler, Richard Reed Perry, Timothy Kingsbury y Howard Bilerman, que constituyen el núcleo duro de The Arcade Fire. Porque, como ocurre con Belle and Sebastian (banda con la que comparten más de un rasgo), aquí abundan los invitados, las cuerdas, las percusiones, los que pasaban por ahí para beber una copa gratis y dar consoladoras palmadas en el hombro.
Y la portada ostenta unos grabados al estilo de aquellos collages animados de los Monty Phyton o aquella secuencia animada para “Eleanor Rigby” de Yellow Submarine.
Y en las fotos promocionales, los Arcade Fire parecen escapados de un exclusivo club de campo o, sí, recién llegados del entierro de esa tía reseca que, pensaban, les iba a dejar una jugosa herencia pero...
Y adentro de todo esto yace la música más emocionante y viva y rara y, claro, canadiense que se ha oído en mucho tiempo. Y por favor, no enviar flores.
Porque si algo le sobra a The Arcade Fire son flores y premios. Y, claro, ¿a qué suena The Arcade Fire? La crítica especializada que los consagró sin dudarlo en septiembre del año pasado, cuando salió Funeral —que ahora accede a la distribución internacional–, se llenó la boca de nombres grandes y difíciles de masticar: The Pixies, Talking Heads (la voz de Win Butler, por momentos tan Byrne), David Bowie, The Cure, The Waterboys, Nick Cave, Echo and The Bunnymen, Violent Femmes y –sobre todo– el Jarvis “Pulp” Cocker de esa oscura y luminosa obra maestra que fue y sigue siendo This Is Hardcore... Pero la cosa no es tan sencilla, porque basta escuchar ese inicio –esos violines desordenados, esos dedos paseándose por el teclado de un piano, esa voz desesperada y épica describiéndote los seis meses del invierno de todos los descontentos en la primera de las cuatro partes de la suite “Neighborhood”– para comprender que nos encontramos en territorios desconocidos, en aguas sin navegar. Porque, de acuerdo: The Arcade Fire se nutre de la carne y los huesos de varios cuerpos, pero lo suyo no pasa por el muy fino y muy logrado enciclopedismo maníaco-referencial de gente como World Party, The Dandy Warhols, Crowded House y Ryan Adams, sino por el placer de procesarlo todo hasta volverlo propio. Para que se entienda mejor, pensar en British Sea Power y Franz Ferdinand y The Earlies y, a la hora de cantautores recientes, en Badly Drawn Boy y Jim White y Micah P. Hinson: una suerte de retro-forward sound –un déjà- vu que mira para adelante, unos ‘80 revisitados por viajeros futurísticos– donde el grito primal y punk no está en absoluto reñido con esa delicada música de cámara ideal a la hora de amenizar cadáver en cajón.
Y las letras, claro. Porque lo que verdaderamente conmueve de Funeral son esos versos que estallan en combustión instantánea con pasión predicadora a la hora de cantarle a la vida por encima de la muerte y al sol por detrás de las nubes. Canciones que le encantarían a Donnie Darko y a las hermanas Lisbon de Las vírgenes suicidas y a Laura Palmer de Twin Peaks: uno y otras acaban muertas pero contentas porque batieron y mezclaron y sirvieron y flambearon al enemigo. Y tal vez de ahí –de cierto morbo– el grado de conexión que sienten muchos con Funeral, y la pasión que surgió desde su lanzamiento en un sello pequeño (Merge) y se extendió por los blogs del planeta, donde se describían al detalle los encendidos conciertos del sexteto y se llenaban pantallas con minuciosos y obsesivos y patológicos análisis de sus letras.
Y lo cierto es que –por lo menos a quien firma esto– Funeral parece un álbum “difícil” y, en sus primeras audiciones, de una intensidad casi insoportable. Lo curioso es lo que comienza a suceder con sucesivas visitas: la música se vuelve transparente y ligera, y cuesta dejar de oírlo aun cuando uno no lo esté oyendo. La autopsia de Funeral arroja resultados poco comunes: sí, se puede hacer música perturbadora y linda al mismo tiempo.
Y tal vez la palabra clave aquí sea, claro, catarsis. Eso es lo que tienen en común los nombres antes citados y las lapidarias diez canciones que van fundiéndose unas con otras a la hora de elevar loas a la vida familiar, a los matrimonios derruidos y al amor invulnerable (“Mi amor no deja de crecer como un cáncer”, se escucha en la sentida “Crown of Love”), a los amigos extraviados, a la muerte que todo lo “soluciona” y al gusano conquistador que todo lo limpia y lo deja bien limpio. Y la última canción de Funeral –”In the Backseat”– es feliz pero triste cuando defiende la felicidad del asiento trasero, donde no tenés que manejar el auto, mientras “mi árbol genealógico se va quedando sin hojas” y otra vez el invierno.
Tal vez tenga que ver con que Butler, antes de formar la banda, se había licenciado en estudios de la religión. O con que la multiinstrumentista Régine Chassagne sea hija de una pareja que salió de Haití huyendo de los Tonton Macoutes en los ‘60. Tal vez no. Tal vez sea la misma buena música de siempre, sólo que para épocas muy distintas. Así, donde antes bailábamos la confesión de un psycho-killer, ahora nos sentamos a escuchar lo que nos cuentan las víctimas y sus familiares. Y después nos vestimos de negro y encargamos corona y recién entonces nos vamos a la gran fiesta.
Y es una lástima que Funeral sea un compact-disc y no un disco de vinilo. Porque sería lindo verlo ahí abajo, girando pero quieto, y poder decir, como en un sueño, aquello de “Parece que estuviera durmiendo”, cuando los que soñamos somos nosotros porque los que sonaron fueron ellos.
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